Aceptó lo místico del evento. Después de todo, tenía el portarretrato del bisabuelo en sus manos. Las realidades paralelas nunca son tan distantes como para no dejar algún recuerdo de su irrupción en el tiempo. Si esto no fuera así, la locura ganaría su pulseada contra el débil orden psíquico. El tren se aproximaba a su destino. Ricardo se incorporó con el objeto mágico en sus manos.
De repente observó su propio rostro retratado entre los límites del marco bronceado. La fotografía parecía antigua dada la vestimenta. Tal vez perteneciente al siglo pasado. Sin embargo, sus facciones aparecían claramente formando parte de un recuerdo cíclico. Caminó a los tropezones entre los asientos y sus ocupantes. Uno de ellos esquivó sus embates sin dejar de mirar el periódico de turno. Se trataba de Walter. El rosarino no reparó en la aquella persona quien a la postre sería su socio en un futuro. El destino aún no había precipitado el tiempo de conocerlo.
2
Se comunicaban por cartas formuladas en líneas escuetas. Esta modalidad transformaba la relación en un vínculo místico, apropiado para las especulaciones que cada uno de ellos hacía sobre la relación. El lugar elegido era uno de los bancos de la plaza. Allí, en el Bajo Belgrano, solían realizar sus encuentros en días de semana.
Brenda descubrió la fisura en el cemento por casualidad. Esperaba a Bruno esa tarde y supuso qué, como siempre, el muchacho llegaría fuera de horario tan solo para molestarla. Se acomodó en el banco. Observó a unos niños jugando en las hamacas buscando distracción. Deslizó la palma de su mano por debajo del asiento y se encontró con el trozo de cemento flojo. Poco le costó quedarse con ese duro ladrillo en la mano. Lo contempló con cuidado. Tenía forma rectangular y su geometría se adaptaba perfectamente a su palma. Una protuberancia con forma de tubo cuadrado sobresalía del resto de la superficie. Era la traba que servía de sostén para mantener el ladrillo en su lugar, debajo del banco, haciendo equilibrio contra la acción de la fuerza gravitatoria.
Al llegar el muchacho le comentó el descubrimiento. Bruno lo sostuvo con indiferencia entre sus manos. Normalmente, las ideas que provenían de ella tenían poco valor dentro de su encuadre mental.
—Podríamos usarlo como lugar secreto de ambos —dijo ella con sonrisa cómplice—. Un escondite donde ocultar nuestros mensajes de los ojos de los demás. Algo… clandestino.
Bruno rio de manera despectiva.
—¿Nuestros mensajes… clandestinos? ¿De qué historia de amor estúpida sacaste semejante pavada?...
Brenda asimiló el desprecio con naturalidad. Se había acostumbrado en esos meses a la manera de comunicar sentimientos que esgrimía el pobre infeliz. Un alma vagabunda, ignorante de los atributos del espíritu.
—Pensalo bien. Cada vez que necesitemos comunicar algo al otro, lo escribimos y listo. Como si fuera una especie de correo personal. ¿No te parece maravilloso? Fijemos una rutina para asegurarnos la exclusividad del medio. Por ejemplo, los lunes y miércoles por la mañana vengo yo a buscar o a traer correspondencia. Los martes y viernes podés hacerlo vos… En fin, será nuestro secreto.
El joven contemplaba el ladrillo con mirada dubitativa.
—Sigue siendo una pavada…
El primero en utilizar el canal de comunicación fue el propio Bruno. Una mañana dentro de las estipuladas, se encontraba Brenda realizando compras con su madre por la zona. Al pasar cerca de la plaza dijo con voz apresurada:
—Seguí caminando hasta el mercado, madre. Hago una cosa y te alcanzo.
—¿A dónde vas?
La mujer no obtuvo respuesta. Brenda se había alejado a grandes saltos rumbo a los juegos de la plaza. En esos momentos se encontraban atestados de chicos. La madre continuó con su periplo encogiéndose de hombros. La joven buscó sin esperanzas debajo del banco. No tenía fe en aquella improvisada estación de correo. Bruno podía ser terco a la hora de aceptar alguna de sus ideas. Movió hábilmente el ladrillo y encontró el papel arrugado en el hueco. Leyó el mensaje con ansiedad. Era un manuscrito. Debía aceptar que Bruno tenía buena letra. Tal vez eran las dotes de escritor de las cuales se jactaba cuando deseaba impresionarla.
