Alberto Vazquez-Figueroa - El sueño de Texas

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En 1730 una docena de familias canarias partieron de su Lanzarote natal y se embarcaron durante 44 días rumbo al estado norteamericano de Texas en lo que constituyó la primera colonización civil de la historia de los Estados Unidos. Huyendo de la sequía y de la miseria que por aquel entonces asolaban las Islas Canarias, estas valientes familias se lanzaron a una aventura desesperada. Su primera parada fue en La Habana, de donde emprendieron ruta a Veracruz y de allí, en caravanas tiradas por bueyes y mulas, continuaron enfrentando innumerables peligros y vicisitudes a la búsqueda del paraíso prometido.Una historia única de colaboración, de superación, en la que el lector acompaña por mares y desiertos a los viajeros, cuyo únicos patrimonio era una piedra de moler gofio y una descomunal determinación por alcanzar el sueño que se les había prometido.

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Todos los pasajeros habían subido a cubierta con el fin de aspirar ansiosamente un aire ardiente mientras el mar se mantenía absolutamente inmóvil.

Sudaban los cuerpos y se leía desesperación en los rostros, que observan ansiosos al oficial que portaba un cubo y que iba entregando una miserable ración de agua a cada emigrante.

–No se la beban de golpe. Raciónenla. Nos cogieron las calmas y no sabemos cuánto tiempo pueden durar.

–¿Y por qué nos cogieron las calmas? –inquirió Matías Curbelo–. Si el capitán supiera su oficio esto no habría ocurrido.

–Nadie puede predecir las calmas.

–Un buen marino, sí. Debería haberse desviado hacia el sur.

–¿Sabe mucho de barcos?

–No. Pero sí de vientos, y en esta época del año nunca soplan hacia el oeste.

–¿Y qué quiere que yo le haga? Fue don Bartolomé de Buenacasa, Casabuena, o como coño quiera que se llame, quien insistió en que emprendiéramos el viaje. ¡Vaya a reclamarle a él!

Pero ni don Bartolomé ni nadie tenía influencia en lo que se refería al viento y esa noche, un sordo rumor, como un lamento profundo e indescriptible que surgía de las tinieblas, obligó a abrir los ojos a cuantos dormían en cubierta observándose entre sorprendidos y atemorizados.

–¿Qué es eso?

–¿De dónde viene ese hedor?

Se destacó de improviso una leve claridad que se reflejaba en el agua y casi al instante resonó una campana, a la par que una voz de claro acento extranjero inquirió:

–¡Ah del barco! ¿Quién navega a estribor?

Desde popa un oficial respondió haciendo bocina con las manos:

–«El Santísima Trinidad», con pasajeros y carga con destino a La Habana. ¿Quién navega a babor?

–«El San Juan», con cargamento humano con destino a La Habana.

Inmediatamente el padre Ruiz dio un salto, se aproximó a la borda y aulló fuera de sí:

–¡«San Juan»! ¡Hijos de puta! ¿Cómo os atrevéis a ponerle el nombre de un santo a un barco negrero? ¡Malnacidos! Así os condenen a navegar eternamente en el infierno. Yo os maldigo en el nombre del Señor.

–¡Anda y que te jodan!

–Desgraciados traficantes de carne humana. ¡Malditos! ¡Mil veces malditos!

Se diría que el pobre hombre estaba a punto de lanzarse al mar y nadar hacia el navío, por lo que tuvieron que sujetarlo pues su furia resultaba incontenible.

Poco a poco la luz se fue diluyendo, los lamentos se perdieron en la distancia, y todo cuanto quedó fueron la noche y la voz del religioso:

–¡Sucios negreros! Os odio. Que Dios me perdone cuánto os odio.

Rompió a llorar sin consuelo mientras los emigrantes lo contemplaban impresionados.

El sueño de Texas - изображение 4

Capítulo IV

Los ansiosos rostros de la mayoría de los emigrantes brillaron con una luz de esperanza, visto que los primeros rayos del sol iluminaban una costa muy verde en la que destacaba la dorada línea de anchas playas cuajadas de palmeras.

–¿Cuba?

–Cuba. Te dije que llegaríamos y hemos llegado. El sol nos trajo.

–Pues el viento podría haberle echado una mano –se lamentó María Curbelo.

Juan Leal, que se encontraba cerca, se volvió y sonrió casi por primera vez durante el viaje mientras su único ojo brillaba.

