Alberto Vazquez-Figueroa - Trilogía Océano. Océano

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La familia Perdomo ha habitado durante generaciones la dramática isla de Lanzarote. Son una estirpe de pescadores formidables entre los que destaca Yaiza, una belleza enigmática dotada de un don único que le permite amansar a las fieras y hablar con los muertos, un don que se convierte en la maldición de toda la familia y de todo aquel que conoce a Yaiza.En la primera parte de esta inigualable trilogía, Alberto Vázquez-Figueroa nos transporta del ambiente único de la isla de Lanzarote a América, en un increíble viaje transoceánico.

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–¡Echémoslos de aquí! –propuso el viejo–. ¿Acaso hemos perdido las agallas? Son solo siete.

–¿Tienes tú las armas para echarlos...? –inquirió el tabernero despectivo–. Tres de ellos ya me han enseñado sus pistolas... Y estoy seguro de que saben cómo hay que manejarlas... ¿Qué sabemos nosotros más que de redes y de anzuelos?

–Yo estuve en la guerra... –comentó el hermano de Maestro Julián.

–¡En Intendencia! Y yo pelando papas en un transporte de tropas... ¡No te jode...!

–Mañana subiré a Femés a hablar con los guardiaciviles... –señaló Abel Perdomo.

–Perdona, «Maradentro»... –le replicó convencido el hijo de «Seña» Florinda–. Los guardiaciviles tan solo te escucharán cuando vayas a contarles dónde escondes a tu hijo. ¿Qué otra cosa puedes decir? ¿Que se quemó una barca? Mandarán a los bomberos... No hay pruebas de que hayan sido ellos...

–Observó a los presentes largamente y recalcó–: Ninguna.

Abel Perdomo pareció comprender la razón que le asistía, permaneció unos instantes en silencio, y luego se encaminó hacia donde Torano Abreu continuaba inmóvil observando embobado los restos de «La Dulce Nombre».

–Quédate con mi barca hasta que ayudemos a comprar otra... –dijo–. Yo me las arreglaré con el «IsladeLobos». Al fin y al cabo tú no tienes culpa alguna.

–¡Los mataré! –musitó el pobre hombre abriendo la boca por primera vez desde que todo comenzara–. Los mataré uno por uno... Han sido ellos.

–¡No digas tonterías...! –le reprendió colocando afectuosamente la mano sobre su hombro–. Piensa en tu mujer y en los chiquillos... Mi barca es vieja pero te hará el apaño, y ya buscaré el modo de compensarte por la pérdida...

–¿Quiénes creen que son que pueden venir de ese modo avasallando? Esa barca me costó tres años de comer mal, no tomar una copa y no fumar un cigarrillo... Tú sabes que no pagan con la vida.

–Lo sé, Torano, pero el mal ya está hecho... No te envenenes la sangre... Van a por mí y soy el único que debe preocuparse...

El otro tardó en hablar. Se había aproximado a los restos de la embarcación, pasando muy despacio la mano por la proa, que era la única parte de la estructura que no había sido dañada por el fuego:

–¡Navegaba tan suave...! –exclamó casi con un lamento–. Era tan dócil y cogía tan bien la mar y el viento... Se conocía ella sola el rumbo al caladero y parecía cantar cuando volvíamos a casa... Nunca tuve una barca semejante... ¡Nunca...!

¿Cómo se podía consolar a un hombre que amaba su embarcación casi con la misma intensidad con que amaba a sus hijos...?

De regreso a casa, Abel Perdomo admitió que Damián Centeno había sabido asestar certeramente el primer golpe, y no dudó de que sabría elegir con idéntico acierto sus nuevos movimientos. Desde la ventana observaba con ayuda de su dorado catalejo a los hombres del pueblo y su atención debió recaer bien pronto en aquella resplandeciente embarcación a la que su dueño mimaba, limpiaba y repintaba mientras el resto de los pescadores aún dormían o dejaban pasar los ratos de asueto en la taberna.

–Empiezo a entender tu juego... –musitó, como si Damián Centeno en verdad pudiera oírle–. Harás daño al pueblo hasta que le obligues a elegir entre él o yo, y alguien acabe por descubrir dónde está el chico...

El escondite de Asdrúbal era un secreto bien guardado, pero Abel no se hacía demasiadas ilusiones y presumía que por la rapidez con que su hijo había desaparecido aquella noche y por la antigua afinidad de los Perdomo con la Isla de Lobos algunos podrían sospechar que el fugitivo hubiera encontrado refugio allí, a la vista de todos, en el único lugar que podía distinguirse desde cualquier punto de Playa Blanca a cualquier hora del día o de la noche.

