Aparecieron de improviso, todos juntos, se dirigieron a la tosca barra hecha a base de viejas barricas y un grueso madero que un día llegó flotando a Papagallo, y pidieron una jarra del mejor vino de Uga y siete vasos.
Isidro dudó unos instantes, recorrió con la vista los rostros de sus convecinos, que habían quedado en silencio dejando incluso de jugar, y por unos segundos se pudo llegar a creer que iba a negarse, pero al fin pareció comprender que con ello empeoraría la situación, colocó los vasos sobre el mostrador y se volvió a llenar de vino la mayor de sus jarras.
–¡Buenas noches a todos!
La voz de Damián Centeno había resonado fuerte, clara y retadora, y mientras saludaba se volvió hacia los presentes apoyándose en el madero y permitiendo que comprobaran que llevaba la camisa abierta y no portaba armas.
Sus seis acompañantes le imitaron, y resultaba evidente incluso para el más lerdo que venían firmemente decididos a armar camorra.
Nadie respondió, sin embargo, y se diría que Damián Centeno tampoco esperaba respuesta, pues casi inmediatamente añadió:
–¿Quién es Torano Abreu?
–Torano nunca viene a la taberna... –replicó un viejo pescador cuyo rostro parecía haber sido dibujado entretejiendo más de un millón de pequeñas arrugas–. Todo su dinero lo empleaba en pagar una barca que le ha quemado algún hijo de puta.
Damián Centeno tomó el vaso que le había servido uno de sus hombres, lo apuró de un trago, e inquirió en idéntico tono:
–¿Hay aquí algún «hijo de puta» que se atreva a asegurar que fue uno de nosotros quien prendió fuego a esa barca...? –Hizo una leve pausa, como para dar más énfasis a sus palabras, y añadió–: Si lo hay, que se acerque, porque le voy a machacar la cabeza... Y si son dos, que vengan también... e incluso si son tres, porque cada uno de nosotros se basta y sobra para hacerle tragar los dientes a tres de ustedes.
Los lugareños comenzaron a ponerse en pie uno tras otro siguiendo el ejemplo del viejo pescador de las arrugas y retiraron las mesas y las sillas mientras algunos se despojaban de las camisas y las doblaban cuidadosamente dejándolas a salvo en un rincón.
Luego, excepto los más ancianos, que se apañaron hasta el quicio mismo de la puerta, decididos a ser únicamente espectadores de la contienda que se avecinaba, iniciaron un lento avance, y fue el hijo de Maestro Julián, más conocido por «Guanchito», el primero que amagó un puñetazo, que Justo Garriga esquivó con facilidad.
Un minuto después la trifulca se había generalizado, y no podía negarse que los vecinos de Playa Blanca, siendo más numerosos, se encontraban sin embargo en inferioridad de condiciones frente a un compacto grupo de auténticos «peleadores» expertos en la lucha cuerpo a cuerpo practicada hasta la saciedad.
El más eficaz de los lugareños era sin duda Isidro, el tabernero, que a las primeras de cambio dejó fuera de combate al llamado «Milmuertes» de un brusco y sorpresivo golpe con la frente en plena nariz, pero Damián Centeno, que había presenciado la escena, se colocó ante él, esquivó fácilmente su nueva embestida ya que, al ser de mayor envergadura le resultaba difícil acertarle en la nariz con la cabeza, y de un rodillazo en los testículos y un seco golpe en la nuca, envió a Isidro a reunirse en el suelo con «Milmuertes».
Extrañamente, la pelea, pese a lo encarnizada transcurrió en absoluto silencio, como si todos comprendieran que no era aquel momento para desperdiciar energías en palabras ni lugar para las quejas y las lamentaciones, y salvo por los golpes, las caídas o el crujido de algún mueble o una barrica al destrozarse, nadie que cruzase por la calle podría imaginar que tras aquella enorme puerta verde se estaba desarrollando semejante contienda.
