II.
La vida nuestra de cada día
No sólo de pan vive el hombre
Cuando nos encontramos con la frase “la vida nuestra de cada día” –con la cual elegimos comenzar a indagar en el tema al que dedicamos el libro– recordamos, casi inevitablemente, la oración que ruega por el pan nuestro de cada día. Surgen entonces, enseguida, las palabras de Jesús: no sólo de pan vive el hombre, y estamos, íntimamente, de acuerdo, porque sabemos que para vivir necesitamos algo más.
La Biblia consigna que Jesús se refería a que necesitamos la palabra de Dios, y Ortega y Gasset (en Sobre el santo) afirma, a partir de Goethe, que la palabra de Dios –en ese contexto y en su mejor sentido– alude a la espiritualidad implícita en una emoción religiosa que puede categorizarse como un profundo respeto –antípoda de la frivolidad frecuente en nuestros días– por la forma en que se manifiesta la vida.
Valorar el respeto por la vida, como una virtud espiritual importante, que se opone a la frivolidad, nos ayuda, sin duda, a iluminar la cuestión, pero no nos alcanza para comprender cabalmente en qué consiste ese “algo más”. Postergaremos ocuparnos de lo que significa la espiritualidad, contemplada desde nuestro campo de trabajo, para señalar ahora que, en ese mismo espacio –el de la psicoterapia– nos encontramos con que el hombre vive mientras su vida está dotada de sentido. Tal como la sentencia dice: “El que tiene un ‘porqué’ para vivir soporta casi cualquier ‘cómo’”. En otras palabras: que la vida fenece cuando “se le acaba” el sentido.
El vocablo “sentido” reúne dos significados: es lo que se siente y, al mismo tiempo, la meta hacia la cual uno se dirige. Ambos significados, que constituyen mi intención y son lo que me anima, se reúnen en la palabra “motivo”, porque lo que siento es lo que me mueve hacia lo que voy. Solemos referirnos a la fuerza de ese motivo cuando decimos que una persona, o un equipo de rugby, tienen alta o baja su moral.
Las distintas amplitudes de la actualidad presente
El espacio –aquí, allí o allá– y el tiempo –ahora o entonces– se pueden caracterizar a partir de diferentes conceptos y con distintas precisiones. Puedo decir de muchas maneras distintas que estoy aquí, en el lugar en donde estoy ahora, diciendo que es un país de habla castellana, o que es la República Argentina, o la intersección de las calles Córdoba y Callao. Puedo, además, decir de maneras distintas que ahora estoy en el momento, “justo o injusto”, en que estoy aquí, en la era informática, en un día de invierno del año 2014, o en el instante en que ha comenzado a llover copiosamente. Pero también es claro que si mi vida puede trascurrir aquí, allí o allá, en el entonces de un mañana, como pudo trascurrir aquí, allí o allá, en el entonces de un ayer, ahora sólo puede trascurrir aquí.
Dado que el pasado ya fue y no es ahora, y el futuro tampoco es porque será, la vida se vive siempre en una curiosa especie de presente entre dos tiempos, cuya actualidad local –aquí– sucede en el único tiempo –ahora– en que la acción ocurre. Del mismo modo en que se vivió el pasado en un tiempo que en su momento fue un presente actual, se vivirá el futuro en otro tiempo que, en su momento, también será un presente actual. ¿Por qué, si es así, al pensar en el presente elegimos referirnos a la vida nuestra de cada día y no a la de cada hora, cada minuto, o cada segundo?
La respuesta es rotunda. Es absolutamente imposible atrapar el sentido que posee un instante. Vivimos en un presente inevitablemente ampliado en una serie imaginaria de eventos que transcurren entre lo que fue y lo que será. La amplitud de esa serie varía entre lapsos que son largos, en los cuales nuestros recuerdos, que motivan nuestros propósitos, nos permiten planificar un proyecto que demandará, por ejemplo, siete años, y otros, más breves, que pueden llegar a un extremo en el cual nuestro aliento se interrumpe con angustia mientras intentamos recuperar el impulso y vislumbrar nuestra próxima hora, por no decir el siguiente minuto. Por eso una vez escribimos, recurriendo a una metáfora náutica, que cuando la tormenta arrecia y el horizonte se cierra dejándonos ver muy poco por delante de la proa, el objetivo es flotar, cuidando de mantener el impulso necesario para gobernar el timón y evitar proseguir al garete.