“La persona que lee esto es una tonta. Me sigue pareciendo una pavada, idiota.”
Brenda mantuvo el papel entre sus manos como si se tratara de una noble declaración de amor. Por lo menos era un comienzo. Durante un par de meses las misivas fluyeron a través de aquel ladrillo usado como intermediario en el juego infantil de dos adolescentes.
“El cielo me parece hermoso si estoy con vos”.
“Hoy observé una lagartija y me hizo recordarte”.
“La pureza del alma siempre busca expresarse a través nuestro”.
“En lo único que pienso es en tu lindo culito”.
“El sexo permite engendrar hijos. Para eso Dios lo ha creado”.
“El sexo es deseo y eso siento por vos”.
El tenor de los mensajes denunciaba al remitente. A pesar del lenguaje soez que solían contener los escritos de Bruno, Brenda atesoraba esos papeles en el cajón de su mesita de noche. Pensaba medir a través de ellos la evolución de su “obra en el mundo”. No los percibía como testimonios de su propia involución. Poco a poco, la energía densa del muchacho comenzaba a capturar el territorio ingenuo de aquella niña inocente.
“Tengo buena yerba. Te va a gustar. Hoy nos encontramos en la casa abandonada”.
Esos mensajes desesperaban a Brenda. La involucraban. Ella tan solo deseaba realizar su obra fuera del territorio contaminado. Intentaba transformar el vínculo que Bruno tenía con el mundo basado en la influencia de los propios demonios internos. Una voz interior le decía que esa aspiración no era realizable sin asumir en carne propia aquellas fuerzas oscuras.
A veces concurrían a la casa abandonada. Bruno se atrevía a besarla y acariciar impunemente su cuerpo a pesar de la estoica defensa planteada por la muchacha. Las acciones nunca superaban ese nivel de impertinencia. El muchacho aún mantenía cierto decoro en sus pretensiones y lograba detenerse a tiempo, evitando cruzar la delgada línea del abuso o la violación.
—Tenés que aprender a entregar tu cuerpo al llamado del deseo, linda.
—Todavía no es mi momento, Bruno…
—¿Y cuándo va a serlo? No creas que te voy a esperar mucho más. Al fin de cuentas, lo único que me interesa de vos es tu cuerpo.
Bruno podía ser así. Despiadado. Brutal. Manifestaba los sentimientos desde elaboraciones primarias. Brenda sabía que ocultaba algo oscuro en su corazón. Algún vínculo enfermo internalizado años atrás. Un nudo emocional que lo convertía en prisionero de sus propias fronteras.
—Cuando llegue el momento te lo haré saber…
Y el momento llegó, más no como la joven lo hubiera deseado.
Fue en la casa abandonada, una tarde donde apenas intercambiaron palabras mientras caminaban con paso apresurado por las anchas calles del bajo Belgrano. Bruno mantenía en su rostro una expresión adusta. La mirada era dura y los labios permanecían apretados. Una firme determinación se veía en su mirada.
En cuanto llegaron al predio prohibido el muchacho cerró con violencia la puerta desvencijada que separaba el sucio interior de la calle. La casa abandonada era una construcción a medio terminar que jamás había logrado completarse. Algunos chicos del barrio la usaban para realizar sus fechorías juveniles. Sin embargo, la presencia de Bruno los atemorizó lo suficiente. Logró echarlos y se transformaron en los usuarios exclusivos por lo menos en los días acordados para los encuentros.
Brenda sintió temor ante la inminencia de un desenlace demorado en el tiempo. El joven la tomó con violencia. A pesar de sus intentos defensivos la desnudó con suma facilidad. Contempló aquel cuerpo virgen y blanco. Una mirada de desdén brillaba en sus ojos. Respiraba con dificultad.
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