Guillermo Fárber - Te vi pasar

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Todos han conocido alguna vez el amor. Tal vez la mayoría ha sentido la pasión en cualquiera de sus manifestaciones. El erotismo, no. Ésa es una práctica para pocos seres especiales, para espíritus sensibles, para jóvenes y adultos con una cierta cultura de la sensualidad y de la combinación de inteligencia con la agudeza de los sentimientos más profundos o con las terminales nerviosas más epidérmicas. Este libro es una prueba que el autor les pone a las mujeres frente a sus parejas y a los hombres frente a sus ilusiones de realización plena. Es un examen para quienes, desde los catorce años en adelante y quizás hasta los noventa, no han olvidado para que sirven los cinco sentidos. En el erotismo más antiguo, como en el de hoy, Fárber confirma que si no se utilizan todos y cada uno de ellos en ese gran momento, no hay erotismo real, sino rituales truncos o falsos.

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Ahí Martín sufrió un momentáneo titubeo: era la antesala de la verdad. Fernanda, que percibió su vacilación, hizo una lánguida señal con la mano: “Sube”.

Era el salvoconducto supremo y él evocó mentalmente el inocente alarde del valsecito peruano:

Mi sangre,

aunque plebeya,

también tiñe de rojo.

Manteniendo su languidez, Fernanda lo guió por los veri­cuetos de los aposentos privados, menos numerosos que am­plios, hasta entrar en lo que evidentemente era la recámara de ella, fiel reflejo de la levedad que sin remedio transmitía a todo cuanto la rodeaba. Absorto en Fernanda, apenas si captó Martín el ambiente general, vaporoso, de la habitación.

Lo que no pudo dejar de percibir fueron los espejos. Una profusión de espejos de todos tamaños, colgados, empotrados, remetidos, colocados, puestos, pegados, que creaban con su perpetuo intercambio de engaños un inquietante juego de pers­pectivas. Entre esa multiplicación de imágenes, dominaba la recámara en su centro, como un lujurioso altar de la molicie, una alta y enorme cama montada sobre una tarima de dos escalones y cercada por velos que descendían desde las alturas de un baldaquino de rebuscadas columnas salomónicas de madera.

Martín la depositó sin demasiadas ceremonias sobre el mullido edredón de plumas de ganso, y con un sofoco que ya no era solamente de pasión, la miró extasiado, todavía sin creerlo del todo. Recordó la sentencia de san Pablo, que tan eficazmente solía calmar su conciencia en tales ocasiones: “Los pecados de la carne serán perdonados, mas no los del espíritu”. Y él menos que nunca ponía en duda en tales mo­mentos la sabiduría teológica.

Ella, siempre sin abrir los ojos, levantó los brazos como en ofrenda y él entendió lo que quería decir. Tomó el borde infe­rior de la túnica y lo enrolló poco a poco, con manos ligeramente temblorosas, sobre el cuerpo que se fue arqueando a su paso. Bajo la túnica, sin transición de ropajes intermedios, estaba ella en estado de gracia. La piel tersa y de color unifor­me. La cintura estrecha, apretada. Las levantadas nalgas eran duras, pequeñas, y con una suave depresión en su cara exter­na. Los muslos, fuertes, pero no musculosos. Los senos, de cáliz de orfebre veneciano, no admitían otro adjetivo que el insatisfactorio, pero inevitable “turgentes”, y vibraban con firmeza siguiendo la cadencia pausada que Fernanda imponía al descubrimiento de su cuerpo. Y el velloncito minucioso, parejo, como trazado a regla, añadía al casi doloroso deseo de Martín, el puro deleite de la contemplación: “Tu vientre, un montón de trigo cercado de violetas; los dos pechos tuyos como dos cabritos mellizos de una cabra”.

Era la clase de cuerpo compacto, él lo sabía muy bien, que no viene tan sólo de la relativa juventud, los genes selectos y las proteínas abundantes desde la cuna, sino también de la discipli­na y el ejercicio implacable. Estaba enterado de que ella iba al gimnasio con frecuencia, pero nunca sospechó que lo tomara tan en serio.

El olor de su desnudez era a cosa fresca, a fruta sin cortar, a aparato electrónico recién desempacado. Mientras Fernanda mantenía los ojos cerrados y se arqueaba calmosamente sobre la cama como gata golosa, Martín adivinó de algún modo lo que ella deseaba y comenzó a recorrerla entera con la lengua.

