Guillermo Fárber - Te vi pasar

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Todos han conocido alguna vez el amor. Tal vez la mayoría ha sentido la pasión en cualquiera de sus manifestaciones. El erotismo, no. Ésa es una práctica para pocos seres especiales, para espíritus sensibles, para jóvenes y adultos con una cierta cultura de la sensualidad y de la combinación de inteligencia con la agudeza de los sentimientos más profundos o con las terminales nerviosas más epidérmicas. Este libro es una prueba que el autor les pone a las mujeres frente a sus parejas y a los hombres frente a sus ilusiones de realización plena. Es un examen para quienes, desde los catorce años en adelante y quizás hasta los noventa, no han olvidado para que sirven los cinco sentidos. En el erotismo más antiguo, como en el de hoy, Fárber confirma que si no se utilizan todos y cada uno de ellos en ese gran momento, no hay erotismo real, sino rituales truncos o falsos.

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—Nada importante, al menos —aclaró—. Esto lo hago desde niña. Entonces yo pensaba que así podría meterme en los agujeros estrechos que aparecen en todos los cuentos de hadas. Quería poder irme siempre por donde cayó Alicia en el País de las Maravillas. No quería quedarme fuera de la cueva de los tesoros a la que se entra por una angosta grieta. O ato­rarme en el hoyo del árbol por el que solamente caben las ardillas y que es en realidad la puerta de la casa de Merlín. Por eso hoy sigo lista para cuando por fin me encuentre con el agujero que lleva a la magia.

Se puso de pie en la cama, muy derecha, viendo al frente, y juntó sus hombros hacia adelante hasta que éstos se tocaron y sus brazos cayeron libremente hacia abajo, pegados al cuer­po, haciendo que su torso pareciera un cilindro compacto y fino, como un misil listo para ser disparado.

—Para los que saben de esto —continuó—, es evidente que mi rutina es reducida, pero lo que hago lo hago bien y en todo caso creo que sería bastante para entrar en ese agujero fantástico que todavía espero encontrar algún día. ¿Tú sabes algo del nombre y ancestral arte del contorsionismo?

—N. P. I.

—¿Perdón?

Él se puso serio y miró a su alrededor con desconfianza.

—N. P. I. —repitió con gravedad— es una de las contrase­ñas principales en el código de la cia. Top secret.

—¿De la cia? —repitió ella, suspicaz—. Y significa… Martín se acercó más a ella y bajó la voz para transmitirle el secreto.

—Ni Puta Idea —murmuró.

Ella movió la cabeza con solemne gesto de conspiradora para indicar que había comprendido. Y, en seguida, como para demostrar que había en la vida ocupaciones menos estériles que jugar con las palabras, culminó su demostración física formando con su cuerpo encima de Martín, apoyándose en las puntas de los pies y en los codos, una especie de pagoda. Una fascinante pagoda de erotismo que él no había visto jamás, ni siquiera en fotografías de los explícitos templos de la India central.

Ante aquello, Martín decidió que le importaban un rábano tanto los idiotas agujeros de Merlín y de Alicia, como las limitaciones técnicas de ella como contorsionista. Para él, con esa pagoda y nada más con ella, Fernanda quedaba consagrada para siempre como diosa suprema de la voluptuosidad plástica.

Al pensarlo, se inclinó ligeramente hacia adelante y en una especie de homenaje litúrgico tocó apenas, con la punta de la nariz, el hendido y palpitante vellón que así se ponía a su alcance y que era sin duda el centro de gravedad de la escultura formada por el cuerpo doblegado de Fernanda. La mujer, se dijo, es el centro del universo, y su centro es el centro del centro: ahí cabe Dios entero, sin frío.

Y no intentó acercarse más Martín porque tan sólo con el esfuerzo realizado ya - фото 8

Y no intentó acercarse más Martín, porque tan sólo con el esfuerzo realizado ya se le estaba anunciando la posibilidad de un calambre en la parte baja de la espalda.

—Practico diario —explicó ella cuando regresó a su postura normal de maja relajada—. Mi maestro de gimnasia es también yogui.

Le dirigió una de esas abismales miradas suyas.

—¿En qué piensas?

—En cuánto te debía el destino —contestó Martín, sobándo­se las entumecidas rodillas— que conmigo te pagó. De veras me parece extraordinario lo que puedes hacer con tu esqueleto.

