Ivonne Díaz de Sandi - Privilegiada por elección

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Ivonne Díaz de Sandi nos relata su travesía hacia la libertad y equilibrio emocional así como al encuentro consigo misma. Al quedar huérfana de padre, buscó la independencia económica en cuanto alcanzó su adolescencia y desde entonces comenzó su trayecto en la industria de la moda; con el tiempo comprendió que el verdadero sentido de la vida lo encontraría más allá de la estabilidad financiera.

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Me volví una niña súper ocupada viviendo con adultos; todo el tiempo en clases de idiomas, baile, entrenamientos deportivos o alguna otra actividad, pero un poco olvidada. Esta era una forma en que mi mamá evitaba que yo estuviera sola y ociosa. Me mantenía aprendiendo, desarrollando habilidades y ejercitándome para que ella pudiera salir a trabajar.

Recuerdo una ocasión en que, como era costumbre, me llevaron a entrenar a la alberca de la Universidad Autónoma de Guadalajara y solamente llevaba puesto mi traje de baño, gorra, chanclas, googles y toalla porque se me había hecho tarde. Se suponía que uno de mis hermanos me recogería y traería mi cambio de ropa para que terminando el entrenamiento nos fuéramos corriendo a la siguiente actividad. Terminó mi entrenamiento y dieron las cinco, las ocho y a las diez de la noche el guardia de seguridad de la caseta de la entrada, como cambiaba de turno y entraba otro, se me acercó y ofreció llevarme a casa con su esposa, que había llegado por él. Yo acepté y llegamos a casa pasadas las diez de la noche; cuando mi mamá me vio en traje de baño con un extraño se le desfiguró la cara y se puso blanca... Al explicarle, le dio las gracias y no paraba de preguntarme por mi hermano, quien se suponía me recogería. Cuando llegó a los pocos minutos, mi mamá le preguntó: “¿Y tu hermana?”. Él palideció, se llevó las manos a la cabeza y muy asustado exclamó: “¡Mi hermana!”. Mi mamá, después de calmarlo, lo regañó.

Viví muchas experiencias como estas con mucho miedo; solía esconderme en los árboles o debajo de la cama mientras esperaba a que me llevaran a mis actividades o llegara alguien a mi casa para hacerme compañía aparte de Toy, mi querido y gracioso perro french poodle gris.

En esa época me sentía muy sola, olvidada y con mucho miedo. La ausencia de mi papá no la asimilaba bien y sentía que tenía que ser responsable y hacer mis deberes a pesar de mis sentimientos, que no se los comunicaba a nadie. Suponía que eso era lo normal y así era la vida: navegar sin rumbo, que es como me sentía.

La vida pasaba, Ricardo después de un par de años también se casó, y mi mamá sobrellevaba las cosas.

Tres años habían pasado desde de la muerte de mi papá cuando fuimos de vacaciones a Acapulco. En ese viaje mi mamá conoció a un buen hombre que desde ese momento ya no la soltó, y unos años después se casaron. Él era de Monterrey, pero desde pequeño vivía en Estados Unidos, así que después del matrimonio decidieron que su hogar estaría allá.

Yo tenía doce años cuando me fui con mi mamá a vivir a Chicago, Illinois, y Gerardo mi hermano, que ya tenía veinte, se quedó estudiando en la universidad y viviendo con amigos en un departamento en Guadalajara. Tuve que dejar gran parte de lo que amaba y me daba seguridad: el Colegio Franco Mexicano, mi escuela de toda la vida, clases y entrenamientos deportivos; amigos, casa, ciudad, país… Fue otro cambio grande para mí; me obligó a enfrentarme a una cultura e idioma diferentes, otra escuela, distinto club deportivo, nuevos amigos; y convivir con el esposo de mi mamá, quien era muy bueno conmigo, pero poco cariñoso. Yo sentía constantemente como si fuera una competencia por el cariño de mi mamá.

No estaba feliz del todo y ella se daba cuenta. Me sentía sola, en un ambiente en el que tenía que hacer un esfuerzo para encajar; extrañaba mi escuela, familia, amigos; y aunque tenía a mi mamá, ella trabajaba y también se abría camino en ese país.

Seguía con la sensación de que mi vida era como un barco navegando sin rumbo, que hacia donde el viento soplaba era a donde yo iba.

