Las ocho semanas se convirtieron en dieciséis, Roscoe se acercó y me dijo:
–Si no zarpamos antes del primero de abril, podrás emplear mi cabeza para jugar al fútbol.
Dos semanas más tarde, confesó:
–Estoy empezando a entrenar a mi cabeza para el partido.
–No desesperemos –nos decíamos Charmian y yo–; pensemos qué magnífico barco será una vez acabado.
Para darnos ánimos no parábamos de contarnos las virtudes y excelencias del Snark. Tuve que pedir más créditos y volver a mi escritorio para trabajar duramente, y rehusé tomarme algún domingo libre para ir con mis amigos al campo. Estaba construyendo un barco, aunque se hiciese eterno; y sería un barco con todas las de la ley, con mayúsculas –B–A–R–C–O–; y no importaba lo que pudiese costar, sería un BARCO.
Hay otra cosa del Snark de la que estoy muy orgulloso y de la que aún no he hablado: su proa. Ninguna ola podrá pasarle por encima. Es una proa que se ríe del mar, reta al mar, desafía al mar. Y además, una proa hermosa; sus líneas son un sueño; no creo que ningún barco haya lucido nunca una proa que a la vez sea tan bonita y tan perfecta. Está concebida para ensartar los temporales. Tocar esta proa es acariciar el extremo cósmico de todas las cosas. Mirarla es comprender que no hemos escatimado medios para conseguirla. Cada vez que se retrasaba el inicio de nuestra singladura, o que nos aparecían nuevos gastos imprevistos, lo soportábamos pensando en esa maravillosa proa.
El Snark no es un barco tan grande. Cuando calculé que un presupuesto de siete mil dólares sería suficiente, me consideré generoso y correcto. He construido casas y graneros, sé de sobras que la mayoría de los proyectos terminan costando más de lo que uno se imagina al principio. Creía dominar estos cálculos cuando estimé que para la construcción del Snark bastarían siete mil dólares. Me costó treinta mil. No, no acepto preguntas. Es la verdad. Yo firmé los cheques, yo tuve que ganar el dinero. No hay explicación posible. Estará de acuerdo conmigo, lector, en que se trata de algo inconcebible, de algo monstruoso, lo sé, y esta es la historia.
Otra de las grandes dificultades eran los retrasos. Tuve que tratar con cuarenta y siete trabajadores distintos y con ciento quince empresas. Ni uno solo de los trabajadores, ni una sola de las empresas, hicieron lo que debían hacer en el plazo convenido, sólo eran puntuales para presentarme nuevas facturas. Los trabajadores apostaban el alma a que lograrían concluir determinada fase en determinada fecha; por regla general, no solían retrasarse más de tres meses. Y así iban las cosas, y Charmian y yo nos consolábamos mutuamente explicándonos lo espléndido que era el Snark tan seguro y tan fuerte; a veces nos hubiésemos subido al chinchorro para remar alrededor del Snark y deleitarnos admirando su proa, increíble de tan hermosa.
–Imagínate –le dije a Charmian–, que estamos en pleno temporal ante las costas de China, y piensa en el Snark surcando majestuosamente las aguas, atravesando el temporal con su espléndida proa. Ni una gota caería por encima. Estaría más seca que una pluma, y nosotros jugando a la baraja en la cabina, a la espera de que el tiempo amainase.
Y Charmian, emocionada, me apretó la mano exclamando:
–Todo habrá valido la pena: el retraso, y los gastos, las preocupaciones y todo lo demás. ¡Oh, qué barco tan maravilloso!
Cada vez que contemplaba la proa del Snark o analizaba sus compartimentos estancos, lograba que me subiese la moral. Sin embargo, nadie más mantenía una moral elevada. Mis amigos habían empezado a hacer apuestas contra las diversas fechas previstas para iniciar la singladura del Snark. Mr. Wiget, que se había quedado a cargo de nuestro rancho en Sonoma, fue el primero en cobrar sus apuestas. Cobró el día de Año Nuevo de 1907. Después de esto las apuestas se volvieron más fuertes. Mis amigos revoloteaban a mi alrededor como arpías, haciendo apuestas cada vez que les daba una nueva fecha prevista. Yo me iba volviendo cada vez más temerario y tozudo. Y apostaba, y apostaba, y seguía apostando; y perdía todas mis apuestas.
