Sinclair Lewis - Eso no puede pasar aquí

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Eso no puede pasar aquí" es una sátira política en la que se describe la América rural y provinciana que surge tras el crac bursátil de 1929. Los personajes y los hechos que se relatan en la novela son como juegos de espejos de los reales en una América en la que Roosevelt pierde las elecciones presidenciales, y un partido totalitario toma el poder en un momento decisivo de la historia del siglo xx, con el auge de los totalitarismos en Europa y el New Deal aún sin terminar de implantarse. La novela cuenta la historia del director de un periódico de Vermont, Doremus Jessup, y de su oposición al candidato a la presidencia Buzz Windrip, quien detrás de un discurso populista y demagógico, sustentado por los supuestos ideales americanos, oculta su verdadera intención de crear una sociedad totalitaria a imagen de las europeas pero con rasgos norteamericanos. El libro incluye un detallado glosario realizado por Amaya Bozal en el que deconstruyendo el juego de espejos podemos apreciar la gran variedad de nombres, hechos y fechas que hacen de esta novela casi una historia subterránea y contracultural de los EEUU. Cuando Sinclair Lewis escribió Eso no puede pasar aquí tenía buenas razones para creer que lo que oía, veía o leía podía acabar como esta fábula fascista en el país de la Libertad.

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El aplauso fue estruendoso. El “profesor” Emil Staubmeyer, director de escuela, saltó de su asiento para gritar: “¡Tres hurras por el general! ¡Hip, hip, hurra!”

Todos los miembros del público volvieron sus rostros resplandecientes hacia el general y el Sr. Staubmeyer; todos salvo un par de excéntricas mujeres pacifistas y un tal Doremus Jessup, editor del periódico Daily Informer de Fort Beulah y considerado en la localidad como “un tipo bastante listo, pero un tanto cínico”, quien susurró a su amigo el reverendo el Sr. Falck: “¡Nuestros padres fundadores hicieron un trabajo bastante discutible al cultivar con ardor algunos metros cuadrados de Arizona!”

El punto álgido de la cena fue el discurso de la Sra. Adelaide Tarr Gimmitch, conocida en todo el país como “la chica de los Unkies”, pues durante la Gran Guerra había abogado por llamar a nuestros muchachos de las Fuerzas Expedicionarias Estadounidenses “los Unkies” 2. No se había limitado a darles dominós; de hecho, su primera idea había sido mucho más imaginativa. Quería enviar a cada soldado en el frente un canario en una jaula. ¡Imaginen lo que hubiera significado para ellos, acompañándoles y recordándoles al hogar y la madre! ¡Un pequeño y delicioso canario! Y, ¿quién sabe? ¡Quizá se les podría enseñar a cazar piojos!

Emocionada con la idea, consiguió entrar a la oficina del general del cuerpo de intendencia, pero ese estirado oficial con mente de máquina se negó (o más bien, rechazó a los pobres chicos, tan solos allí en el barro), murmurando como un cobarde no sé qué tonterías sobre la falta de transporte para canarios. Según dicen, sus ojos echaron chispas y se encaró al insolente chupatintas como una Juana de Arco con gafas, mientras “le decía cuatro verdades que no olvidaría en su vida”.

En aquella época, las mujeres realmente tenían oportunidades. Se las animaba para que mandaran a sus maridos, o a los maridos de cualquiera, a la guerra. La Sra. Gimmitch se dirigía a cualquier soldado que se encontrara (y ya se encargaba ella de conocer a cualquiera que se aventurara a menos de dos manzanas de su persona) como “mi queridísimo muchacho”. Según la leyenda, saludó de este modo a un coronel de los marines que estaba de permiso y este le contestó: “Nosotros, los queridísimos muchachos, estamos conociendo a muchas madres últimamente. Personalmente preferiría conocer a unas cuantas amantes más.” Y al parecer ella no dejó de hacer comentarios, excepto para toser, hasta una hora y diecisiete minutos después, según el reloj de pulsera del coronel.

Sin embargo, sus servicios sociales no se limitaban solo a las eras prehistóricas. Hace bien poco, en 1935, se puso manos a la obra para purificar el mundo del cine y, antes incluso, había defendido primero y luchado después contra la Ley Seca. Puesto que la habían obligado a votar, también había sido miembro de una comisión republicana en 1932 y enviaba diariamente al presidente Hoover un largo telegrama lleno de consejos.

Aunque, desgraciadamente, no tenía hijos, era apreciada como conferenciante y escritora sobre cultura infantil, y había publicado un volumen de canciones para niños que incluía el inmortal pareado:

Todos los gorditos duermen en filas,

Con lorcitas bajo las axilas.