Y se mordió los labios para reprimir la ingenua, ofensiva, lacerante pregunta de a quién más había ofrecido esa exhibi­ción. Por alguna razón que no entendió y prefería no averi­guar, sintió que necesitaba urgentemente unos minutos de soledad.

—¿Puedo —inquirió— husmear un poco por acá arriba?

—Husmea todo lo que quieras. Pero ten cuidado. Hay va­rios detectores electrónicos de machos foráneos, ocultos donde menos te lo imaginas. Si te descubren, una cimitarra turca descenderá de lo alto como guillotina o saldrá de un muro como serpiente, y te castrará con la eficacia de un cirujano. Si eso ocurre, te suplico limpiar muy bien la sangre, depositar en la basura las gónadas ya inservibles, tomar tus ropas e irte discretamente. Si algo no hace falta en esta casa, es un eunuco.

—Oh, no te preocupes por eso —dijo él, levantándose y poniendo su mejor cara de Inspector Mongol—, la curiosidad nunca ha tenido sexo.

15

Fue en cierto modo un recorrido decepcionante. Nada que no hubiera imaginado o intuido de alguna manera. La misma calidad en todo, el mismo orden, la misma limpieza, la misma edad apabullante resanada con millones nuevos de inversión. A pesar de la penumbra lunar y de su propia calidad de intruso desnudo, nada parecía ofrecer un especial interés. Además, nada reflejaba cabalmente a los habitantes actuales de la casa, sino al linaje. Como que en esa casa ya no vivían personas concretas sino alcurnias.

Ni siquiera la recámara de Rogelio Cuatro, ciertamente un caso extremo de individualismo feroz, parecía totalmente suya. Como un poco demasiado sutil, un poco demasiado adusta, un poco demasiado no él. De todos modos, pensó Martín, haber hurgado en los ámbitos privados de Rogelio le daba una ventaja sobre éste: conocer algo del otro que el otro no sabía que él sabía.

Sin embargo, era sumamente curioso que Rogelio sólo fuera realmente Rogelio afuera de esa casa, mientras que con Fer­nanda sucedía exactamente lo contrario. Por lo que ya le constaba a Martín, ella solamente era ella dentro de su recámara. Y sin Rogelio, quiso suponer.

Por lo demás, de su rendez-vous de fisgonería le quedó claro que los tributos ahí se pagaban en especie. El costo que esa casa exigía a sus habitantes lo cobraba en rasgos, en hue­llas, en vestigios.. Era la historia acumulada, se dijo Martín, las cosas amontonadas, que cobraban su cuota de identidad. No se podía cargar con tanta prosapia sin ser aplastado por ella.

Martín tan sólo encontró un objeto realmente inesperado en su excursión descubridora. Fue un vetusto y singular sillón de peluquería de pueblo, de principios de siglo tal vez, que ocu­paba un cuartito anexo a la sala de juegos de los niños y que mostraba un tajo largo y antiguo en el asiento de cuero co­rriente. Sus limitados mecanismos giratorios y de elevación funcionaban perfectamente, y era muy posible que se utilizara de manera regular para lo que estaba destinado. Otro dato del mundo íntimo de Rogelio, sin importancia, pero uno más: dónde le cortaban el pelo. Mil insignificancias como ésa, pensó Martín, construían el perfil secreto de un hombre —a su vez otra insignificancia, desde luego.

De regreso en la recámara de Fernanda, hizo una escala en un baño del pasillo, en cuyo clóset rebuscó hasta encontrar un frasco de pintura de uñas de color rojo intenso que se vació cuidadosamente en el pubis. Luego, escondió el paquete geni­tal entre sus muslos y entró en la recámara con las piernas apretadas una contra otra y dando pasitos microscópicos de indio atemorizado.

—No fue una cimitarra turca —explicó con cara compungi­da ante la mirada interrogante de Fernanda—, sino un vil ma­chete para cortar caña. Un fantasma vestido de revolucionario zapatista brotó súbitamente de la chimenea del pasillo y, ¡zas!, privó para siempre de tentaciones al hijo del hombre.

Fernanda se había reclinado con un atisbo de sonrisa.

—Pero no te enfades —prosiguió él—. Seguí tus instruccio­nes. La sangre la limpié con la banda de héroe de la patria que le dio Juárez al tatarabuelo Cirilo, y mis dos queridos, añorados cerebros inferiores, los sembré en una maceta del balcón, como huesitos de aguacate, a ver si se dan.

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