Guillermo Fárber - Te vi pasar

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Todos han conocido alguna vez el amor. Tal vez la mayoría ha sentido la pasión en cualquiera de sus manifestaciones. El erotismo, no. Ésa es una práctica para pocos seres especiales, para espíritus sensibles, para jóvenes y adultos con una cierta cultura de la sensualidad y de la combinación de inteligencia con la agudeza de los sentimientos más profundos o con las terminales nerviosas más epidérmicas. Este libro es una prueba que el autor les pone a las mujeres frente a sus parejas y a los hombres frente a sus ilusiones de realización plena. Es un examen para quienes, desde los catorce años en adelante y quizás hasta los noventa, no han olvidado para que sirven los cinco sentidos. En el erotismo más antiguo, como en el de hoy, Fárber confirma que si no se utilizan todos y cada uno de ellos en ese gran momento, no hay erotismo real, sino rituales truncos o falsos.

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Los contrastes resultantes de la remodelación eran eviden­tes. Desde el vetusto portón de entrada, sólido como para resistir embates de ariete, y que se abría con un mecanismo electrónico, todo parecía ideado para desconcertar al visitante habituado a que las cosas de un mismo lugar fueran congruen­tes con un solo tiempo. La pilastra-nicho plateresca, robada de algún convento de La Laguna, mostraba al exterior, tras unos gruesos barrotes previsores del vandalismo callejero, la escueta rejilla del interfón en el lugar donde antaño seguramente estu­vo una virgen de serena factura. La alberca con solarium, bajo su estructura de aluminio y cristal de plomo, resaltaba entre la minúscula capilla posa de la esquina, las verandas encortinadas del comedor y la fuente de piedra empotrada en forma de concha venera donde una sirena eternamente tocaba la guitarra entre foliaciones barrocas y tritones barbados. Allá en el fon­do, la cascada artificial conducía su danza de aguas purificadas entre enormes peñascos de utilería de concreto, musgos de vinil y palmeras de verdad. En el amplio vestíbulo de piso de Talavera, un robusto facistol de cuatro caras, robado de una iglesia del Bajío, ya no sostenía biblias ni misales sino revis­tas, periódicos, la correspondencia del día, la lista de las com­pras encargadas al chofer. Y detrás de las cornisas exteriores del segundo piso, semi-oculta entre la simetría de unos remates austeros y unas gárgolas estrictas, el inconfundible perfil de la antena parabólica recordaba que, después de todo, éstos eran, en efecto, los tiempos de la masa.

En las anteriores ocasiones en que había estado en esa casa, desde su reinauguración hacía más de un año, Martín había husmeado cuanto había podido por todos los rincones del jardín, por las construcciones anexas para el servicio, por la planta baja y el húmedo sótano. Había percibido o imagi­nado, muy tenues, las vibraciones de existencias transcurridas dentro de esos muros, unas algo venturosas, la mayoría desdi­chadas. Había valorado el gasto colosal invertido en esa remodelación que más parecía la reafirmación de un orgullo que la restauración de un hogar. Había disfrutado el discreto encanto de la cantera atravesada por cables coaxiales; del azulejo mon­tado en aleaciones insólitas que amortiguaban los movimientos sísmicos; del adobe penetrado por bien disimuladas vigas de acero que multiplicaban su resistencia en puntos clave; de la añosa piedra de los muros, recorrida en sus intersticios más angostos por los sutiles alambres del sistema de alarma; de la luz infrarroja para secarse las manos en los baños de visitas, reflejada en antiguos emplomados de catecismo barroco y elemental.

Pero jamás había subido la monumental escalinata rumbo a las habitaciones de la planta alta, el ámbito privado, el lugar donde en realidad ocurrían o no ocurrían las cosas. En ese lugar intrigante pensaba cuando, haciendo una profunda aspira­ción, tocó el timbre incrustado en la pilastra-nicho. Al hacerlo, brotó en su memoria el verso de un bolero surrealista cuya exacta puntuación él nunca había podido desentrañar:

En el joyel de oro

de mis recuerdos eres.

