1 ...6 7 8 10 11 12 ...18 Lo primero que hizo fue quererle, darle tres hijos y cuidar de su casa, y entretanto le enseñó a sostener un lápiz, reconocer las letras y dejar de expresarse como un ente surgido de las más primitivas cavernas submarinas.
–Hay algo más que peces, viento y anzuelos en el mundo... –le había dicho cuando él ni siquiera se había atrevido aún a rozar su mano que parecía de juguete–. Y tienes que aprenderlo...
Había constituido en realidad un duro y largo aprendizaje, hecho a menudo de escuchar los retazos de las conversaciones que ella mantenía con los niños, pues se negaba a admitir que tal vez el día de mañana aquellos mocosos tendrían que avergonzarse de la ignorancia de su padre.
Y Aurelia jamás había tenido un gesto de impaciencia, una palabra dura o una sola expresión de desaliento, consciente de la feroz batalla que a menudo él se veía obligado a sostener con las palabras, las cifras o incluso los conceptos más elementales.
Abel Perdomo «Maradentro» era un gigante hermoso, profundamente bueno y algo tosco que amaba a su esposa hasta casi los límites de la adoración, y que le había proporcionado una vida sencilla, tres hijos preciosos y un incontable número de noches en las que a menudo tuvo que morderse ferozmente los labios para evitar que sus gritos de placer recorrieran la playa ahogando incluso el rumor del viento y el batir de las olas.
Y ahora, uno de aquellos hijos fruto de una de aquellas maravillosas noches estaba escondido a no más de siete millas de distancia al pie de aquel torreón que podía distinguir perfectamente en la punta de levante del islote que llevaba tantos años contemplando desde la ventana de su cocina. Y su esposo, su hombre, al que jamás habían asustado las tormentas, ni las más negras noches de mar gruesa, ni la guerra, ni las penalidades de los años difíciles en los que no parecían existir más que odio y hambre, se mostraba por primera vez profundamente inquieto por la presencia de aquellas gentes de tierra adentro de las que la vida le había enseñado siempre a recelar.
–¿Qué pretenden...?
La respuesta les llegó a la noche siguiente por boca de Maestro Julián, al que Damián Centeno parecía haber elegido como intermediario en su relación con la familia «Maradentro».
–Dígale a su compadre que aquí nos quedaremos hasta que aparezca el chico... –puntualizó muy serio, bebiendo a cortos sorbos su copa de ron–. Y que mi gente es dura y de poca paciencia... –Sonrió como sonreía siempre mostrando sus diminutos dientes–. A menudo, ni siquiera yo me siento capaz de contenerlos, y cualquiera de ellos puede cometer cualquier desaguisado... La chica, esa chica... Dígale que sus mentiras pueden muy fácilmente convertirse en realidad... ¿Me está entendiendo?
–Muy claramente... –admitió Maestro Julián–. Pero, ¿no se le antoja que más claramente le entendería el propio Abel si usted le habla en persona...?
–Lo haría de buen grado... –fue la pausada respuesta–, pero presiento que esa charla concluiría malamente... Y cargarme al padre no solucionaría los asuntos del chico... Tiene que ser él, Asdrúbal, quien pague lo que hizo.
–A lo que voy entendiendo, a usted, o a quien le manda, tan solo le interesa que pague con la vida.
–Ojo por ojo... ¿No es esa una ley tan vieja como el hombre?
–Lo será el día en que don Matías Quintero tenga una hija y alguien quiera violarla... Por eso empezó todo... –hizo una pausa–. ¿Usted no tiene hijos...?
–Si los tuviera, que lo ignoro, serían todos hijos de grandes putas... En torno a los legionarios no suelen merodear mujeres de otro tipo... –Bebió de nuevo–. Ni jamás me interesaron para nada... Las mujeres decentes tan solo sirven para agilipollar a los hombres de veras...
–¿Y usted se considera un «hombre de veras»?
