Uno de los elementos que, desde mi lectura, se ha trabajado poco en el “dispositivo” museo es la noción de pluralidad. No la pluralidad liberal, no la idea de “muchas piezas” en un conjunto. Desde ese prisma hay, en todo caso, demasiado. Me refiero a la pluralidad que toma en cuenta la diferencia como un resultado sedimentado de procesos históricos: como aquello que ha sido negado y luego puesto a funcionar como signo de derrota en los cuerpos y en los rostros de los conquistados, de los despojados. Lo cierto es que la pluralidad liberal produjo (en el museo, en la fiesta y en ciertas estrategias pedagógicas) una poderosa alquimia. Con la idea de restituir el pleonasmo de un “derecho a la presencia”, hizo funcionar la diversidad de pueblos no como formas heterogéneas de producir narraciones cambiantes y accidentadas sobre sí mismos, sino como una estampa de beldad que sólo acepta ser vista, mirada. Se puso el acento en restituir la presencia de los olvidados no en la reescritura del mapa de relaciones históricas que hemos construido y que signan el presente (y que nos involucraría en una revisión de esas relaciones), sino en signos curiosos a los que se impidió la polisemia: son muchos, sí, pero tienen permitido existir como una sola cosa: una enumeración de bellezas.
Quizás la primera mancuerna que deberían tener en cuenta los museos y la escuela es volver a las lecciones de filosofía política de Kant que nos dio Hannah Arendt: hay que desconfiar de los pueblos embellecidos por el poder. Esa es, también, la axial desconfianza de Herminia en Jamapa. Podríamos hacer un contrapunto entre “aparecer” como pueblo en una imagen, y ser o “estar expuesto” como pueblo. La inocua belleza responde a esta segunda forma como voluntad de poder, y por ello estar expuesto se parece, cada vez más, al borramiento. En todo caso, pugnaríamos por confiar en los pueblos pulidos por la historia, por el paso de la historia por encima de su belleza, de su tradición y de su pulcritud. Pueblos atravesados por la contradicción como el aparecer político y por la exigencia de “tener algo para decir”. Algo que no sea fácilmente encasillable en la “prístina tradición”, la “cosmogonía originaria”, las “historias inmaculadas” y demás artilugios depositados en la alteridad. Resta desconfiar vivamente de las imágenes de autenticidad, de las purezas, de las originalidades y de los “retornos”. Queda hacer de la reliquia, como diría el Son-Jara de Mali, “eso en lo que un pueblo existe: imágenes de un remolino que crece con las estaciones y que nunca queda quieto”a.
1“Memorias subalternas en museos comunitarios: narrativas locales, pluralidad cultural y tensiones de la nación en perspectiva Sur-Sur”, financiado por el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (Conacyt) (acuerdo número 130745).
2La investigación incluyó el relevamiento de información durante cuatro años (2011-2015) en 17 museos comunitarios del Distrito Federal, Oaxaca, Coahuila, Chiapas, Yucatán, Veracruz, Tlaxcala y Zacatecas.
3Por otro lado, es importante señalar que la estrategia de mostrar y exponer en vitrina tuvo, al menos desde el siglo xix, la misión pedagógica como centro. La escuela y el museo sostienen un vínculo peculiar porque el orden paradigmático del museo cumplía a cabalidad la exposición sintagmática de la modernidad en la escuela. Esto es: el “relato” escolar del progreso, la ciencia y la evolución era a su vez ordenado en el museo a partir de asociaciones temáticas específicas que coadyuvaron a la cristalización de los relatos autorreferenciales de la Europa hiperreal y de la noción de una Historia universal. El poder de la exhibición plasmado en los grandes museos nacionales nacientes (museos de historia, de antropología, de historia natural o de arte) y en las exposiciones universales (sin embargo europeas) desde mediados del siglo xix fue clave en la creación de una tecnología de la exposición y de una pedagogía de lo visible como ordenamientos del progreso, la flèche du temps y la irreversibilidad de la modernidad capitalista como opción y estrategia (Hodeir, 2002; Bennet, 1988).
4Jamapa es una localidad que forma parte de la zona metropolitana de Veracruz, y según los datos del Conteo de Población y Vivienda de 2010 su población es de 10,376 habitantes.
5Palabras de Ramón, artista plástico de Jamapa, 52 años. Entrevista del autor, noviembre de 2012.
6Me refiero a la noción de lexías que expresa Roland Barthes, como “bloques de sentido” y “unidades menores de lectura” que vinculan en un discurso sentidos más dispersos, esparcidos (Barthes, 1980: 9).
7Véase, por ejemplo, el número dedicado íntegramente a las pirámides en México como un distingo nacional: Arqueología mexicana, vol. xxvii, núm. 101, 2010.
8Habría que agregar a esto las marchas organizadas de protesta, visibilidad o reclamo (que de alguna manera utilizan una porción simbólica del ordenamiento espacial del desfile), y por otro lado, los desfiles de carnaval, en algunos casos específicamente organizados de acuerdo a una gramática de lo grotesco. Analizo un desfile del Bicentenario en Rufer, 2012.
9Intervención de una lugareña de aproximadamente 30 años, madre de dos niñas que participaban en el desfile, una como “jarocha” y la otra como “la Corregidora”
qPara Bhabha, la dimensión pedagógica de la nación está centrada en una temporalidad de acumulación continuada y sedimentada de un tipo de identificación, narrada en artefactos diversos. Al contrario, la dimensión performativa juega con el tiempo irruptor e iterativo de “lo que emerge” como pueblo, lo que acontece como nación en el momento mismo de la identificación nombrada y asequible. Estas dos dimensiones son contradictorias y a la vez indisolubles para la presentación de la nación “a sí misma”. Es una de las aporías que la constituyen. “En la producción de la nación como narración hay una escisión entre la temporalidad continuista, acumulativa, de lo pedagógico, y la estrategia repetitiva, recursiva, de lo performativo […]. Las fronteras de la nación se enfrentan constantemente con una doble temporalidad: el proceso de identidad constituido por la sedimentación histórica (lo pedagógico), y la pérdida de identidad en el proceso significante de la identificación cultural (lo performativo)” (Bhabha, 2002: 189).
wEste no es el espacio para discutir un asunto de esta magnitud. Pero hay algo políticamente denso en la amalgama que ata tácitamente comunidad, patrimonio y memoria con los pueblos indígenas. Serían ellos los legítimos representantes de la comunidad, pero lo que se forcluye en esta noción es su carácter performativo: paradójicamente en México la comunidad intenta aparecer como concedida por el Estado, tutelada y parcializada por él, en un intento de fagocitarle todo lo que tenga de emergencia y desacuerdo (Delgado, 2005; García Masip, 2011). Obviamente este intento de fijación y domesticación es constantemente resistido por los pueblos. Sin embargo, la advertencia se mantiene latente: en esa definición desde el poder, la comunidad queda ligada menos a lo común como noción política, que a la tradición como moneda intercambiable con cultura. En esta catacresis, se producen dos movimientos que reditúan en la fuerza soberana del Estado-nación: la comunidad es a la vez cultura exhibida (cargoística, estática, mónada) y tradición expuesta (fuera del tiempo, perteneciente al paisaje de una temporalidad siempre pasada). Este es uno de los potenciales ideológicos más persistentes y nocivos del multiculturalismo liberal.
eDiscurso de José de Jesús Paredes pronunciado en el Encuentro Nacional de Museos Comunitarios en Altzayanca, Tlaxcala, el 21 de noviembre de 2013.
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