De pronto, al levantar la vista mientras lamía el tobillo, su mirada tropezó consigo misma: la base inferior del dosel, es decir el techo de la cama, era un gran espejo que no podía ser, como acaso los demás, para la práctica de la vanidad, sino para las artes del amor. Y desde ese nuevo ángulo, la arrebatadora belleza de Fernanda resultaba aún más enajenante. Martín no quiso especular de quién podría haber sido la idea sorprendente de tan obvia; simplemen­te la agradeció desde el fondo de su corazón.

Ésa era para Martín la prueba de fuego de toda experiencia: si lograba capturarla en el aquí-y-ahora. Porque siempre su mente tendía a fugarse, a separarse de lo que él estuviera haciendo, para juzgar y evaluar el acto desde la fría distancia del pensamiento, en vez de actuarlo simple, espontáneamente. Sus clases de budismo zen le prevenían enfáticamente contra ese perverso desvío de la atención. Tienes que concentrarte, le decían una y otra vez, en lo que estás haciendo, sea lo que sea. Todo tu ser debe estar en lo que estás, o no estás en ninguna parte.

En ese momento, en ese lugar, que eran todo el tiempo y todo el espacio, él estaba con Fernanda, y por una vez parecía estar logrando la concentración absoluta en el acto presente.

En esa cama, se dijo, instante por instante comenzaban y terminaban el universo y la eternidad. Y al momento se dio cuenta de la contradicción: otra vez estaba pensando lo que estaba haciendo, no lo estaba haciendo sin más. Se exigió, abatido, borrar toda idea, poner su mente en blanco y hundirse entero en la experiencia. ¡Pero ya! Y se puso talmúdico: Si no él, ¿quién? Si no entonces, ¿cuándo?

Sin interrumpir el meticuloso recorrido de su lengua por las inacabables sinuosidades del cuerpo que se cimbraba como bambú al paso de la caricia, Martín fue despojándose de sus ropas con movimientos bastante desaliñados, pero eventualmen­te efectivos, hasta que su desnudez acompañó a la de Fernanda en el estanque ilusorio del espejo en el dosel.

Se dejó sin embargo los gruesos lentes de fino arillo metáli­co, porque quitárselos era tanto como sacarse los ojos. Al ver su propio cuerpo reflejado arriba junto al otro espécimen soberbio, debió Martín reconocer que no obstante su pasado no tan remoto de gimnasta universitario, y a pesar de las dietas, los ayunos y los trotes diarios que lo conservaban en un estado físico superior al normal de su edad, no eran ellos dos animales comparables.

Ante la deslumbrante turgencia de carnes y perfección de líneas de Fernanda, su propia figura con lentes justificaba el concluyente dictamen del espejo: no eran, él y ella, animales equivalentes. Ya ni siquiera sus glúteos, construidos en la última adolescencia a punta de ejercicio implacable, y antaño reputados como “sexys” por algunas amigas de buena volun­tad, eran lo que habían sido.

En muchos aspectos había él llegado tarde a Fernanda. Unas mil canas y desveladas tarde; cientos de libros y botellas tarde; docenas de frustraciones y colesteroles tarde; dos o tres arrugas y gonorreas tarde.

Su mente había olvidado muchos de esos agravios, pero su cuerpo guardaba, en testimonio de un deterioro acumulado, eficaz memoria de todos y cada uno de ellos. Era, en fin, ese cuerpo sombra de aquel otro menos dañado, el que había conservado encendido un fuego ante el altar de Fernanda, y el que ahora llegaba como buenamente podía a esa cita tan largamente deseada.

Pero él sabría, se prometió recuperando el ánimo, compen­sar con ardor, con experiencia, con entrega, lo que ella le aventajaba en estética. Así que redobló la demora, la tardanza provocativa y esmerada de su lengua en cada milímetro del cuerpo fogoso que comenzaba ya claramente a acelerar sus ondulaciones.

Aspirando con fruición los diversos aromas de cada región de la piel explorada, Martín empezó a entender la maliciosa sabiduría de los espejos repartidos por la recámara. Desde la cama, y solamente desde ella, se descubría que la distribución de los espejos no era caprichosa. Estaban perfectamente orien­tados para crear en su conjunto una escenografía despiadada y simultánea, desde todos los ángulos posibles, de cuanto en la cama ocurría. Así, formaban una suerte de ojo de mosca del erotismo doméstico, una especie de foro a la impudicia, dise­ñado para el exclusivo solaz de los ocupantes de ese mullido tabernáculo de voluptuosidad. Lo cual le hizo recordar aquella falsa cita de Borges sobre lo abominables que son la cópula y los espejos, porque multiplican y divulgan el visible universo, que es una ilusión o más precisamente un sofisma.

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