Maya Angelou
Tenemos el privilegio de tener opciones; si algo no nos hace sentir bien e insistimos en seguir adelante, el resultado no es el único indicador ya que, aunque el objetivo no se logre, siempre se obtiene algún aprendizaje. Pero aunque cada reto que enfrente lo vea como un espacio para conocerme más o hacer mejor las cosas, para qué insistir en una situación que es evidente que no es fructífera si podemos aprender más rápidamente y con menos sufrimiento.
Después de numerosas experiencias de vida aprendí a no poner mi felicidad en manos de nadie y a dejarme guiar por mi alma; a asumir el poder sobre mí y decidir qué es lo que quiero hacer con mi vida. La felicidad no la da nada ni nadie, y sólo yo tengo el poder para decidir cómo quiero vivir para alcanzarla. Si no lo hago yo, nadie lo va a hacer por mí.
Aprendí a amarme, a darle a mi cuerpo, mente y espíritu lo que merecen para disfrutar y vivir feliz; comprendí que primero tengo que estar bien conmigo, amarme tal y como soy, y buscar siempre el crecimiento y bienestar para darme a las personas siendo coherente y aportar algo a sus vidas.
Encontré que la adversidad nos da sentido de nuestro propio poder: nos obliga a ser creativos; es decir, o nos damos por vencidas, que esto no lo veo como opción, ya que nadie más va a hacer las cosas por ti y tus sueños son sólo tuyos; o cuando tenemos un objetivo y este no sale como lo planeamos, buscamos las diferentes maneras de hacerlo, así nos caigamos una y otra vez.
La diferencia es que probar nos da la posibilidad de lograrlo y un motivo y motor; el dejar de intentarlo puede ser fuente de mucha frustración y nunca sabremos si nuestra meta era alcanzable o no.
Dejarse vencer y no aventurarse nos mantiene presas de emociones negativas y destructivas: angustia, miedo, depresión e infelicidad. Atreverse es un motor maravilloso que llena de aprendizaje y hace mejores a las personas; y si se logra el objetivo también produce mucha satisfacción y felicidad.
Si estás satisfecha o no con tu experiencia o realidad al día de hoy, es el resultado de las decisiones que has tomado. Tu vida nunca va a ser perfecta, pero tienes el poder en tus manos para vivirla plenamente; es cuestión de actitud, gratitud, percepción, perseverancia, y nunca dejar atrás tus sueños.
Te invito a que seas dueña de tu destino y no dependas en ningún aspecto de tu vida; que tomes decisiones de cómo quieres llevarla, hacia dónde te diriges y con quién quieres compartirla. Es lo que a mí me ha llevado a vivir llena de paz, bienestar y satisfacción.
Deja las excusas, porque lo único que necesitas es creer en ti, en tus sueños, luchar por ellos, dejar a un lado tanto ruido externo y personas tóxicas para escuchar tu voz interior, ya que nuestra alma nos guía hacia lo que nos apasiona.
Busca cómo puedes aportar a nuestra sociedad; el servir a los demás, devolver un poco de las muchas bendiciones que he tenido es lo que personalmente más satisfacción y felicidad me ha dado.
Te agradezco por darte el tiempo de leer este libro y deseo que conocer mi historia te inspire a escribir la tuya de una manera diferente, contigo al mando.
He sido muy afortunado; en la vida nada me ha sido fácil.
Sigmund Freud
Era el 3 de enero de 1981; mi mamá tenía un plan fantástico: un día para mí, dedicado a hacer lo que más me gustaba. Mi papá no quiso acompañarnos ya que no se sentía muy bien, y mis tres hermanos tenían compromisos con novias y amigos.
Fuimos a comer a un restaurante, al cine a ver la película La dama y el vagabundo de Disney, y a jugar a casa de mis primas. Disfrutaba mucho jugar con ellas a las barbies. Con mi Barbie Giovanna y el Ken pasábamos horas en historias interminables de amor de princesas, con tendidos en el piso haciendo castillos. Más tarde salimos a patinar con otros primos y amigos que vivían en la misma cuadra. Llevaba puesto un overol azul turquesa que me encantaba. Mi mamá me dijo que me cambiara para salir a jugar, y por supuesto que no le hice caso: yo quería estar con mi ropa favorita y lucir hermosa por si salía Ulises, el vecino de mis primas que me gustaba.