Sin embargo, tanto en 1917 como en 1936, siempre estuvo afiliada a las Hijas de la Revolución Americana (D.A.R. en sus siglas inglesas).

La D.A.R. (pensó el cínico Doremus Jessup aquella noche) es una organización bastante confusa, tanto como la teosofía, la relatividad o el truco hindú de la cuerda y el niño que desaparece, y en realidad se parece a los tres. Está formada por mujeres que se pasan la mitad del día presumiendo de ser descendientes de los sediciosos colonos estadounidenses de 1776 y la otra mitad, mucho más fogosa, atacando a todos sus contemporáneos que creen exactamente en los principios por los cuales lucharon sus antepasados.

La D.A.R. (meditó Doremus) se ha convertido en una organización tan sacrosanta, tan imposible de criticar como la Iglesia católica o el Ejército de Salvación. Además, cabe destacar que ha proporcionado a la gente sensata numerosas ocasiones para disfrutar de sonoras e inocentes carcajadas, ya que se las ha ingeniado para ser tan ridícula como el Ku Klux Klan, desgraciadamente desaparecido, sin necesidad de llevar grandes capirotes ni camisones en público.

Así, si llamaban a la Sra. Adelaide Tarr Gimmitch para estimular la moral militar o para convencer a las sociedades corales lituanas de que comenzaran su programa con la canción patriótica “Columbia, the Gem of the Ocean”, siempre era en calidad de miembro de la D.A.R., cosa que se podía deducir fácilmente al escucharla con los rotarios de Fort Beulah en aquella alegre noche de mayo.

Era una mujer baja, rellenita y de nariz respingona. Su abundante cabellera gris (tenía sesenta años, la misma edad que el sarcástico editor Doremus Jessup) se podía apreciar debajo de su juvenil y flexible sombrero italiano de paja; llevaba un vestido estampado de seda con una enorme ristra de cuentas de cristal y una orquídea entre lirios del valle prendidos con alfileres sobre sus senos turgentes. Derrochaba simpatía hacia todos los hombres presentes: se les insinuaba sutilmente, los abrazaba y, con una voz que parecía llena de flautas y dulce como la salsa de chocolate, pronunció su discurso sobre: “Cómo ustedes, los chicos, pueden ayudarnos a nosotras, las chicas.”

Las mujeres, afirmó, no habían hecho nada con el voto. Si Estados Unidos le hubiera escuchado a ella en 1919, podría haberse ahorrado todas las molestias. No. Por supuesto que no. Nada de votos. De hecho, la mujer debe volver a ocupar su lugar en el hogar y, “como ha resaltado el Sr. Arthur Brisbane, gran escritor y científico, lo que debería hacer cualquier mujer es tener seis hijos”.

En ese mismo momento se produjo una interrupción vergonzosa, espantosa.

Una tal Lorinda Pike, viuda de un conocido pastor unitario, era la gerente de una gran casa rural llamada “La taberna del valle de Beulah”. Se trataba de una mujer más bien joven, con un aspecto engañoso de madona italiana, ojos tranquilos, un sedoso cabello castaño con raya en medio y una voz suave, teñida con frecuentes risas. Pero al hablar en público, su voz se volvía estridente y sus ojos se llenaban de una furia lamentable. Se la consideraba la gruñona del pueblo, la cascarrabias. Se metía constantemente en asuntos que no eran de su incumbencia y en las reuniones municipales criticaba cualquier tema importante relacionado con el condado: las tarifas de la compañía eléctrica, los salarios de los maestros, la censura de los libros para la biblioteca pública que realizaba la Asociación Ministerial de manera totalmente altruista, etc. Ahora, en este momento, cuando todo debía ser radiante y lleno de amor por el prójimo, la Sra. Lorinda Pike rompió el hechizo, mofándose de la siguiente manera:

“¡Un aplauso para Brisbane! Pero, ¿qué hace una pobre chica si no puede pescar a un hombre? ¿Tener seis hijos fuera del matrimonio?”

Entonces, el caballo de batalla que llevaba dentro Gimmitch, veterana en cientos de campañas contra los rojos subversivos, y entrenada para neutralizar, mediante la ridiculización, la cantinela hipócrita de los bocazas socialistas y devolverles el escarnio, pasó a la acción con gallardía:

“Mi querida amiga, si una chica, como usted la llama, posee verdadero encanto y feminidad no tendrá que ‘pescar’ a ningún hombre; ¡los encontrará haciendo cola a tropel en su propia puerta!” (Risas y aplausos.)

La metomentodo del pueblo solo había conseguido despertar la vehemencia pasional de la Sra. Gimmitch. Ya no abrazaba a nadie y fue directamente al grano:

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