Sin desenmascarar los detalles de la obra, podemos adelantar que la novela cuenta la historia del mencionado director de un periódico de Vermont, Doremus Jessup, y de su oposición al carismático líder Buzz Windrip, candidato –por cierto demócrata– que asume la tentación de un gobierno dictatorial con un discurso populista, de puertas adentro con respecto a la política exterior, sustentado en el terruño y todos los ideales de la América que ya hemos señalado y con la que tan crítico fue Sinclair Lewis. Básicamente, el perfil de muchos de los líderes de aquella época, y de ahora. Churchill, en 1932, dijo no recordar ningún momento en el cual la distancia entre el tipo de palabras que usaban los estadistas y lo que pasaba realmente en muchos países fuera tan grande como lo fue entonces.
Eran los discursos de paz que traían sometimiento y guerras, como los que da Buzz Windrip a lo largo de la novela, o en su obra doctrinal, La hora cero , donde expone todas sus teorías, muchas anti-europeas –de donde solo llegan hordas de inmigrantes groseros e ignorantes a los que “hay que darles algo parecido a la cultura americana y las buenas maneras”–, anti-intelectuales (“no queremos todas esas intelectualidades elitistas ni todos esos libros”, dice la Sra. Gimmitch, ferviente seguidora del futuro líder; de nuevo, el miedo a la literatura, a la literatura “profana”), pero también a los bancos –aunque no contra los banqueros–, y todos los etcétera que se pueden incluir en un discurso habitual del mismo corte populista. Cómo no, Windrip también goza de su propia guardia de orden personal, los “Minute Men”, una suerte de versión americana de las SA alemanas.
Creo que el escenario de la obra, sin necesidad de desvelar mucho más de ella, está más que claro. Algunos la han llamado obra de anticipación, dado que fue en 1935 cuando la escribió y los fascismos europeos todavía no habían mostrado su lado más extremo y autoritario, que es el que se narra según avanza la novela. Por tanto, esta ficción literaria se asemeja en cierto sentido a obras como 1984 , de Orwell, o aún antes a Nosotros , de Zamiatin, obras donde una situación socioeconómica determinada es base para la representación del miedo. Una ficción literaria que, como se puede ver en el detallado glosario fruto de una laboriosa investigación y que incluimos en esta edición, tiene su lectura real con nombres, movimientos y situaciones que existieron y que aparecen en la novela. Por tanto, en el trasunto de la ficción, cuando Sinclair Lewis escribió Eso no puede pasar aquí , quizá tenía algunas buenas razones que oía, veía o leía en los periódicos de entonces para pensar que todo era posible, hasta su fábula fascista, en el país de la Libertad.
Un buen momento este –bueno para la lectura, que no para la política y, sobre todo, para la castigada sociedad de hoy- en el que adentrarse entre estas páginas cuya edición fue pensada en una etapa coyuntural concreta para una malograda editorial que dirigía, pero que reaparece, de nuevo, y quizá en el tiempo preciso, en la Editorial Machado. Bienvenidos a esta sátira, y parafraseando a Cyril Connolly –y donde dice escritor me permito poner lector –, “que el lector cuyo estómago no pueda asimilar con genio el almidón y el ácido de la política contemporánea rechace su plato”. Lewis, desde luego, no lo hizo.
José A. Vázquez Aldecoa
ESO NO PUEDE PASAR AQUÍ
EL ELEGANTE comedor del Hotel Wessex, con sus escudos dorados de escayola y el mural que representaba a las famosas montañas Green, había sido reservado para la cena de las damas del Rotary Club de Fort Beulah.
Aquí, en Vermont, el evento no era tan pintoresco como podría haber sido en las praderas occidentales, pero también tenía sus atractivos: había una sátira en la que Medary Cole (molinero y propietario de una tienda de ultramarinos) y Louis Rotenstern (sastre por encargo, planchado y lavado) se hacían pasar por aquellos vermonteses históricos Brigham Young y Joseph Smith, y, con sus chistes sobre diversas esposas imaginarias, lanzaban cómicas indirectas a las damas presentes. Sin embargo, en esta ocasión reinaba la seriedad. Desde 1929, tras siete años de depresión económica, toda América estaba seria. Había pasado el tiempo suficiente desde la Gran Guerra de 1914-18 para que los jóvenes nacidos en el 17 estuvieran listos para ir a la universidad..., o a otra guerra, casi a cualquier guerra práctica.