No duró en total más de doce minutos, los últimos de los cuales constituyeron en verdad un auténtico ensañamiento por parte de la gente de Damián Centeno con los escasos rivales que se mantenían en pie, y al final incluso los ancianos tuvieron que interponerse para evitar que entre Justo Garriga y un gallego destrozasen al hijo de Maestro Julián, al que una especie de amor propio sobrenatural e incomprensible mantenía en pie, apoyado en la pared, pese a la monumental paliza que estaba recibiendo.
Cuando acabó por derrumbarse, Damián Centeno, del que se diría que ni siquiera se había alterado, lanzó una larga ojeada a su alrededor, ordenó con un gesto a sus secuaces que recogieran al «Milmuertes» y a un gitano que daba tumbos luchando por mantenerse en pie, aunque en realidad se encontraba ya inconsciente, y abandonó el local, que había quedado convertido en un lodazal de vino y sangre.

Aproximadamente a esa misma hora, las diez de la noche, el «Isla de Lobos», que había izado su velamen a la caída de la tarde poniendo rumbo, a base de largas ceñidas, hacia la costa de barlovento perdía de vista por estribor la luz del faro de Pechiguera y se aproximaba con infinitas precauciones a los peligrosos bajíos del «Infierno de Timanfaya», probablemente una de las regiones más desoladas que pudieran existir sobre la Tierra.
El primer día de septiembre de 1730, las verdes llanuras y las blancas aldeas del suroeste de Lanzarote se vieron sorprendidas por la más violenta erupción volcánica de que se tenga memoria, tanto por duración del fenómeno –seis años– como por la abundancia de una lava que sepultó diez pueblos y cubrió con un manto de magma incandescente la cuarta parte de la isla.
Treinta nuevos volcanes vinieron a sumarse a los casi trescientos ya existentes, y fue tanta la energía y el calor desprendidos que doscientos años más tarde aún existían puntos en el centro de la geografía del «Infierno de Timanfaya» en los que bastaba con profundizar unos centímetros bajo el manto de grava o introducir la mano en ciertas grietas del suelo para encontrar de inmediato temperaturas que superaban fácilmente los cuatrocientos grados.
De la violencia de la batalla que tuvo lugar entre los ríos de lava incandescente y el fiero mar de barlovento daban fe testigos de la época, que aseguraban que ininterrumpidamente se alzó al cielo una altísima nube de vapor, y quedaban para corroborar sus palabras negras masas de piedra calcinada que habiéndole ganado cientos de metros al océano y no pudiendo vencer su inmensidad configuraron no obstante para siempre una costa martirizada y tortuosa, temible y aterradora, a la que nadie osaba aproximarse pese a la riqueza de sus abundantes «caladeros».
Aventurarse una noche sin luna y de mar agitada hasta las rompientes de Timanfaya constituía en verdad una temeridad inconcebible, y Abel Perdomo tuvo que poner en juego toda su habilidad y conocimiento del lugar para depositar a Asdrúbal y su pequeña balsa a menos de cien metros de una corta ensenada de arena negra.
Luego se dejó llevar por la marea, y tan solo cuando se encontraba a dos millas de la costa comenzó a virar en redondo aproando hacia la punta norte de la isla, de tal modo que, sobre las tres de la mañana, el «Isla de Lobos» se adentró en las quietas aguas del Río, un estrecho brazo de mar que separaba los altos acantilados de Famara de la arenosa isla de La Graciosa, en cuyo único pueblo no brillaba ni una sola luz a aquellas horas, aunque Abel Perdomo tampoco necesitaba luz alguna, pues era muy capaz de navegar sin más referencia que el destello lejano del faro de Alegranza y la mancha oscura que formaban recortándose contra el cielo los fariones que dominaban el canal por su salida hacia levante.
La goleta, con el viento silbándole en las jarcias, jugaba a reclinarse sobre la tranquila superficie del Río, y vista desde La Graciosa por algún tempranero pescador que se encontrara dispuesto a ganarse el jornal, semejaría un barco fantasma recortando la blanca silueta de sus velas contra la amenazadora mole de los altísimos acantilados de la isla mayor.
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