Entre la nostalgia y el anhelo
En la cotidiana e inexorable disposición hacia ampliar el presente que trascurre entre lo que se re-siente y lo que se pre-siente, entre lo que se puede rememorar y lo que se puede prever, entre un ayer que se ha ido (y nos expulsa) y un mañana que viene (y nos succiona), es imprescindible proceder con esmero y mesura. De nada vale arruinar el presente con el intento desatinado e ilusorio de hurgar con nostalgia en el remoto pasado de un tiempo que ya se ha vivido, o de contemplar con anhelo un lejano futuro que nos complace imaginar tercamente como la única posibilidad aceptable, y que surge con el temor absurdo de que sin eso que nos falta, no se podrá vivir. El único pasado que vale es el que está vivo en el presente, porque no ha terminado de ocurrir; y el único futuro que vale es el que, igualmente vivo y actual, ha comenzado ya.
Es necesario comprender, además, que no todo lo que ha trascurrido lo hemos vivido de un modo que nos ha dejado una huella, y que tampoco recorreremos todos nuestros caminos posibles. Recordemos a Antonio Porchia, cuando (en Voces) dice: “Me hicieron de cien años unos minutos que se quedaron conmigo, no cien años”, y también a Borges, quien, en su poesía “Límites”, del libro El otro, el mismo, escribe: “¿Quién nos dirá de quién, en esta casa, / sin saberlo, nos hemos despedido?”. La realidad, como el estrecho orificio de una aguja, deja pasar un solo sueño cada vez, por eso Paul Valery le hace decir a su Sócrates: “He nacido siendo muchos y he muerto siendo uno solo”.
Cabe preguntarse ahora: nostalgia y anhelo sí, pero ¿de qué? El intento de responder a esa pregunta es uno de los motivos que me condujeron a escribir este libro y nos iremos ocupando de ella, de manera explícita o implícita, en los capítulos que siguen. Mientras tanto diremos que nuestras nostalgias y nuestros anhelos surgen en la consciencia (como surgen los recuerdos y los deseos) como productos –atinados o desmesurados– de una carencia actual. Si nada nos hiciera falta hoy, no añoraríamos lo que tuvimos ayer, ni sabríamos qué pedirle al mañana.
¿Qué es lo que “hace” falta?
Conviene que retomemos aquí algunas ideas que escribimos antes (en El interés en la vida), ya que describen situaciones que permanecen vivas en el trasfondo del para qué, y para quién, vivimos. Constituyen, por ese motivo, una adecuada introducción a una cuestión central, siempre presente, que reaparecerá con más fuerza en los últimos capítulos.
A medida que pasan los años, nos enfrentamos de maneras distintas con ese sentimiento muy particular que denominamos “falta”. Una falta es la concreta carencia de algo que necesitamos y que sentimos que la vida o, peor aún, las personas y el mundo dentro del cual hemos vivido todavía nos deben. También “nos hace falta” disminuir la distancia que nos separa de nuestros ideales o de las normas que nuestro superyó establece, por eso una falta es también, en nuestro idioma, un acto indebido que nos genera una culpa. Sentimos esa especie de culpa frente a nosotros mismos, frente a la diferencia entre lo que somos y lo que quisimos ser, cuando nos parece que no hemos hecho lo necesario para realizarnos en una forma acorde con lo que ayer soñamos.
La historia contenida en lo que sentimos que nos “hace falta” es una historia que viene de lejos, porque hunde sus raíces en los comienzos de nuestra propia vida, que es la continuación de la de nuestros progenitores. Reparemos en que durante la vida intrauterina la madre es el mundo completo que rodea al futuro bebé y le proporciona todo lo que le hace falta. Cuando, recién nacido, el bebé ingresa en el mundo extrauterino, habitualmente siente frío, ya que pasa de los 37 grados centígrados, que es la temperatura del cuerpo de la madre, a un ambiente que la mayoría de las veces no supera los 27 grados. El cuerpo le pesa, porque ya no flota dentro del útero como en una piscina, en el líquido amniótico; y le duele, porque ha tenido que usar su cabeza para abrirse paso en el canal del parto, que lo ha oprimido fuertemente. Tiene que respirar con sus pulmones y con un esfuerzo de sus músculos el oxígeno que antes recibía de la sangre materna a través de la placenta, y succionar de manera activa para obtener el alimento que también recibía de la sangre materna sin ningún esfuerzo.
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