Guillermo Fárber - Te vi pasar

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Todos han conocido alguna vez el amor. Tal vez la mayoría ha sentido la pasión en cualquiera de sus manifestaciones. El erotismo, no. Ésa es una práctica para pocos seres especiales, para espíritus sensibles, para jóvenes y adultos con una cierta cultura de la sensualidad y de la combinación de inteligencia con la agudeza de los sentimientos más profundos o con las terminales nerviosas más epidérmicas. Este libro es una prueba que el autor les pone a las mujeres frente a sus parejas y a los hombres frente a sus ilusiones de realización plena. Es un examen para quienes, desde los catorce años en adelante y quizás hasta los noventa, no han olvidado para que sirven los cinco sentidos. En el erotismo más antiguo, como en el de hoy, Fárber confirma que si no se utilizan todos y cada uno de ellos en ese gran momento, no hay erotismo real, sino rituales truncos o falsos.

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Unos cuantos minutos más duró ese entretenimiento, hasta que la evolución natural de las circunstancias condujo a Martín a la decisión fría, cerebral y objetiva, aunque un tanto bruscamente ejecutada, de sustituir como huésped de la concha ma­nual, el índice impositor por la real thing para depositar otro grano de arroz en su íntimo reloj de aquella noche ceremonial. Como dijera el poeta tropical:

Me enredaste en la malaria

de tu amor.

Al concluir el nuevo furor en los jadeos usuales, pensó Martín con satisfacción que había sido, como todos los anterio­res, un digno encontronazo: lo que se llama en criollo echarse un buen brinco o un cañazo de padre y señor mío. Y una vez más pudo él mantener la reserva de licor viril debidamente embotellada en la cava inferior de sus testículos tumefactos, donde continuó añejándose como dictan los cánones vitiviníco­las.

En ese descanso recordó a ciertos amigos suyos que presumían de nunca haber pagado por coger. Ilusos: siempre se pagaba por coger. Lo único discutible era cuánto y en qué moneda: en tiempo, en paciencia, en mentiras, en ansiedades, en olvidos.

Como advierte el moreno:

En este mundo tan profano

quien muere limpio

no ha sido humano.

19

Fue justo al terminar ese nuevo encuentro cuando sonó el teléfono, Fernanda disminuía poco a poco las ondulaciones de su cuerpo y Martín resoplaba como infartado con la cara hun­dida en un almohadón, orgulloso y a la vez asustado de haber podido contener una vez más, mediante un esfuerzo supremo, el segundo desembarco de sus tropas conquistadoras. Fue justo en ese momento íntimo, habitual, cercano, que contra todos los pronósticos y contra todos los deseos sonó el teléfono.

Martín levantó abruptamente la cabeza del almohadón, pero no tuvo que mirar a Fernanda para conocer su conjetura. Eran las tres o cuatro de la madrugada. Debía de ser Rogelio. Tenía que ser Rogelio. Solamente podía ser Rogelio. Más valía que fuera Rogelio.

Fernanda interrumpió de golpe su ya declinante balanceo y clavó la vista en el espejo del techo. Alzó imperativamente su mano derecha y sin mirarlo le dio instrucciones rápidas.

—No contestes —dijo casi cuchicheando—. Es normal que hable a estas horas cuando anda de viaje. Está puesta la grabadora. Pon atención.

Al tercer timbrazo, la grabadora tomó el control y se escu­chó, después de una fecha y hora cavernosas de fábrica, la voz de una Fernanda ingenua, casera, anodina, la voz de la Fer­nanda doméstica enterrada para siempre en las voluptuosidades de esa noche de epopeya. “Hola —decía el infernal aparato—. Me da gusto que me llames, pero en este momento no estoy en casa o estoy dormida o no tengo ganas de contestar. Tú me entiendes, ¿no? Al escuchar la señal, por favor deja tu nombre, mensaje y número de teléfono. En cuanto pueda y quiera, me comunicaré contigo. Gracias. Chaíto.” Sonó luego el zum­bido para grabar, y después la voz de quien llamaba.

En efecto, era Rogelio. Para un oído no entrenado, su voz podía parecer la de un individuo perfectamente sobrio y en dominio absoluto de sus facultades. Para Martín, que de eso sabía cuanto debe saber un hombre de mundo, era la de un vago rescatado de los precipicios de la juerga por una oportuna dosis de talco levantamuertos.

