Ana Inés Fernández,
Arles, agosto de 2019 
—¡NO ME SALTÓ EL CORAZÓN! ¡NO ME SALTÓ EL CORAZÓN!
La señorita Léocadie Timothée, maestra de primaria jubilada hacía 20 años, se quedó de pie, una mano en el pecho, la otra en puño a la altura de la boca, y examinó en cámara lenta las imágenes de sus sueños; se remontó hasta la noche de la semana anterior en que las dolencias de su cuerpo gastado —unidas a los ladridos de los perros de su vecino Léo y a los mugidos de las vacas amarradas a una estaca en la selva que colindaba con su propiedad— la habían mantenido despierta hasta las cuatro de la mañana, cuando el antedía, pálido y miedoso, ya se había deslizado con cautela entre las persianas. No. Ninguna señal emergía de las aguas opacas del sueño. Como siempre desde que se iba hundiendo en las profundidades de los años, había soñado con su hermana, que había muerto sin haber probado, ella tampoco, ni las aventuras del matrimonio ni las alegrías de la maternidad, y con su madre, que había probado unas y otras; ambas habían recobrado su buena salud tras la enfermedad y el dolor, en una juventud perenne, y la esperaban de pie en la puerta de entrada, abierta de par en par hacia la Vida Eterna.
No cabía duda: era él.
La cara sepultada en el lodo graso, la ropa manchada; era reconocible por su porte y por su melena rizada, sal y pimienta.
El olor era insoportable y la señorita Léocadie Timothée, de corazón y estómago sensibles, muy a su pesar no pudo retener las náuseas, el hipo, antes de arrodillarse en dos rodillas y vomitar largo y tendido sobre las altas hierbas de Guinea del talud. Como todos los habitantes de Rivière au Sel, ella también había odiado al que yacía ahí a sus pies. Pero la muerte es la muerte. Cuando llega, hay que respetarla.
Hizo la señal de la cruz tres veces, bajó la cabeza y recitó la plegaria de los difuntos. Luego miró a su alrededor, aterrorizada. ¿Por qué le habría dado por cortar camino por esa vereda que no tomaba jamás? ¿Qué la había empujado a tropezar, con los dos pies, contra ese cadáver? Todos los días, en cuanto caía el sereno, le echaba llave a la casa donde había vivido sola, rodeada de recuerdos, fotos, gatos somnolientos y pájaros que construían sus nidos en el hueco de las pantallas de las lámparas, y salía a tomar el fresco. Caminaba por la inmutable línea recta que unía la villa Perrety —treinta años antes, bella hasta la envidia, ahora en ruinas bajo los árboles carcomidos por las piéchans, por las lianas parásito, abandonada por los herederos que preferían hacer su vida en la metrópoli— al Vivero Lameaulnes, cuya entrada estaba bloqueada por una reja y un cartel que decía: “Propiedad privada”. ¿Qué fuerza había sido más poderosa que esos años y años de costumbre?
Forzó a su viejo cuerpo, aguijoneado por el terror que en ese momento le burbujeaba dentro, y retomó el camino del pueblo. Con el corazón latiéndole tan fuerte que le llenaba los oídos de estruendo, volvió a subir la vereda y encontró, ahora negro por la hora avanzada, entre los helechos arborescentes, el sendero que se reencontraba con el camino a la altura de la capilla de Santa María, Madre de Todos los Dolores.
La casa del muerto se elevaba un poco a las afueras del pueblo, acorralada por la selva que había tenido que replegarse de mala gana unos kilómetros y que se apresuraba, voraz, a reconquistar el terreno perdido. Era una casa hecha de lámina y tablas, mientras que por todo el país, con la desfiscalización, los más pobres se esforzaban por construir en cemento. Parecía que el que la había alzado no se preocupaba en absoluto por lo que los demás pudieran pensar de él. Finalmente, una casa era un lugar para comer, refugiarse de la lluvia y acostarse a dormir. Dos perros, dos dóbermans con pelaje color Satán a los que se había visto degustar pollos inocentes, se abalanzaron ladrando y pelando sus crueles colmillos de marfil. Por eso, la señorita Léocadie se detuvo a la altura de la cerca e infló su voz cascada para lanzar un prudente:
—¿Hay alguien?