–No te preocupes –solía decirme Charmian–; piensa solamente en su proa y en cómo surcará el Mar de la China.
–Como pueden ver –les decía a mis amigos mientras les pagaba sus últimas apuestas–, no escatimo ni problemas ni dinero para conseguir que el Snark sea la nave más marinera de cuantas hayan cruzado el Golden Gate, esta es la causa de tantos retrasos.
A todo esto, mis editores me acosaban pidiéndome explicaciones. ¿Cómo iba a poder explicarles lo que pasaba si ni yo mismo podía explicármelo, si nadie, ni incluso Roscoe, podía llegar a darme una respuesta? En los periódicos ya empezaban a burlarse de mí y a publicar notas irónicas acerca de la partida del Snark con frasecitas como: “Todavía no, pero pronto”. Y Charmian me animaba recordándome la proa, y yo volvía al banco y pedía cinco mil dólares más. Sin embargo, nuestra espera también tenía su recompensa. Un amigo mío, un crítico, escribió ridiculizando todo lo que yo había hecho, incluso todo lo que yo iba a hacer; había contado con que su trabajo aparecería cuando yo hubiese ya zarpado. Pero cuando se lo publicaron yo aún estaba en tierra, y desde entonces ha estado muy ocupado dándome explicaciones.
Y el tiempo seguía pasando. Había algo que cada vez se hacía más evidente: sería imposible acabar el Snark en San Francisco. Llevaba tanto tiempo en construcción que ya empezaba a deteriorarse. De hecho, había llegado a un punto en que se deterioraba más rápido de lo que podría repararse. Parecía una broma, nadie se lo tomaba en serio; y los que menos se lo tomaban en serio eran los trabajadores que se encargaban de su construcción. Propuse zarpar con el barco tal y como estaba y acabar de construirlo en Honolulú. Pero de repente detectamos una vía de agua y debió ser reparada antes de que pudiésemos salir. Decidí botarlo de una vez. Tras deslizarse por la grada fue atrapado entre dos grandes barcazas que justo pasaban, recibió un violento apretujón, perdimos el control y volcó de costado hundiéndose de popa en el fango.
Estábamos más para el desguace que para el astillero. Cada veinticuatro horas se producen dos mareas altas, y con cada marea alta, día y noche, durante una semana, hubo dos remolcadores a vapor tironeando del Snark. Estaba hundido en el fango, apoyado en su popa. Empezamos a usar el cabrestante para ayudar a zafarlo. Era la primera vez que lo usábamos. Las piezas resultaron defectuosas: se partieron en pedazos, la transmisión se desintegró y el cabrestante quedó inutilizado. A continuación, nuestro motor de setenta caballos quedó también fuera de combate. Este motor venía de Nueva York, lo mismo que su bancada; pero había algún defecto en la bancada; mejor dicho, había infinidad de defectos en la bancada; y el motor de setenta caballos rompió su defectuoso soporte, se elevó por los aires, rompió todas las conexiones y los anclajes y cayó de lado. Y el Snark seguía clavado en el fango, y los dos remolcadores seguían intentando sacarlo de allí.
–No te preocupes –me decía Charmian–, piensa en lo estanco y en lo robusto que es.
–Sí –le contestaba yo–, y con esa proa tan hermosa.
Dejamos al destrozado motor sobre los restos de su bancada; los restos de la transmisión los bajamos para guardarlos aparte con la idea de llevar todo hasta Honolulú en donde tendríamos que hacer construir piezas nuevas.
En algún momento del pasado, el exterior del Snark había recibido una mano de pintura blanca. Todavía, con la luz apropiada, podían detectarse restos de ella. Su interior nunca había sido pintado. Estaba totalmente recubierto por manchas de grasa y de escupidas de todos los trabajadores, que no paraban de masticar tabaco. Tampoco esto nos preocupaba mucho, cuando llegáramos a Honolulú, el Snark podría ser pintado mientras se completaban las reparaciones.
Читать дальше