EL SUEÑO DE TEXAS
Alberto Vázquez-Figueroa
Categoría: Novela histórica
Colección: Biblioteca Alberto Vázquez-Figueroa
Título original: El sueño de Texas
Primera edición: Octubre 2021
© 2021 Editorial Kolima, Madrid
www.editorialkolima.com
Autor: Alberto Vázquez-Figueroa
Dirección editorial: Marta Prieto Asirón
Portada: Silvia Vázquez-Figueroa
Fotografía de portada: @Dreamstime
Maquetación: Carolina Hernández Alarcón
ISBN: 978-84-18811-38-8
Impreso en España
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A Lola Ortega-Villaizán López, agradeciéndole
cuánto me ayudó cuando estuve malito.
Capítulo I
La figura, de gran tamaño y cubierta con un manto rojo, se bamboleaba sujeta por una gruesa cuerda que pendía de una polea colocada directamente sobre la boca del pozo.
Un leve murmullo comenzó a resultar inteligible:
Santa Bárbara, no muevas la tierra.
San Ginés, quítanos la sed.
Santa Bárbara, apaga el fuego.
San Ginés, mójanos los pies.
Santa Bárbara, trae la lluvia.
San Ginés, riega la mies.
Santa Bárbara, aleja las cenizas.
San Ginés, sal del pozo para bien.
Las voces fueron aumentando su potencia hasta convertirse en un grito unánime en el momento en que la cabeza de una imagen emergió para enfrentarse a un centenar de campesinos que la observaban con los ojos dilatados por el fervor, queriendo convencerse de que su santo patrón los libraría de la espantosa sequía que estaban padeciendo.
El paisaje que se ofrecía a la vista no podía resultar más desolador ya que la tierra aparecía cubierta de lava volcánica y cenizas, calcinada por un sol de fuego, sin trazas de haber recibido una gota de agua en años y arrasada por un viento que levantaba nubes de polvo mientras un alto volcán de oscura lava contribuía a convertir el árido paisaje en una especie de sucursal del infierno.
Entre cuatro hombres acabaron de sacar la imagen del pozo, la desataron, la colocaron sobre unas angarillas e iniciaron una lenta procesión, precedidos por un cura y un monaguillo que hacía repicar una campanilla seguidos por todo el pueblo, que entonaba monótonamente su letanía:
Santa Bárbara, calma al volcán.
San Ginés, concede esa merced.
Santa Bárbara, no muevas la tierra.
San Ginés, quítanos la sed.
Se alejaron por la despiadada llanura, y componían un espectáculo dantesco, ya que el cielo sin una nube, el viento abrasador y el sol que machacaba los cráneos parecían querer advertirles de que no tenían la más mínima probabilidad de que sus rogativas pudieran cumplirse.
***
La piedra de moler giraba y giraba impulsada por la incansable mano de una muchacha que sudaba y se afanaba moviéndola circularmente, iluminada por la leve llama de un candil que apenas alumbraba la enorme cuadra que en otro tiempo debió albergar a muchas bestias, pero que ahora tan solo servía de refugio a una escuálida camella.
La piedra continuó girando hasta que la puerta se abrió e hizo su aparición un hombre de unos cuarenta años, aspecto apocado y rostro quemado por el sol, que se dejó caer sobre una desvencijada silla.
–¿Aún trabajando…? Tu hermano hace horas que duerme.
–Debo entregarle el gofio a doña Eulalia. Me prometió un cuartillo de agua.
–¡Un cuartillo de agua! ¡Dios Bendito! Por una garrafa seríamos capaces de asesinar. ¿Hasta cuándo durará este castigo?
–No se impaciente, padre. Pronto lloverá. Esta mañana volvieron a bajar al santo al pozo.
–¡Al pozo! Ni aunque lo bajaran a los mismísimos infiernos conseguiría que cayera una gota de agua. Durante la gran sequía no llovió en veinte años y ahora tan solo llevamos siete.
María Curbelo se detuvo en su dura tarea con el fin de secarse el sudor con la manga.
–¡Tenga fe, padre! Lloverá.
–¿Fe? Lo que tengo es sed. ¡Y hambre! –Hizo una corta pausa y al fin, casi con miedo, añadió–: Ofrecen tierra y trabajo en las Américas.
–¿Las Américas? –se escandalizó su hija–. Eso queda al otro lado del mar. Aquí esta nuestra casa, y ahí fuera, la tumba de los abuelos. No quiero ir a ninguna parte; quiero vivir y morir en Lanzarote.
–Morir aquí resulta fácil, cielo. Vivir ya es otra cosa. Sin agua, en esta tierra solo florecen tumbas. Moler gofio ajeno no es el destino que soñaba para ti. Mereces otra algo mejor.
–No me quejo.
–Lo sé. Tú nunca te quejas y no es justo. A tu edad deberías rebelarte contra esta vida.
–En cuanto llegue el agua será como antes. ¿Es que no lo recuerda? Había buenas cosechas y miles de conejos; la isla lucía siempre verde, las cabras rezumaban leche y los camellos estaban gordos. Nos bañábamos en el aljibe y pisábamos la uva en el lagar. ¡Era todo tan bonito!
–¡Pero de eso hace ya siete años! ¡Y quién sabe si volverá!
–¡Tiene que volver! Algo tan maravilloso no puede haberse ido para siempre.
–No. Tal vez no se haya ido para siempre, pero para cuando llueva tú ya habrás dejado de ser una niña, y la infancia sí que no vuelve... –El derrotado Matías Curbelo quedó en silencio, triste y pensativo, hasta que por último, y con un gran esfuerzo e indudable vergüenza inquirió–: ¿Queda algo de comer?
Su hija observó el saquito de polvo de gofio que había ido moliendo pero que no le pertenecía, y resultaba evidente que libraba una dura batalla entre su honradez y su amor filial, pero al advertir la desolada expresión del rostro de su padre tomó una taza de latón y con ayuda de un paño fue echando dentro los restos del gofio que habían quedado sobre la piedra, en el delantal y en algunos rincones de la tabla. Por último se aproximó a la camella, a la que ordeñó extrayendo de sus flácidas ubres un chorrito de leche, que trató como si fuera oro, y amasó el gofio con una cuchara.
–Tome, padre... Si Dios quiere mañana habrá más.
***
Repicaba insistente una campana con un tañido lento, espaciado, como una llamada de reclamo, y desde esa misma campana, que se alzaba en lo más alto del torreón del castillo que dominaba el pueblo, se distinguía a los campesinos que iban acudiendo lentamente y con aire cansino.
Algunos llegaban en burro, otros en camello y la mayoría a pie, pero vinieran como vinieran, en todos se advertía una profunda desgana, como un convencimiento de que de nada servía reunirse o tratar de tomar cualquier decisión, puesto que mientras aquel cielo continuara sin mostrar una sola nube y no existieran esperanzas de lluvia todo resultaría inútil.
Transcurrió un largo rato hasta que el alcalde, que presidía la sesión observando como sus conciudadanos iban tomando asiento en los rústicos bancos del amplio salón del viejo castillo, hizo un gesto con el fin de que la escandalosa campana dejara de incordiar.
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