–Tiene que irse... –señaló cuando la familia se reunió poco después en torno a la mesa de la cocina, agradeciendo el café fuerte y caliente que Aurelia acababa de preparar–. Por muy al fondo del aljibe que se esconda, si esos cerdos van a buscarle al faro acabarán por encontrarlo... Tiene que irse... –repitió, y luego se volvió decidido hacia Yaiza–. Y tú también.

–¿Por qué yo?

–Porque tarde o temprano tú serás su objetivo... Ya lo han dicho, y saben bien que es en ti donde más daño pueden hacernos... Rufo Guerra me debe un favor, y aunque esos favores no se cobran, no dudará en pagármelo escondiéndote. A su casa nadie irá a buscarte y a ti no te persigue la justicia...

–¿Y Asdrúbal?

–Él es un hombre... En Timanfaya aguantará hasta que algún barco amigo lo saque de la isla... Si llega a las pesquerías de Mauritania puede pasar al Senegal y encontrar la forma de embarcar hacia América... –hizo una pausa–. Al fin y al cabo, muchos han emigrado tan solo para matar el hambre... Algunos incluso han hecho allí fortuna... –Bebió calmosamente un sorbo de café y concluyó–. Tal vez sea ese su destino.

–Quizá yo debería irme a América también... –musitó Yaiza quedamente–. Aquí ya nunca podré vivir en paz.

–Perder dos hijos de golpe es demasiado... –señaló Aurelia en idéntico tono–. Y marcharte sería como aceptar que alguna culpa tienes en lo ocurrido, y eso no es cierto. –Le acomodó el cabello apartándoselo de la cara, tal como venía haciendo desde que era niña y le acarició luego levemente la mejilla–. Estoy de acuerdo con tu padre en que te alejes un tiempo, pero luego volverás a casa, con tu familia, para que todo sea lo mismo.

–Nada será nunca lo mismo, madre, y tú lo sabes –replicó la muchacha–. ¡Díselo, padre... ¡Dile que no sueñe!; que su familia se ha deshecho por mi culpa, y jamás volverá a recomponerse...

–¿Por qué por tu culpa, hija...? Yo sé que no tienes culpa alguna.

–Si aquella noche me hubiera quedado quieta y callada en lugar de cantar y bailar como una idiota nada habría ocurrido.

–Tú hacías lo que hacen todas las chicas de tu edad, y ellos hubieran actuado de igual modo por muy en silencio que hubieras estado... –La voz de Aurelia Perdomo sonaba más bronca y severa que de costumbre–. Es hora de que empieces a dejar de avergonzarte por tener el cuerpo que tienes. Si Dios te lo ha dado, no te queda más que agradecérselo y sentirte feliz por ser dueña de algo que cualquier mujer quisiera para sí. Deja de andar encorvada como si tuvieras chepa; deja de mirar al suelo como si fueras bizca. Tú no tienes la culpa de que las demás sean esmirriadas, gordas, narigudas o cabezonas... Yo te hice así y quiero que te sientas orgullosa por ello.

–No es fácil.

–Te aseguro que más difícil debe de ser andar tullida y con nariz de bruja como Asumpta... –Agitó la cabeza con gesto de fastidio, como si le molestase continuar hablando de aquel tema–. Bastantes problemas tenemos para que nos vengas encima con monsergas.

–Lo siento, madre.

–¡Pues deja de sentirlo y empieza a comportarte como una auténtica mujer! A tu edad, mi madre ya se había casado, y un año más tarde ya me había parido y casi se había muerto en el intento.

–Si ese es el ejemplo que le pones, no creo que le queden muchas ganas de ser mujer –sentenció Sebastián, que se había limitado a ser testigo de la conversación–. Pero de todas formas, tienes razón...: las cosas están difíciles y van a complicarse aún más, por lo que va siendo hora de olvidar cuanto no sea encontrar solución al principal problema...: ¿Cómo vamos a sacarla de aquí sin que lo adviertan?

–Como lo hemos hecho todo en esta vida desde que yo recuerde... –le replicó su padre–. ¿Qué hora es?

–Las dos y veinte.

Abel Perdomo salió a la puerta de la cocina y estudió el cielo y el estado de la mar. Necesitó tan solo un minuto y, volviéndose, señaló:

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