–Podrá juzgarlo cuando este negocio acabe.
Maestro Julián «el Guanche» le observó largo rato y rogó a Dios para que nunca tuviera que juzgar hasta dónde era capaz de llegar un tipo semejante. Esa misma noche le transmitió a su compadre Abel las amenazas de Damián Centeno sin necesidad por una vez de añadir una sola palabra de su propia cosecha y esforzándose por mostrarse lo más fidedigno posible, pues deseaba que fuera el propio «Maradentro» el que decidiese hasta qué punto sería o no capaz el hombrecillo del tatuaje de hacer lo que decía.
Había algo, sin embargo, que no sabría nunca transmitir a su amigo, y era el invencible desasosiego que le producía la sola presencia del legionario y el peligro que encerraba su pausada forma de recalcar ciertas palabras.
Y sus ojos; aquellos ojos que eran como de hielo, negros, redondos y aparentemente sin vida le recordaban a los de los marrajos cuando permanecían tendidos sobre cubierta, destrozada a palos la cabeza y abierto el vientre, pero que de improviso parecían regresar del otro mundo lanzando al aire una postrer dentellada capaz de cortar en dos pedazos la pierna de un incauto.
–Ese hombre es un «congrio»... –concluyó–. Frío, resbaladizo, viscoso y traicionero... Mal enemigo tienes, «Maradentro».
Mal enemigo debía de ser, en efecto, y Abel Perdomo no se acostó esa noche, sino que la pasó sentado en la trasera de su casa, contemplando el mar e Isla de Lobos, y observando cómo una tras otra las luces del pueblo se apagaban y no quedaba al fin más que la luminaria en que los forasteros habían convertido la antaño tranquila casa de la roca.
Habían colgado en las cuatro esquinas enormes «petromax» de los que usaban algunos pescadores en la mar, sin importarles el absurdo derroche de combustible que significaba tan inútil verbena que no constituía en el fondo más que una vana demostración de prepotencia frente a unas pobres gentes que a menudo tenían que escatimar el carburo de sus lámparas, y desde el mismo momento en que cayó la noche había podido distinguirse a un centinela armado en la azotea.
Resultaba evidente que no exhibía su arma porque esperase ningún tipo de agresión por parte de los pacíficos habitantes del villorrio, sino porque más bien esa arma constituía –como parecía serlo todo en ellos– una amenaza o una aclaración de cuáles eran sus verdaderas intenciones.
Habían llegado hasta allí, hasta el más misérrimo caserío del más olvidado rincón de la más desolada isla del lejano archipiélago, y se habían adueñado de todo, dispuestos a no marcharse hasta que se hubieran cobrado, por lo menos, una vida.
Y Abel sabía que esa vida no era otra que la de su hijo Asdrúbal; aquel en el que mejor se veía reflejado, el del cabello rebelde, el mentón cuadrado, los negros ojos y la fuerza hercúlea de los Perdomo «Maradentro», tan diferente a aquellos otros dos chiquillos de raíz y sangre «lagunera» que Aurelia había querido regalarle.
Contempló una vez más la noche. El faro de Isla de Lobos parpadeaba con su fidelidad de siempre en la distancia.

Acuclillado al socaire de ese faro, con la espalda levemente recostada en el muro y los brazos colgando entre las piernas, en una forma muy suya de pasarse las horas contemplando la mar, Asdrúbal Perdomo observaba confuso el resplandor que parecía ser dueño de la orilla opuesta del canal de la Bocaina preguntándose qué diablos podría significar tanta iluminación y qué relación tendría con los dos pesados automóviles que había visto llegar al mediodía a través de los prismáticos.
Algo extraño ocurría en Playa Blanca, a donde en todo el tiempo de que tenía memoria no habían llegado jamás dos vehículos juntos, pues tan solo el desvencijado camión del agua descendía un día por semana, y la furgoneta del buhonero turco cuatro veces al año.
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