Serguéi Dovlátov - La maleta

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El libro más celebrado de Serguéi Dovlátov se recrea en el escaso contenido de la maleta que lo acompañó en su exilio.Cada uno de los inútiles objetos que constituyeron su único patrimonio nos conduce a un lugar memorable de su biografía. Mago del estilo, Dovlátov entrega aquí lo más parecido a un canon de su escritura. Preciso, despojado e irónico, el resultado es un recorrido personalísimo por algunos avatares de su vida, tanto como un índice tragicómico del tejido espiritual, social y político de la URSS. La engañosa liviandad de su prosa, su disposición para reírse de sí mismo y su extraordinaria capacidad para el retrato humano han convertido a Serguéi Dovlátov en uno de los grandes maestros de las letras rusas de la segunda mitad del siglo xx. Dovlátov no solo es el escritor más popular del último cuarto de siglo en Rusia, también es el autor de algunas de las mejores páginas que ha dado el siglo XX. The Guardian Tu voz es profundamente auténtica y universal. Tenemos suerte de tenerte con nosotros. Tienes grandes dones que ofrecer a este loco país. Kurt Vonnegut Sus relatos y novelas están teñidos de un escepticismo irónico en el que emerge la absurdidad humorística de la vida, y de un estoico acatamiento de esa fuerza ajena llamada destino. Marta Rebón,
El País

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Una semana después, se enamoró de mí una chica esbelta que llevaba zapa­tos de importación. Se llamaba Asya.

Asya me presentó a sus amigos. Todos eran mayores que nosotros: ingenie­ros, periodistas, operadores de cámara. Entre ellos había incluso un director de almacén de abastos. Aquellos individuos vestían bien. Les gustaban los restaurantes, los viajes. Algunos hasta tenían coche propio.

Por aquel entonces, casi todos se me antojaban enigmáticos, poderosos y seductores. Yo aspiraba a ser un miembro más de aquel grupo.

Más tarde, muchos de ellos emigraron. Ahora, ancianos ya, son judíos normales y corrientes.

Nuestro estilo de vida exigía grandes gastos. Lo más normal era que los amigos de Asya corrieran con ellos. Aquello me llenaba de vergüenza.

Recuerdo al doctor Logovinski depositando subrepticiamente cuatro ru­blos en mi mano mientras Asya pedía un taxi por teléfono…

Se puede clasificar a la gente en dos categorías: unos preguntan, otros responden. Los unos formulan preguntas. Y los otros fruncen el ceño, irritados, como respuesta.

Los amigos de Asya no hacían preguntas. Y yo, lo único que hacía era pregun­tar.

—¿Dónde has estado? ¿Quién era ese al que has saludado en el metro? ¿De dónde has sacado ese perfume francés?

La mayor parte de la gente considera irresolubles todos aquellos problemas cuya solución no es de su gusto. Y hace preguntas a todas horas, aunque en forma alguna esté dispuesta a escuchar respuestas sinceras…

En pocas palabras, que me comportaba como un cretino, sin venir a cuento.

Comencé a tener deudas, que se incrementaron en progresión geométrica. En torno a noviembre, debía ochenta rublos, una cantidad disparatada por aquel enton­ces.

Supe por fin lo que era una casa de empeños, con sus recibos, sus colas, su atmós­fera de desesperación y de miseria.

Mientras Asya permanecía a mi lado, conseguía no pensar en el asunto. Pero tan pronto nos despedíamos, los pensamientos acerca de mis deudas rondaban a mi alrededor como negros nubarrones.

Me despertaba con la convicción de ser un desgraciado. Durante horas me sentía incapaz de vestirme. Planeé muy seriamente asaltar una joyería.

Saqué en conclusión que lo único que se le pasa por la cabeza a un enamorado indigente son proyectos criminales.

En esa época, mi rendimiento académico se resintió de manera notoria. Asya siempre había sido mala estudiante. En el decanato comenzaron a poner en cuestión la moralidad de nuestros principios.

Pude entender entonces que, cuando un hombre está enamorado y tiene deudas, siem­pre se ponen en cuestión sus principios morales.

En pocas palabras: que la situación era horrible.

En una ocasión, vagabundeaba yo por la ciudad a la caza de seis rublos. Tenía que sacar mi abrigo de invierno de la casa de empeños. Y allí me encontré con Fred Kolésnikov.

Fred fumaba con los codos apoyados sobre el pasamanos de latón de la tienda Yeliséyevski. Yo sabía que era estraperlista, porque Asya nos había presen­tado ya.

Era un joven alto, de unos veintitrés años, con la piel de un color poco saludable. Mientras hablaba, se alisaba nerviosamente el pelo.

Sin pensármelo mucho, me le acerqué.

—¿Podría usted prestarme seis rublos hasta mañana?

