Evidentemente, no tiene objeto alguno seguir el hilo de esta fantasía, pues nos lleva a lo inconcebible y aun a lo absurdo. Si pretendemos representar espacialmente la sucesión histórica, sólo podremos hacerlo mediante la yuxtaposición en el espacio, pues éste no acepta dos contenidos distintos. Nuestro intento parece ser un juego vano; su única justificación es la de mostrarnos cuán lejos de encontrarnos de poder captar las características de la vida psíquica mediante la representación descriptiva.
Aún tendríamos que enfrentarnos con otra objeción. Se nos preguntará por qué recurrimos precisamente al pasado de una ciudad para compararlo con el pasado anímico. La hipótesis de la conservación total de lo pretérito está supeditada, también en la vida psíquica, a la condición de que el órgano del psiquismo haya quedado intacto, de que sus tejidos no hayan sufrido por traumatismo o inflamación. Pero las influencias destructivas comparables a estos factores patológicos no faltan en la historia de ninguna ciudad, aunque su pasado sea menos agitado que el de Roma, aunque, como Londres, jamás haya sido asolada por un enemigo. Aun la más apacible evolución de una ciudad incluye demoliciones y reconstrucciones que en principio la tornan inadecuada para semejante comparación con un organismo psíquico.
Nos rendimos ante este argumento y, renunciando a un ilustrativo efecto de contraste, recurrimos a un símil que, en todo caso, es más afín a lo psíquico: el organismo animal o el humano. Pero también aquí tropezamos con idéntica dificultad. Las fases precedentes de la evolución no subsisten en forma alguna, sino que se agotan en las ulteriores cuyo material han suministrado. Es imposible demostrar la existencia del embrión en el adulto; el timo del niño, sustituido por tejido conectivo durante la adolescencia, ha dejado de existir; es verdad que en los huesos largos del adulto podemos trazar el contorno del infantil; pero éste ha desaparecido al alargarse y engrosarse para alcanzar su forma definitiva. Por consiguiente, debemos someternos a la comprobación de que sólo en el terreno psíquico es posible esta persistencia de todos los estadios previos, junto a la forma definitiva, y de que no podremos representarnos gráficamente tal fenómeno.
Pero quizá vayamos demasiado lejos con esta conclusión. Quizá habríamos de conformarnos con afirmar que lo pretérito puede subsistir en la vida psíquica, que no está necesariamente condenado a la destrucción. Aun en el terreno psíquico no deja de ser posible - como norma o excepcionalmente- que muchos elementos arcaicos sean borrados o consumidos en tal medida, que ya ningún proceso logre restablecerlos o reanimarlos; además, su conservación podría estar supeditada en principio a ciertas condiciones favorables. Todo esto es posible, pero nada sabemos al respecto. No podemos sino atenernos a la conclusión de que en la vida psíquica la conservación de lo pretérito es la regla más bien que una curiosa excepción.
Así, pues, estamos plenamente dispuestos a aceptar que en muchos seres existe un «sentimiento oceánico», que nos inclinamos a reducir a una fase temprana del sentido yoico; pero entonces se nos plantea una nueva cuestión: ¿qué pretensiones puede alegar ese sentimiento para ser aceptado como fuente de las necesidades religiosas?
Por mi parte esta pretensión no me parece muy fundada, pues un sentimiento sólo puede ser una fuente de energía si a su vez es expresión de una necesidad imperiosa. En cuanto a las necesidades religiosas, considero irrefutable su derivación del desamparo infantil y de la nostalgia por el padre que aquél suscita, tanto más cuanto que este sentimiento no se mantiene simplemente desde la infancia, sino que es reanimado sin cesar por la angustia ante la omnipotencia del destino. Me sería imposible indicar ninguna necesidad infantil tan poderosa como la del amparo paterno. Con esto pasa a segundo plano el papel del «sentimiento oceánico», que podría tender, por ejemplo, al restablecimiento del narcisismo ilimitado. La génesis de la actitud religiosa puede ser trazada con toda claridad hasta llegar al sentimiento de desamparo infantil. Es posible que aquélla oculte aún otros elementos; pero por ahora se pierden en las tinieblas.
Puedo imaginarme que el «sentimiento oceánico» haya venido a relacionarse ulteriormente con la religión, pues este ser-uno-con-el-todo, implícito en su contenido ideativo, nos seduce como una primera tentativa de consolación religiosa, como otro camino para refutar el peligro que el yo reconoce amenazante en el mundo exterior. Confieso una vez más que me resulta muy difícil operar con estas magnitudes tan intangibles.
Otro de mis amigos, llevado por su insaciable curiosidad científica a las experiencias más extraordinarias y convertido por fin en omnisapiente, me aseguró que mediante las prácticas del yoga, es decir, apartándose del mundo exterior, fijando la atención en las funciones corporales, respirando de manera particular, se llega efectivamente a despertar en sí mismo nuevas sensaciones y sentimientos difusos, que pretendía concebir como regresiones a estados primordiales de la vida psíquica, profundamente soterrados. Consideraba dichos fenómenos como pruebas, en cierta manera fisiológicas, de gran parte de la sabiduría de la mística. Se nos ofrecerían aquí relaciones con muchos estados enigmáticos de la vida anímica, como los del trance y del éxtasis. Mas yo siento el impulso de repetir las palabras del buzo de Schiller:
¡Alégrese quien respira a la rosada luz del día!
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