Guillermo Fárber - Te vi pasar

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Todos han conocido alguna vez el amor. Tal vez la mayoría ha sentido la pasión en cualquiera de sus manifestaciones. El erotismo, no. Ésa es una práctica para pocos seres especiales, para espíritus sensibles, para jóvenes y adultos con una cierta cultura de la sensualidad y de la combinación de inteligencia con la agudeza de los sentimientos más profundos o con las terminales nerviosas más epidérmicas. Este libro es una prueba que el autor les pone a las mujeres frente a sus parejas y a los hombres frente a sus ilusiones de realización plena. Es un examen para quienes, desde los catorce años en adelante y quizás hasta los noventa, no han olvidado para que sirven los cinco sentidos. En el erotismo más antiguo, como en el de hoy, Fárber confirma que si no se utilizan todos y cada uno de ellos en ese gran momento, no hay erotismo real, sino rituales truncos o falsos.

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Pero esto era algo mucho más raro que un terremoto. Se trataba de una dama, especie prácticamente extinta del Jurásico dorado. De manera que aflojó el paso en su honor, mirándola con fijeza: el talento rindiéndose a la belleza.

De pronto, como un lancetazo en el rincón más íntimo de la memoria, un destello de sospecha le atravesó la mente. Al acortarse la distancia la sospecha se convirtió en turbación, y la turbación en sorpresa.

Sí, era ella.

Ella, ocho años después, ocho siglos más bella, ocho megatones más sugerente. Martín detuvo en seco su trote metros antes de alcanzarla y esperó, menos jadeante que azorado, a que terminara de encontrarlo el destino. Fernanda empujaba una sofisticada carreola de bebé que más bien parecía un modelo en miniatura de un módulo lunar. El resto de su porte hacía juego: impecable, original, caro. Pero no vestía de blanco, como el deslumbramiento le había hecho creer a Martín en un principio, sino de varios tonos de gris claro sabiamente combinados. Al levantar la mirada y verlo, ya muy próximo, ella lo reconoció al instante y sus rasgos exquisitos se iluminaron con una sonrisa de rostro completo. Él sintió como un escopetazo de algodones en el esófago. Fue un encuentro breve, en el que sólo habló ella. De lo obvio: su marido, llamado Rogelio, sus dos bebés, su casa: la charla previsible de una mamá flamante cuyo horizonte de preocupaciones comenzaba en la oportunidad de una vacuna y terminaba en la higiene de una papilla.

Todavía Dios protege la inocencia, pensó Martín, en los minutos en que oyó sin escuchar la vida y milagros de las dos musarañas ajenas, las dos carnitas de su carne producidas por su añoranza imposible. Minutos que Martín no sintió pasar, mientras se le enfriaban a lo salvaje los músculos de las pier­nas, el incipiente sudor de las sienes era absorbido por la cinta de apache en su cabeza, y el pulso, alterado menos por el esfuerzo que por la emoción, regresaba con disciplina a su fre­cuencia normal.

Cuando Fernanda terminó el recuento descriptivo de sus dos engendros ahí presentes, irremediablemente comenzó el retrato épico del papá de los engendros, por fortuna ausente. Martín se quedó en que era un hombre divino, muy sencillo a pesar de su estirpe aristocrática, con cuatro larguísimos apellidos de tal abolengo que era imposible no decirlos completos. Por lo cual, sin un gesto que traicionara su pensamiento, bautizó in pectore al miserable, en ese momento y para siempre, como Rogelio Cuatro.

Y así siguió Fernanda otro largo rato, en un tiempo agrade­cido por Martín, segundo a segundo, detallando el inventario de nimiedades que una mujer más o menos recién casada conside­ra definitorias de su existencia. Pero Martín puso oídos sordos a todo ese caudal informativo, y el único dato descriptivo que guardó del usurpador fue uno que ella no mencionó explícitamente, pero que se infería sin remedio: al canalla del marido se le salía el dinero por las orejas.

Fue un parloteo, en suma, tan trivial que sólo impresionó a Martín por el tono socarrón de quien lo decía. Evidentemen­te algo valioso e inquietante latía por debajo de ese disfraz cotidiano y previsible. Había un espíritu por ahí, una rebeldía refrenada, algún anhelo en espera.

