Se aproximó a un hombre que reparaba con infinita paciencia uno de los pretiles que el viento había derribado y señaló con un amplio gesto a su alrededor.
–¿Cómo se las arreglan para regar todo esto? –inquirió–: No veo acequias, y por lo que me han dicho, en esta isla pasan años sin llover.
–No se riega... –replicó Roque Luna, irguiéndose con el sombrero en una mano y un trozo de lava en la otra–. Estos cultivos casi no necesitan agua.
Damián Centeno le observó con aquella dureza que era capaz de imprimir a sus ojos cuando lo deseaba y que parecía avisar seriamente de que no trataran de burlarse de él.
–Todos los cultivos necesitan agua... –sentenció–. De otra forma incluso el Sahara sería un vergel.
El otro se inclinó, tomó un puñado de la negra gravilla que cubría por completo la tierra y se lo alargó dejándolo caer sobre su abierta palma.
–Esto es «picón»... –dijo–. Ceniza de volcán. Por la noche absorbe la humedad de la atmósfera y la traspasa, por capilaridad, a la tierra. De día sirve de aislante e impide que esa humedad se evapore. –Sonrió levemente, como si se debiera a su exclusiva astucia un descubrimiento centenario–. De esta forma cultivamos, y basta con que llueva un poco para que la cosecha sea buena.
Damián Centeno observó con fijeza a Roque Luna, y luego, tras palpar repetidamente la consistencia del «picón», lanzó una nueva y larga mirada a los viñedos y al impresionante caserón que pronto serían suyos y le proporcionarían un lugar en el que echar raíces después de tantos años de no poseer más que un camastro, una maleta de madera y un par de desteñidos uniformes.
–Siempre está uno en edad de aprender cosas nuevas... –admitió–. Y siempre es útil aprenderlas.
Luego se encaminó sin prisas al carcomido taxi que le había traído hasta allí y aguardaba a la sombra de un muro, y le preguntó a su dueño:
–¿Puede llevarme a Playa Blanca?
–Poder, puedo –admitió el hombre–. Pero de Uga hacia abajo, aquel camino de piedra está maldito, y si se me rompe un eje tendrá usted que correr con los gastos... –Hizo un gesto con los hombros, como tratando de disculpar su comportamiento–. Entienda que de otro modo no me compensa el viaje... Aquello es el confín del mundo.
Tras la cristalera de su inmenso salón, acurrucado en un enorme sillón de cuero que parecía ir creciendo a medida que él adelgazaba y se consumía, don Matías Quintero observó poco después cómo el vehículo se alejaba hacia el camino que se abría paso por entre ríos de lava en dirección al infierno de volcanes de Timanfaya, y por primera vez desde aquella maldita noche de San Juan en que todo empezara experimentó algo muy parecido a la paz interior.
Cuando Asdrúbal Perdomo hubiese muerto tal vez la vida volvería a ser digna de ser vivida, ya que dejaría de sufrir aquel insoportable dolor que le comía las entrañas y disfrutaría nuevamente con una partida de dominó con sus amigos del casino, un buen vaso de ron, un cabritillo al horno, e incluso alguna esporádica mamada por parte de aquellas putitas que habían llegado a Arrecife y de las que tanto había oído hablar durante las últimas tertulias.
Luego haría que Damián Centeno le apretara las clavijas a Rogelia obligándola a devolverle cuanto se había llevado, buscaría gente nueva que se ocupara de la cocina y de la casa y descargaría el peso de la administración de la finca en el que había sido durante tantos años su hombre de confianza y su sargento.
Que a la hora de su muerte pasara todo a sus manos, ya nada le importaba. Consumida la última gota de sangre de los Quintero de Mozaga, el caserón, las viñas, las higueras, muebles, cortinas, cuberterías de plata, e incluso las tan preciadas joyas de familia podían irse al infierno, porque no esperaba que ninguno de aquellos que con tanta urgencia le habían precedido en su camino al cementerio viniera a pedirle cuentas de sus actos.
