Alberto Vazquez-Figueroa - Trilogía Océano. Océano

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La familia Perdomo ha habitado durante generaciones la dramática isla de Lanzarote. Son una estirpe de pescadores formidables entre los que destaca Yaiza, una belleza enigmática dotada de un don único que le permite amansar a las fieras y hablar con los muertos, un don que se convierte en la maldición de toda la familia y de todo aquel que conoce a Yaiza.En la primera parte de esta inigualable trilogía, Alberto Vázquez-Figueroa nos transporta del ambiente único de la isla de Lanzarote a América, en un increíble viaje transoceánico.

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–Sobre las cuatro entrará viento del nordeste... Prepara tus cosas, Yaiza. Y tú, Aurelia, un saco de comida y un garrafón de agua... Las luces apagadas y en silencio... Sebastián, ven a echarme una mano...

Una hora más tarde, cuando el pueblo dormía nuevamente y antes de que los hombres, cansados por la agitada noche, comenzaran a pensar en saltar de la cama para salir a la pesca, tres sombras recorrieron furtivamente los diez metros que separaban la puerta de la cocina de la orilla del agua y comenzaron a nadar muy suavemente y en silencio empujando una tosca balsa hecha con corchos y garrafas vacías.

Resultaba imposible que nadie pudiera verlos por mucho que aguzara la vista y atento que estuviera, pues la luna era apenas un descuido en un cielo contagiado de estrellas que no permitían distinguir nada a cinco pasos de distancia.

Incluso a ellos mismos le costó un gran esfuerzo descubrir la silueta del «Isla de Lobos» fondeado a unos trescientos metros de la costa, y a punto estuvieron de pasarse de largo y adentrarse nadando en el Canal de la Bocaina, de no haber sido porque Yaiza tuvo la impresión de que el abuelo Ezequiel la llamaba a sotavento.

–¡Hacia allí...! –susurró quedamente, y corrigieron el rumbo de modo que a los cinco minutos se encontraban a bordo, tiritando y castañeteando los dientes.

–¡Suelta el cabo de la boya y deja que el barco caiga solo...! –musitó Abel Perdomo aproximando mucho la boca al oído de su hijo–. La marea nos sacará hacia el canal y a media milla podremos izar el trapo sin miedo a que nos vean... ¡Sécate y baja a por los foques! –ordenó luego a la muchacha–. Conviene tener todo el velamen preparado.

Los «Maradentro» conocían bien su mar, su barco y sus mareas, y quince minutos más tarde la goleta enfilaba directamente hacia la intermitente luz del faro de Isla de Lobos empopados por un viento que comenzaba a desperezarse alegremente, despertando a la mar, los barcos y los pescadores que aún permanecían en sus camas.

El navío crujía y susurraba feliz de cortar las olas y sentir la tensión de las velas presionando sobre sus viejos palos, porque era una embarcación que había surcado un millar de veces aquel ancho Canal de la Bocaina y parecía saludar personalmente a cada roca del fondo que le devolvía el eco de su paso como si en verdad se tratara de antiguos conocidos.

Ni la más leve luz alumbraba en cubierta, y el «Isla de Lobos» semejaba un buque fantasma, puesto que junto a la proa resplandecía en el agua una leve fosforescencia provocada por miríadas de noctilucas alborotadas, lo que podía hacer sospechar a un observador imaginativo que las estrellas que se estaban reflejando en la quieta superficie del océano se desmenuzaban ante el empuje de la goleta.

Acodada en la borda, observándolas, y con la vista puesta también en el destello del faro que constituía su objetivo, Yaiza Perdomo experimentó de improviso la cercanía de una presencia extraña y muy amada, y supo que el abuelo Ezequiel navegaba con ellos, aunque esta vez no lo hiciera con la despreocupación y la alegría de otras noches.

Se volvió a mirar pero no pudo verlo, y no le sorprendió porque se había habituado desde niña al hecho de que los difuntos jamás se le mostrasen cuando se hallaba plenamente consciente, sino más bien en aquellos momentos que precedían al sueño y en los que tan difícil le resultaba fijar los límites de lo real y lo ficticio.

Y era al alba, a punto ya de abrir los ojos, cuando en tantas ocasiones venía el viento a anunciarle desde dónde y con qué fuerza pensaba soplar esa mañana, o corrían por su mente los atunes, los chicharros y los «bonitos» señalándole cuándo y dónde podrían encontrarlos.