Salió un adolescente con la cara cerrada como celda de prisión. Les gritó a las bestias, “¡shu, shu!”, y los monstruos retrocedieron ante algo más violento que ellos. Todavía sin moverse, la señorita Léocadie interrogó:
—¿Alix, está?
El adolescente asintió con la cabeza. Además, atraída por todo el ajetreo, la propia Vilma apareció en el porche. La señorita Léocadie se decidió a avanzar, con el espíritu torturado. ¿Cómo anunciarle a esa joven, a esa niña a quien había visto bautizar un bello domingo en pleno mes de agosto —lo recordaba bien, lo recordaba— que su hombre yacía en el lodo, molido como un perro? La señorita Lécoadie nunca había pensado que un día el Buen Dios, a quien rezaba con tanta devoción sin saltarse ni vísperas ni rosario ni mes de María, le mandaría semejante cruz, semejante prueba al final de sus tantos días. Tartamudeó:
—¿No vino a dormir, verdad?
Vilma ni siquiera pensó en responder con una mentira y, con los ojos húmedos por el agua tibia y salada del dolor, explicó:
—Ni la noche de ayer ni la de antier. Ya van tres noches. Tengo miedo. Mi mamá mandó a Alix a dormir conmigo por si me venían los dolores.
La señorita Léocadie tomó valor a dos manos:
—Déjame pasar, tengo algo que decirte.
Adentro, se sentaron a uno y otro lado de la mesa de madera blanca, y la señorita Léocadie empezó a hablar. Entonces, el agua tibia y salada se desbordó de los ojos de Vilma, recorriéndole a chorros las mejillas todavía redondas de infancia. Agua de dolor, agua de duelo. Pero no de sorpresa. Porque ella lo sabía desde el principio, sabía que ese hombre saldría de su vida de forma abrupta. Por efracción. Cuando la señorita Léocadie acabó de hablar, Vilma se quedó inmóvil, hundida en su silla, como si el dolor cayera con un peso inmenso sobre sus hombros de dieciocho años. Luego volteó a ver a Alix, que había entrado durante la conversación, quizá atraído por ese olor particular de la desgracia, y le preguntó:
—¿Oíste?
Volvió a asentir con la cabeza. Visiblemente no experimentaba otro dolor que el que le causaba la pena de su hermana. Vilma ordenó:
—¡Ve a decirle a mi padre!
Alix obedeció.
Afuera, la noche había llegado a hurtadillas. Más allá del negro follaje de los ébanos y las caobas, la cresta de la montaña ya no se dibujaba contra el cielo. En todas las casas, la electricidad brillaba y los radios mugían las noticias sin lograr cubrir el llanto de los niños. En un desorden de palabras sin significado ni utilidad, los bebedores estaban reunidos en el Bar de Christian y tomaban su ron agrícola, mientras los jugadores golpeaban los dados contra las mesas de madera. Todo ese ruido y toda esa agitación contrariaron a Alix porque, a fin de cuentas, había un hombre muerto en el lodo a mitad de un camino, aunque se tratara de un hombre por el cual ni un ojo —excepto, quizá, los de Vilma y Mira— derramaría ni una lágrima. Entró al escándalo y al humo de cigarro y, con autoridad, dio unas palmadas. En tiempos normales, nadie le habría prestado atención a ese jovenzuelo. Pero ahí parado, en el ángulo de la barra, tenía tal aspecto que se adivinaba, antes de que abriera la boca, la calidad de las palabras que iban a salir. Negras y pesadas como el duelo. Y fue en medio del silencio que anunció:
—Francis Sancher está muerto.
Los hombres repitieron la frase; los que estaban sentados se levantaron en desorden, los demás se quedaron tiesos donde estaban.
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