Lo único que podían exigirle era vengar la sangre de los Quintero alevosamente derramada, y eso era algo que estaba seguro de cumplir antes de ir a hacerles compañía para siempre.

Sobre la medianoche comenzó a arder una barca.
Estaba junto a las otras, varada en la arena, lejos del alcance de las olas y bien erguida en sus calzos aguardando a que la empujaran a la mar para ir en busca del sustento diario, cuando sin motivo ni explicación lógica alguna pasó a convertirse en una antorcha, lanzando al aire chispas y pavesas que la suave brisa de levante arrojó sobre otras barcas vecinas.
El pueblo entero dormía. Dormían incluso los perros y tan solo cuando la mujer del tabernero, que era quien más cerca vivía, se despertó gritando, se alborotaron los hombres y corrieron, semidesnudos y espantados, portando cubos y latas con los que formaron una cadena que iba del mar a las barcas, todo ello entre gritos, llantos, caídas y maldiciones.
No duró mucho el trasiego. En diez minutos el fuego había sido vencido por el agua y sobre la playa no quedó más que un pueblo alelado aún por la sorpresa de una desgracia tan absurda, algunas embarcaciones apenas chamuscadas y una hermosa barca nueva, «La Dulce Nombre», convertida en un esqueleto renegrido y humeante.
Había diez o doce barcas de pesca más sobre la playa y tres pesados lanchones de los que se utilizaban para transportar sal desde la orilla a los veleros que fondeaban a no más de doscientos metros de distancia, pero tuvo que ser «La Dulce Nombre» en la que se acababa de gastar Torano Abreu los ahorros de una vida de trabajo, la que se convirtiera en humo en cuestión de minutos.
Torano Abreu, su mujer y sus hijos, habían quedado como idiotizados contemplando incrédulos, como si se tratara de un mal sueño, el horror de la inevitable ruina que se abatía sobre ellos, pues en Playa Blanca, y en semejantes tiempos de penuria, ningún pescador que no contara con su propia embarcación podía confiar en dar de comer a cinco bocas.
–¿Cómo es posible...? ¿Cómo es posible? –repetían una y otra vez los lugareños–. Cuando nos fuimos a dormir todo estaba tranquilo y dos horas después el fuego empieza solo.
–Tal vez habían dejado una colilla encendida.
–Torano no fuma. Dejó de fumar para pagar la barca.
–Alguien que pasó por la playa.
Todos observaron severamente a Isidro, el tabernero, que era quien lo había dicho.
–¿Alguien del pueblo...? –inquirió con intención Maestro Julián–. Sabemos el esfuerzo que le ha costado esa barca a Torano y tenemos desde niños la costumbre de lanzar las colillas al mar. Es lo primero que aprende un pescador.
–Yo no he dicho que fuera alguien del pueblo... –puntualizó el tabernero–. Conozco a todos los de aquí y ninguno lo haría.
No hacía falta aclararlo, pero en el ánimo de cada uno de los presentes se encontraban los siete forasteros, que se habían limitado a observar lo ocurrido desde su privilegiada atalaya de la casa.
–¿Por qué la de Torano? –quiso saber un viejo desdentado–. ¿Por qué no la de Abel Perdomo, que es quien de verdad les interesa...? –pidió–. Todos sabemos que esa gente ha venido a por Asdrúbal... ¿Qué les ha hecho Torano?
–Nada... –replicó Maestro Julián serenamente–. Hacer no les ha hecho nada, pero vive en el pueblo.
–¿Quieres decir que el pueblo va a tener que pagar hasta que vuelva Asdrúbal? –inquirió alguien con voz inquieta.
–Yo nada digo... –fue la respuesta–. Ni siquiera insinúo. Pero resulta extraño que por primera vez una barca se incendie de ese modo.
Читать дальше