Pero ahora sabía que aunque no hablara ni se dejase ver, el abuelo Ezequiel les hacía compañía, e incluso rectificaba la caña del timón si resultaba necesario, pues nadie conocía con tal lujo de detalles como él las corrientes y derivas del Canal de la Bocaina.

Ya viejo y cansado, lo recordaba apoyado en el muro del patio, sentado en su banco de piedra preferido, observando las velas que iban y venían por el ancho canal, y aun sin reconocer la barca a causa de la distancia, sabia quién la patroneaba por la forma con que tomaba el viento o concluía una ciaboga.

–¡Ya no hay marinos como los de mi tiempo...! –repetía siempre–. Esa mierda de motores los echarán a perder a todos... Están tan enviciados con las máquinas que ni con el «siroco» en popa serían capaces de meter una goleta como la mía en Arrecife.

Era bueno sentir la presencia del anciano a bordo aun cuando lo advirtiera inquieto y preocupado, y por primera vez desde que comenzara aquella horrenda pesadilla, Yaiza abrigó la esperanza de que tal vez existía una posibilidad de que la familia volviera a reunirse nuevamente.

Habían penetrado ya en las tranquilas aguas de la Caleta protegidos por la mole del viejo cráter dormido, que constituía la única altura del islote, al noroeste, y Abel Perdomo, que conocía al dedillo aquellas aguas, puso rumbo, bordeando la costa, hacia la punta en la que se alzaba el faro.

–¡Arría la mayor...! –ordenó a su hijo, que permanecía atento a la maniobra–. Seguiré con los foques.

Yaiza ayudó a su hermano a aferrar la vela de la botavara, y aprestaron luego el ancla, que cayó al agua en cuanto alcanzaron el enclave elegido, justo frente a la alta torre cuyo haz de luz cruzaba sobre ellos barriendo el horizonte.

Arriaron también los foques y la goleta se balanceó sobre un mar en calma a unos doscientos metros de la orilla.

–¡Ve a buscar a tu hermano!

Sebastián se despojó de la ropa y se lanzó al agua de inmediato, nadando con brazadas rápidas y fuertes hacia la oscura línea de una costa contra la que las olas batían mansamente.

Pudieron escuchar cómo llamaba a Asdrúbal apenas puso pie en tierra firme, cómo este le respondía al poco rato, y cómo comentaban algo entre ellos antes de lanzarse de nuevo al agua.

Reaparecieron al poco, nadando juntos y sin prisas, y Asdrúbal lo primero que hizo fue abrazar a su hermana, a la que no había visto desde la noche en que ocurriera la desgracia, aunque Abel Perdomo no les dejó mucho tiempo para las efusiones pues ordenó izar de inmediato todo el trapo que fuera capaz de sostener sin resentirse el viejo barco, y en cuanto el ancla se acomodó en su sitio viró en redondo y puso proa al Este, consciente de que tenía el tiempo justo para pasar entre las dos islas mayores y adentrarse en el océano antes de que comenzara a clarear el día.

La noche sabía ya que tenía una vez más perdida la batalla cuando interpusieron entre ellos y Playa Blanca la punta del Cabo de Pechiguera, navegaron así aún dos o tres millas y viraron a babor dejando que el barco ganara velocidad.

A las tres horas, protegidos por una suave calina que había convertido las costas de Fuerteventura en una levísima mancha y sin distinguir siquiera un solo contorno de las más altas cumbres de Lanzarote, Abel Perdomo pidió a sus hijos que arriaran las velas y permitió que la goleta permaneciera al pairo, empujada suavemente hacia el sur por el viento y la corriente. Había llegado el momento de esperar.

Trilogía Océano Océano - изображение 8

Damián Centeno se maldijo por no haber calculado que los Perdomo «Maradentro» pudieran reaccionar con tanta rapidez.

En cuanto el centinela fue a despertarle anunciando que el «Isla de Lobos» había desaparecido de su amarre, subió a la azotea y buscó con ayuda del catalejo dorado a todo lo largo y lo ancho del horizonte, aunque comprendió bien pronto que su enemigo no era estúpido y lo primero que habría hecho sería colocarse lo más lejos posible de su campo de visión.

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