Cuando pedía dinero prestado, empleaba siempre un tono más o menos incidental, para que a la gente le resultara más fácil decirme que no.

—Eso está hecho —dijo Fred, mientras sacaba una carterita cuadrada.

Sentí no haberle pedido más.

—Si necesita más… —dijo.

Entonces dije que no, como un idiota.

Fred me miró con curiosidad.

—Vayamos a comer. Me gustaría invitarle.

Se comportaba de manera sencilla, natural. Siempre he sentido envidia por los que consiguen hacerlo.

Caminamos tres manzanas hasta el restaurante La Gaviota. El salón estaba desierto. Los camareros fumaban sentados en torno a una mesita, en un lateral.

Las ventanas estaban abiertas de par en par. El viento agitaba los visillos.

Elegimos un rincón apartado. De camino a él, un jovenzuelo con una chaqueta plateada de poliéster detuvo a Fred. Mantuvieron una críptica conversación.

—Saludos.

—Mis respetos —respondió Fred.

—¿Cómo va el asunto?

—Nada, de momento.

El jovenzuelo, contrariado, levantó las cejas.

—¿Nada de nada?

—Nada en absoluto.

—Se lo he pedido por favor.

—Créame que lo lamento.

—Pero ¿puedo contar con ello?

—Sin duda.

—Esta semana me vendría de perlas.

—Lo intentaré.

—¿Me lo garantiza?

—No puedo darle garantía alguna. Pero lo intentaré.

—Producción extranjera, supongo.

—Por supuesto.

—Llámeme cuando lo tenga.

—Sin falta.

—¿Recuerda mi número de teléfono?

—Lamentablemente, no.

—Anótelo, por favor.

—Con mucho gusto.

—Aunque mejor que no toquemos el tema por teléfono.

—Estoy de acuerdo.

—¿Quizá pudiera usted pasarse directamente con la mercancía?

—Sería lo mejor.

—¿Recuerda la dirección?

—Me temo que no…

Y así siguieron.

Nos sentamos en un rincón alejado. En el mantel se advertían claramente las marcas dejadas por la plancha. Parecía un felpudo.

—Fíjese en el niñato ese —dijo Fred—. Hace un año me pidió una partida de delbanes con cruz…

—¿Qué son unos «delbanes con cruz»? —lo interrumpí.

—Relojes —explicó Fred—, pero eso es lo de menos… Le llevé la mercan­cía unas diez veces, y nunca compraba nada. En cada oportunidad improvisaba nuevas excusas. Final­mente, no hubo negocio. Yo me preguntaba: ¿de qué ira este tío? De repente comprendí que no quería comprar mis delbanes con cruz. Lo que quería era sentirse un hombre de negocios al que le urge adquirir una partida de mercancía de buena calidad. Lo que quería era pasarse la vida preguntándome: «¿Cómo va el asunto?»…

Una camarera anotó el pedido. Encendimos sendos cigarrillos.

—Y a usted, ¿no lo podrían meter en la cárcel? —expresé, con preocupación.

—Podría ocurrir —respondió Fred con calma después de meditar un ins­tante—. O que me vendiera mi propia gente —añadió, sin acritud.

—Y así las cosas, ¿no sería mejor dejarlo?

Fred se explicó, con gesto sombrío.

—En una época, trabajé de mozo de almacén. Vivía con noventa rublos al mes…

De repente, se puso en pie y gritó:

—¡Un repugnante número de circo!

—La cárcel no es mejor.

—¿Y qué? Carezco absolutamente de talento. Y tampoco tengo intención de partirme los cuernos en trabajos absurdos por noventa rublos… Eso me permitiría, digamos, meterme al coleto unos dos mil filetes de carne picada. Gastar veinticinco trajes gris marengo. Leer setecientos números de la revista Ogoniok. ¿Eso es todo? ¿Y tendré que morir sin haber dejado siquiera un rasguño sobre la corteza terrestre? ¡Cuánto mejor vivir, aunque sea un solo minuto, como un auténtico ser humano!

En ese momento nos trajeron de comer y de beber.

Mi nuevo amigo siguió filosofando:

—Antes del nacimiento, solo hay oscuridad. Y tras la muerte, oscuridad también. Nuestra existencia no es más que un granito de arena en las playas indiferentes del infi­nito. ¡Intentemos al menos no ensombrecer ese instante con pesadumbres y aburrimiento! Tratemos de dejar siquiera un rasguño sobre la corteza terrestre. Que los mediocres tiren del carro. No puede esperarse de ellos que culminen hazañas. Ni siquiera que cometan crímenes…

Estuve a punto de animarle a ello: pues, ¡hala! ¡A culminar hazañas! Pero me contuve. Al fin y al cabo, estaba bebiendo a su costa.

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