—Está acostumbrado a que le conteste la grabadora cuando habla muy noche —le explicó ella a Martín mientras Rogelio le protestaba su amor desde un rincón privado de alguna suite foránea y le enviaba apasionados recuerdos, saludos y besos y le prometía regresar cuanto antes llevándole un regalito que estaba seguro le iba a gustar.

Una suave grieta había surgido en el entrecejo de Fernanda.

—Parece normal —dijo ella sopesando cada palabra—, pero no sé, lo siento extraño. No suena como siempre.

Martín no dijo nada, pero también olfateó algo raro en esa llamada. Algo había en el tono, en las palabras, en algo. Algo en alguna parte le avisaba que no todo era normal en ese gesto de rutina de Rogelio.

Una virtud principal de todo vago que se respete —como lo eran ambos sin duda: vago rico Rogelio y vago pobretón él—, es un refinado sistema de alarma por intuición. En ese instante, antes que Rogelio terminara de grabar su vehemente men­saje, las sirenas de alarma de Martín comenzaron a emitir un tenue, pero inconfundible silbido: peligro en el horizonte.

Era el otro riesgo de la cacería amatoria que glosara Nico Membiela:

Cien mujeres gozaron mis favores

y todas, por infiel,

me han olvidado.

20

En el otro extremo de la línea, en rigurosa simetría de sensibi­lidades, el otro vago captaba al mismo tiempo la misma impal­pable anomalía. Todo había sido exactamente igual que siem­pre, pero algo indefinible no había sido exactamente igual que siempre. Haciendo un esfuerzo para dominar su repentina, inexplicable inquietud, Rogelio Cuatro terminó de dictar su mensaje acostumbrado, en su habitual tono ligero, a la silen­ciosa máquina que en aquel otro mundo doméstico y respetado servía de secretaria sin sueldo a su mujer.

De repente, un segundo después de cortar la comunicación, el confuso desasosiego que había surgido de algún recóndito sótano de su mente y que aún no llegaba a concretarse en pensamientos, fue bruscamente interrumpido por una voz acalambrantemente melosa.

—Honey —dijo la rubia apoyada en el marco de la puerta—, won’t you take care of me?

Su escasa y estrafalaria ropa interior y su estudiado gesto de niña desamparada hacían juego perfecto con la chabacana decoración de dorados, columnas jónico sicótico, espejos inacabables e injustificados, espesos terciopelos rojos y már­moles ostentosos de esa habitación en el piso 23 de un edificio construido en el desierto.

Rogelio Cuatro, a quien el mal gusto no le molestaba, siem­pre y cuando fuera cabal, congruente y desvergonzado, puso al instante su mejor rostro de fiestero profesional y pensó que decididamente había mujeres con suerte en este planeta: de haber pronunciado una sola palabra cinco segundos antes, ese magnífico retazo de bacalao noruego estaría en ese preciso momento en el elevador, cubriendo como pudiera las muchas áreas libres de su piel con el resto de su ropa entre las manos, un puñado de billetes verdes incrustados de cualquier modo en el brasier, y una cordial invitación a no volver a pararse frente a él en el resto de su vikinga existencia.

—Sure baby —respondió con una ancha sonrisa—. I’m coming.

Pero su mente estaba en otra parte.

21

De regreso del baño ella emprendió lo que llamaba su particu­lar Feria de Vanidades. Consistía en un ceremonioso desfile a lo largo de su corte de espejos, para contemplarse morosamen­te en uno tras otro, desde diferentes ángulos, combinaciones, distancias, perspectivas. Mientras ella cumplía con el rito, le pareció a Martín que su deslumbrante figura desnuda ejecutaba una especie de ballet de ofrendas a la belleza gratuita y arbitra­ria.

—No te equivoques —explicó ella de pronto—. No es tanto que me guste verme en ellos, sino que me tranquiliza su fideli­dad. No sabes cuánto, cuánto me tranquiliza. De todos tus amigos y enemigos, el espejo es el único que te es siempre leal. Tú puedes engañarte con lo que ves, si quieres, pero no es culpa suya. Él te dice exactamente cuánto te vas muriendo cada día, cómo te estás arrugando, cuándo nace cada estría, cómo avanza la celulitis, de qué manera se te comienzan a colgar las carnes, qué gesto tienes realmente hoy. Esa honra­dez a toda prueba me da una sensación de seguridad, de estabi­lidad, de que por lo menos algo en el mundo persiste en decir la verdad. Es confiable, es… tranquilizante.

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