Jugamos y patinamos por todos lados, y en algún momento se nos ocurrió agarrarnos en la parte trasera de un camión repartidor de refrescos para que nos jalara e impulsara más fuerte. Claro que me tropecé, caí, rompí el overol, me raspé las rodillas, y con la cabeza baja y llorando fui a dar con mi mamá diciendo: “Tenías razón, ya rompí mi pantalón...”.
Mi mamá, al ver lo afligida que estaba por la ropa dañada y las rodillas raspadas, me abrazó y dijo: “No te preocupes, luego te compro otro, pero ya vámonos que tu papá nos está esperando”.
Regresamos a casa alrededor de las siete de la noche. Cuando llegamos frente al portón, mi mamá tocó el claxon del coche para que papá saliera a recibirnos y a abrirnos la puerta como siempre lo hacía. Al cabo de unos minutos, como no había ninguna respuesta, yo me bajé a toda prisa, abrí el portón para que mi mamá metiera el coche y salí corriendo en busca de papá para saludarlo y platicarle todas mis experiencias del día.
Cuando llegué a la parte cerrada de la cochera noté la luz encendida, corrí al interior porque supuse que él estaba ahí, y mi gran sorpresa fue encontrarlo tendido en el piso, inconsciente.
Salí corriendo y gritándole a mamá; entramos nuevamente, y cuando ella se dio cuenta de lo que estaba sucediendo me dijo que fuera a pedir ayuda con los vecinos.
Ya no me dejaron regresar y me quedé con la hija de la vecina.
Mi papá había muerto a los setenta y dos años de un infarto. En la madrugada me llevaron al velorio y después de eso, nunca lo volví a ver. No me llevaron a la misa ni al entierro porque era muy pequeña. Tenía ocho años.
En ese momento mi vida cambió por completo.
Mi infancia había sido muy feliz, con lo suficiente económicamente para vivir sin carencias en una familia mexicana de clase media.
Mi papá era treinta años más grande que mi mamá. Ahora viuda a los cuarenta y un años, con cuatro hijos, tenía que sacarnos adelante sola. La recuerdo trabajando desde antes de que mi papá falleciera, pero la sentí mucho más ausente de casa cuando él murió. Era una mujer joven, trabajadora, responsable, luchona, disciplinada y valiente; en una constante búsqueda espiritual y queriendo darnos lo mejor. Se había quedado sin respaldo y salió a trabajar más intensamente para mantener el nivel de vida que teníamos. Daba clases en el canal 4 de la televisión de Guadalajara y tenía dos negocios de artesanías y decoración.
Mis hermanos, que eran ocho, diez y doce años mayores que yo, la apoyaron en las tiendas. Al poco tiempo, Jorge, el más grande, se casó y solamente quedamos en casa Ricardo, Gerardo, el más chico de los hombres, y yo.
Ricardo ayudaba a mi mamá llevándome a la escuela; íbamos en una bicicleta de carreras y era toda una aventura. Cuando salía de clases, una compañera y su mamá me daban aventón y me dejaban en la esquina de una de nuestras tiendas, que estaba a cuatro cuadras de mi casa. Yo iba caminando a la casa para llegar a comer porque a las tres de la tarde tenía entrenamiento de natación, al que me llevaba cualquiera de mis hermanos o mi mamá, y cuando me recogían a las cinco, iba a clases de hawaiano, tahitiano, ballet, flamenco o gimnasia olímpica. Cuando no iba a alguna actividad me quedaba a cargo de mi nana Chuy y de Gerardo, que me acompañaba mientras yo hacía las tareas o veía caricaturas. Cuando él era el encargado de llevarme o recogerme de mis clases, íbamos también en bicicleta.
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