Esta noche los temas que tocaban los rotarios no tenían nada de gracioso, al menos no de un modo evidente, pues se trataba de los discursos patrióticos del general de brigada retirado Herbert Y. Edgeways, estadounidense, que se entregaba con ira al tema: “La paz a través de la defensa. Millones para armamento, pero ni un céntimo para los homenajes”; y de la Sra. Adelaide Tarr Gimmitch, tan conocida por su valiente campaña anti-sufragista de 1919 como por haber mantenido a los soldados americanos fuera de los cafés franceses durante la Gran Guerra mediante el astuto truco de enviarles diez mil juegos de dominó.
Ningún patriota con conciencia social podía desdeñar sus recientes, aunque poco apreciados, esfuerzos por mantener la pureza del Hogar Americano, excluyendo de la industria cinematográfica a cualquier persona, actor, director o cámara que: a) se hubiera divorciado; b) hubiera nacido en algún país extranjero, excepto Gran Bretaña, pues la Sra. Gimmitch tenía en muy alta estima a la reina María, o c) se negara a jurar la bandera, la Constitución, la Biblia o cualquier otra de esas instituciones típicamente estadounidenses.
La cena anual de las damas era una reunión de lo más respetable; la flor y nata de Fort Beulah. La mayoría de las damas y más de la mitad de los caballeros vestían de etiqueta y se rumoreaba que, antes de la fiesta, el círculo más íntimo había degustado unos cócteles, servidos en secreto en la habitación 289 del hotel. Las mesas, dispuestas en tres lados de un cuadrado vacío, brillaban con velas, platos de cristal tallado llenos de golosinas y unas almendras algo duras, figuritas de Mickey Mouse, las típicas ruedas de latón de los rotarios y pequeñas banderas estadounidenses de seda clavadas en huevos duros pintados de color dorado. En la pared había una pancarta que rezaba: “El servicio a los demás por delante del interés propio”, y el menú (crema de apio, sopa de tomate, abadejo a la parrilla, croquetas de pollo, guisantes y helado de tuti fruti) estaba a la altura de la calidad del Hotel Wessex.
Todos escuchaban boquiabiertos. El general Edgeways estaba acabando su viril y mística divagación sobre el nacionalismo:
“... porque Estados Unidos, sola entre las grandes potencias, no quiere conquistar tierras extranjeras. Nuestra más alta aspiración es... ¡que nos dejen en paz de una maldita vez! La única relación auténtica que tenemos con Europa es la ardua tarea de tener que educar a las masas groseras e ignorantes que Europa exporta e intentar darles algo parecido a la cultura americana y las buenas maneras. Pero, como ya he explicado, tenemos que estar preparados para defender nuestras costas de todas las bandas extranjeras de mafiosos internacionales que se definen a sí mismas como ‘gobiernos’ y que, con una envidia tan enfermiza, tienen siempre su mirada puesta en nuestras minas inagotables, nuestros imponentes bosques, nuestras desmesuradas y opulentas ciudades, nuestros hermosos y extensos campos”.
“Por primera vez en toda la historia, una gran nación debe seguir armándose cada vez más. No para conquistar. No por envidia. ¡No para la guerra, sino para la paz! Recemos a Dios para que nunca sea necesario, pero si las naciones extranjeras no hacen caso a nuestras advertencias, surgirá, como cuando se sembraron los dientes del dragón proverbial 1, un guerrero armado y valiente en cada metro cuadrado de estos Estados Unidos, cultivados y defendidos con tanto ardor por nuestros padres fundadores, en cuyas imágenes de espadas ceñidas debemos convertirnos..., ¡o pereceremos!”
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