Mientras esperaba recordó que el paraíso musulmán prome­te a cada varón un contingente de ochenta mil huríes siempre vírgenes y siempre dispuestas para su uso exclusivo; y una potencia sexual inextinguible para atender como Dios manda rebaño tan abundante. Pero él desconfiaba de las promesas religiosas. De todas las promesas, de todas las religiones. Aunque no se oponía de ninguna manera a la compilación administrativa de recibir después de la muerte su correspon­diente hato de ochenta mil ovejas complacientes, pensaba que nada malo podía haber en ir tomando en esta vida cuantas se fueran pudiendo, a cuenta del premio mayor. Y en cuanto a la pure­za, tenía la consoladora teoría de que todas las mujeres de la tierra eran de hecho vírgenes mientras no lo conocieran a él. Lo cual era estrictamente cierto. Para él.

5

La voz que llegó por el interfón era la de ella, y fue ella misma quien acudió a abrirle la puerta. Estaba deslumbrante, como siempre, pero quizás había llorado, y su atuendo era de intimidad. Unas incipientes ojeras, en el rostro limpio de maquillaje, le daban un cierto aire de Dolorosa medieval, y su esbelta silueta se recortaba en contornos difusos contra las penumbras del jardín antiguo sobre el que comenzaba a caer la noche.

De ser interrogado por el adjetivo que mejor describía a Fernanda, Martín habría contestado sin vacilar: distinguida. Y en ese momento de revelación, envuelta en una pálida y ligera túnica que ondeaba levemente, su distinción adquiría un cierto aire fantasmal: “¿Quién es ésta que se descubre como el alba?”

Confundido en sus entrañas como no recordaba haberlo estado nunca, Martín cerró lentamente la puerta a sus espaldas e intentó el principio de una torpe plática convencional. Ella no dio muestras de escucharlo. Mirándolo a los ojos, impávi­da, como hablando desde el fondo de un túnel, pronunció con mucha suavidad la frase que volvía superflua cualquier otra palabra.

“No hay nadie” dijo, y Martín no necesitó más para enten­der en un flamazo que ceder a la tentación es siempre un acto de humildad.

6

Al escuchar la perentoria declaración de una Fernanda conteni­damente febril, Martín sintió un violento hervor de su sangre en la palma de las manos, en la nuca, en la garganta, en toda su piel al mismo tiempo. Todavía vaciló un instante infinitesi­mal en el que se conjugaron todas las dudas de su existencia, y luego se abalanzó sobre ella, con un jadeo sordo de animal sofocado. Abarcó con un abrazo furioso los gráciles y firmes contornos del cuerpo apenas cubierto por la seda, e incrustó el rostro en el pelo negrísimo y oloroso a milenios de tentación.

Acaso complacida por la ruda vehemencia, Fernanda le indicó, con suavidad en la voz y languidez en el cuerpo, la primera norma de conducta.

—No —murmuró dejándose estrujar pasivamente por el abrazo—. Aquí no.

Martín, sintiendo que le explotaba la fiebre en el pecho, no supo ni le importó saber si estaba de acuerdo. Lo único en que pudo pensar fue en la desesperada urgencia de llegar inmedia­tamente a donde fuera “aquí sí”

Movido menos por un impulso romántico, ciertamente im­propio de él, que por la necesidad imperiosa de no perder el contacto con ese cuerpo tan esperado, Martín la alzó en brazos y echó a andar a grandes trancos hacia la casona en penumbras que parecía contemplar la escena con la displicencia de quien ya lo ha visto todo..

Fernanda cedió a ese gesto febril como antes al abrazo sin compartirlo del - фото 4

Fernanda cedió a ese gesto febril como antes al abrazo, sin compartirlo del todo ni resistirlo en absoluto. Pasó los brazos indolentes por el cuello de Martín, cerró los ojos en un abandono sin reservas, y un principio de sonrisa pareció esbozarse en su rostro perfecto. La espesa mata de su cabellera acarició el rostro de Martín y ondeó al viento como una gloriosa bande­ra de liberación.

Cruzó como un ciclón el jardín, provocando rumores de rocío a su paso, y penetró en la casa por la puerta principal, que no se distrajo en cerrar. Atravesó el vestíbulo, el corredor abovedado, la sala de recibir, la sala del piano, y desembocó resoplando en el salón de los antepasados, espacioso galerón desde el cual tres docenas de aburridos óleos de los Cuatro Apellidos y Algunos Más atestiguaban el arranque hacia las alturas de los escalones de mármol, de amplia huella y escaso peralte, entre gruesos barandales de hierro forjado con roseto­nes de bronce encajados en los huecos de las caprichosas volu­tas.

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