–¡No te quejes! Tienes toda una vida por delante. A mi edad perder casi dos meses sí que es perder mucho, pero al fin estamos aquí.

–Esto no es más que la mitad del camino –le recordó el religioso–. Lo verdaderamente difícil empieza ahora.

Quiso añadir algo, pero se interrumpió porque María reclamaba su atención señalando un punto ante la proa.

–¿Qué es aquello? Parece un cuerpo.

Todos prestaron atención al punto al que se iban aproximando y poco a poco fue quedando claro que se trataba del cuerpo de una mujer que flotaba boca abajo.

Al pasar junto a ella, el padre Ruiz hizo la señal de la cruz, pronunciando unas palabras en voz baja, y todos se persignaron quitándose respetuosamente el sombrero.

Pero el cuerpo aún no había alcanzado la popa del navío, cuando alguien gritó:

–¡Allí hay otro! Y otro más lejos.

Efectivamente, ante los asombrados ojos de los canarios hizo su aparición un rosario de cadáveres que formaban una interminable cadena que parecía querer marcarles el rumbo.

–¿Pero qué diantres significa…? ¿Un naufragio?

–Tal vez el barco de anoche se hundió. Iba cargado de esclavos.

El padre Ruiz, al que se advertía profundamente abatido, negó con firmeza:

–¡No! No se hundió. Es que al saber que están llegando a Cuba arrojan al mar a los enfermos y los débiles.

–¿Que los arrojan al mar? ¿Pero por qué?

–Porque cobran más por el seguro que por un esclavo en malas condiciones. Aguardan hasta el último momento, y a los que saben que no van a alcanzar un buen precio los tiran por la borda.

–¡Pero eso es una canallada! ¡Un crimen sin nombre!

–Si que tiene nombre: «esclavitud». El camino que conduce a Cuba está señalado por los miles de infelices que están siendo sacrificados en el camino, pero algún día se alzarán contra nosotros. Su venganza será terrible y no tendremos derecho a quejarnos.

***

Un negro aulló:

–¡Viva Cuba libre!

Alguien le golpeó, se organizó un tremendo alboroto, y al fin lo arrojaron a la calle, con lo que la normalidad volvió a la taberna en la que hombres y mujeres de todos los colores y nacionalidades reían, cantaban, bebían y alborotaban en un ambiente enloquecido que Juan Leal, Matías Curbelo, Alfonso Chiscano –que se había unido al grupo en Tenerife–, y el siempre silencioso Torano Fajardo –que a pesar de ser pescador también había decidido emigrar–, observaban con gesto embobado, ya que aquel era un mundo nuevo cuya existencia jamás hubieran sospechado.

Se habían sentado en torno a una mesa un tanto apartada del resto y que se encontraba presidida por los hermanos César y Martín Armas, dos chicarrones inmensos, juerguistas y pendencieros, que se apresuraban a rellenar los vasos vacíos:

–¡Venga! Que no decaiga la alegría. Todo corre por nuestra cuenta porque hace años que no venía ningún conejero.

–Deberíamos volver a casa. Mi mujer…

–Tu mujer acaba de dar a luz a un hijo precioso y se encuentra estupendamente. Anímate.

–Pero yo…

–¡No hay pero que valga! Habéis pasado meses en ese mar de todos los infiernos y tenéis que poner el cuerpo en forma. –Se volvió a Torano Fajardo–. ¿A que a ti te gustaría pasar un rato con la mulatita del vestido rojo?

–¡No provoques al muchacho! –le recriminó Juan Leal–. En Lanzarote no se ven estas cosas.

–Pues no saben lo que se pierden. Las mulatas son lo mejor que ha producido América. Mejor que el oro, el maíz, el café o el cacao. Son la verdadera sangre de estas islas, y quien no se ha acostado con una mulata no sabe lo que es vivir…

Se interrumpió porque la puerta se abrió violentamente y el negro –que se encontraba visiblemente borracho– hizo de nuevo su aparición para volver a gritar estentóreamente:

–¡Viva Cuba libre!

Cinco o seis parroquianos se lanzaron sobre él propinándole otra paliza y, tomándolo por los brazos y los pies, lo balancearon y lo arrojaron a la calle sin el menor miramiento.

La mayoría de los asistentes reía, pero pronto se olvidó el incidente por lo que Martín Armas llamó con un gesto a la mulata del vestido rojo entregándole unas monedas.

–Llévate a mi amigo y enséñale lo que sabes.

–¿Todo?

–No pido milagros; lo que puedas enseñarle en una noche.

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