Para mi mamá era muy importante y valioso que yo fuera feliz, siempre me lo repetía; quería que me desarrollara en un ambiente sano, y me dio la opción de regresar a México. Yo entendía que era muy válido que ella buscara su felicidad; estaba consciente de que si había escogido a su marido y estar con él, implicaba vivir en otro país, pero yo no estaba cómoda en esta nueva familia al sentir que tenía que luchar por su amor, y no me gustaba. Sabía que ella no me dejaría de amar y quería evitarme el vivir con disgustos con su esposo y ponerla entre los dos, así que decidí ceder el vivir con ella para buscar lo que me hacía feliz. No sabía qué consecuencias tendría esto, pero mi mamá me apoyó y creí que era la forma en que las dos podíamos ser felices.

Al cabo de un año de estar en Estados Unidos decidimos que me iría a vivir con la familia de mi tía, hermana de mi mamá. Concluimos que eso era lo más conveniente porque mis primos, aunque más chicos que yo, también estudiaban en el Liceo Franco Mexicano, y por cuestión de logística y de las edades que teníamos, yo encajaba perfecto en su dinámica familiar. Había además un gimnasio a unas cuadras de su casa en donde podía hacer ejercicio.

Mis hermosos tíos, excelentes personas, muy disciplinadas y trabajadoras, me recibieron en su casa, lo que les agradezco profundamente porque siempre me acogieron como una hija más y me enseñaron a seguir luchando por mis objetivos. Convivir con ellos me mostró que la mejor herencia que le podemos dar a los hijos es la educación y valores.

Cuando terminé la secundaria regresé a vivir con mi mamá a Chicago para continuar mis estudios. Al cabo de cinco meses regresamos a Guadalajara de vacaciones. Comencé a salir con amigos y me di cuenta de que me gustaba mucho más la vida, sociedad y entorno en general para vivir y estudiar en México que en Chicago. Nuevamente le pedí a mi mamá que me permitiera regresar a Guadalajara y ella accedió.

Tenía quince años. Era una adolescente en constante búsqueda de respuestas y felicidad. Me sentía con todas las ganas de comerme el mundo. Me inscribí en la preparatoria de la Universidad del Valle de Atemajac y me fui a vivir con mis abuelos maternos. Ellos eran una pareja admirable, gran ejemplo de compromiso, solidaridad y amor; mi abuelo siempre fue un modelo de integridad, lucha, trabajo y entrega para mí; hombre espiritual y de servicio a los demás, que logró construir una gran familia y empresa a base de su trabajo. Yo los quería mucho, por lo que me pareció una buena opción. Desafortunadamente no funcionó por razones que hoy me parecen obvias: querían cerrar la puerta a las ocho de la noche porque se dormían temprano, y que yo ya estuviera en casa a esa hora para dormir; y yo deseaba salir a hacer deporte, con mis amigos, a divertirme. Había una enorme diferencia de edades para poder compartir gustos o intereses.

Agradeciendo a mis abuelos, mi hermano Ricardo y su esposa Tutuy me abrieron las puertas de su casa y me fui a vivir con ellos.

Ellos eran una pareja de recién casados y yo una adolescente queriendo descubrir el mundo, y como era de esperarse no estuve mucho tiempo viviendo ahí. Yo apreciaba mucho que me hubieran albergado, pero entendí que en ese momento preciso de nuestras vidas tanto ellos como yo necesitábamos libertad y espacio, ya que nos encontrábamos en etapas muy diferentes.

Mi mamá encontró otra solución: como mi hermano Gerardo vivía con amigos y estudiaba agronomía en la Universidad Autónoma de Guadalajara, nos propuso que viviéramos juntos y de esta manera nos apoyáramos como familia, ya que sería una casa para los dos. Nos fuimos a un departamento, lo que nos unió mucho. Éramos confidentes y nos apoyábamos. Me enseñó a cocinar mis primeros platillos, hacíamos ejercicio, él corría y boxeaba, yo lo acompañaba en la bicicleta y vivíamos muchas aventuras; se hizo amigo de mis amigos, llegaba en la madrugada después de las fiestas a platicarme sus parrandas y a decirme que me quería mucho.

Unos años después nuevamente tuvimos que separarnos porque él se iría a hacer un semestre a Chihuahua y yo no podía quedarme sola en el departamento, ya que era muy pequeña.

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