Hasta que vino, como la apertura súbita de una ventana a la playa de un mediodía cegador, la oportunidad imprevista: ellos, dijo Fernanda, estaban provisionalmente en esa colonia, en el penthouse prestado por un amigo de su esposo, mientras los arquitectos terminaban de remodelar la casa familiar. ¿Por qué no iba cualquier día de éstos a cenar? Seguramente Rogelio y él se caerían bien, y a ella le encantaría recordar la época tan agradable que habían pasado juntos en la universidad.

Sin confesar que la última frase él la habría por lo menos matizado con media docena de asegunes, Martín propuso, titubeante y puramente al azar, una fecha para una semana después, que ella aceptó con la parsimonia de quien se sabe dueño absoluto de su entorno.

Al verla alejarse al frente de una estela de enigmas, Martín evocó la estrofa de Agustín el inmortal:

Quisiera el sortilegio

de tus verdes ojazos

y el nudo de tus brazos,

Señora Tentación.

2

En los años transcurridos desde aquel encuentro providencial, Martín los visitó con cierta frecuencia, siempre mediante invitación expresa y siempre procurando sepultar entre cinis­mos e indiferencias —y él invariablemente temía que sin éxi­to— las frenéticas turbaciones que la cercanía de Fernanda le despertaba sin remedio.

A lo largo de esas visitas, paradójicamente, amistó con Rogelio y se estrelló con Fernanda. Él lo dejaba llegar; ella se parapetaba en su disfraz —que cada vez Martín sospechaba más falso y endeble— de señora-joven-tonta-pero-insulsa.

En el decurso de ese paciente y solapado cortejo, varias veces la observó mientras estaba desprevenida y advirtió en ella algunas reacciones espontáneas, palabras sueltas, gestos distraídos, reveladores de una realidad abismalmente distinta de la máscara anodina que mantenía por educación, por cos­tumbre, por recelo, quién sabe por qué. Al instante retomaba ella su careta de insípida profesional, pero él fue guardando esos indiscretos atisbos en su memoria como indicios de que la hermosa mujercita no se agotaba en la trivial apariencia. Poderosas corrientes se agitaban en el fondo de ese aparente lago suizo, y el tufo abominable del desperdicio vital se insi­nuaba en Dinamarca.

En virtud de esas señales dispersas —que él fue coleccio­nando cual codicioso gambusino de promesas enmascaradas, aparentando en todo momento una indiferencia que le producía un extraño deleite—, al cabo estuvo Martín convencido de la existencia, en las honduras de Fernanda, de un hervidero de ansiedades en espera de una grieta en la costra para derramarse como lava por la superficie del decoro y la formalidad.

Eran esas ansiedades, quiso él creer, el origen de la orden escueta: “Ven”, y quiso en ese momento, extasiado, creer que en efecto:

Si nos dejan,

haremos un rincón

cerca del cielo.

3

Con esa absurda idea, con esa loca esperanza en mente, mo­viéndose a velocidades desusadas en él, Martín se puso su mejor chaqueta de gamuza, sirvió en el patio la copiosa ración para el fiel de Schopenhauer, llamó por teléfono a Robelo para avisarle que una vez más lo iba a usar de tapadera con Gabrie­la, con quien era miembro fundador y presidente vitalicio de ammasijos: Asociación Méxicana de Matrimonios Sin Hijos, y garrapateó con su lasallista caligrafía de rasgos arcaicos una nota que fijó con un imán en forma de fresa en la puerta del refrigerador: “Fui con Robelo. Un enredo. Me tardo”.

Nunca pudo imaginarse Martín cuán proféticas iban a resul­tar esas palabras, mientras cerraba con llave la puerta de la calle y tarareaba una deliciosa samba argentina que le ense­ñaron con aceptable puntualidad dos desinhibidas azafatas con las que había pasado hacía poco un alucinante fin de semana en ménage à trois:

No tengo miedo al invierno,

con tu recuerdo lleno de sol.

4 La casa familiar a que tan casualmente se había referido Fernanda en su - фото 3

4

La “casa familiar” a que tan casualmente se había referido Fernanda en su primer encuentro, era una mansión colonial sobreviviente del pueblo de Tacubaya, oculta tras un espeso y alto muro forrado de hiedras añejas. La construcción, renova­da de piso a techo para conjugar los generosos espacios de los siglos pasados con las últimas comodidades tecnológicas, conservaba casi intacta el aura de tiempos más estables y felices, anteriores a la rebelión de las masas.

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