Luis Chiozza - ¿Para qué y para quién vivimos?

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Suele decirse que, cuando se tiene un «porqué» para vivir, se soporta casi cualquier «cómo». ¿En qué consiste, de dónde surge, cómo se alcanza ese «porqué» que otorga a nuestra vida la confluencia de emoción e intención que denominamos «sentido»? No sólo se trata de que «el cuerpo pide» lo que le reclama el alma, ya que el alma se alimenta de la trascendencia que surge de nuestra pertenencia a la comunidad espiritual de una existencia colectiva. Así, más allá de lo que en un momento dado registre la consciencia, cuerpo, alma y espíritu participan siempre, de manera saludable o enferma, en la forma en que se configura nuestra vida. En nuestra relación con nuestros seres significativos y con nuestras obras, se constituye «la moral» y el interés de ser con otros (inter-essere) que nos mantiene vivos y nos aleja de la desmoralización que empobrece nuestro ánimo.
Vivir nuestra vida es compartirla. Realizarla de manera plena es sentirla en el contacto y dedicarla a los propósitos que contribuyen a configurarla bien. Sólo en la confluencia de ambos avatares, los de nuestras nostalgias y los de nuestros anhelos, podemos asumir nuestra vida en su sentido auténtico. Sólo así es posible «desplegar» su destino en la plenitud de su forma. Es imprescindible, sin embargo, «ampliar» el presente con esmero y mesura. El único pasado que vale es el que está vivo en el presente, porque no ha terminado de ocurrir; y el único futuro que vale es el que, igualmente vivo y actual, ha comenzado ya.

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Agosto de 2014

I.

La sustancia de los sueños

La historia que se oculta en el cuerpo

Las cosas que nos importan, aquellas que “fácilmente” se nos vuelven difíciles, las dificultades, las alegrías, los sinsabores y las penurias que tenemos con ellas, constituyen las “cosas de la vida” que, con frecuencia, nos colocan en los umbrales de la enfermedad. Dado que la enfermedad, más allá de que se la comprenda, o no se la comprenda, como la descompostura de un mecanismo fisiológico, forma parte de la trama que constituye la historia de una vida, me encontré, hace ya muchos años, mientras procuraba comprender el significado inconsciente de las enfermedades hepáticas, con el inmenso tema de nuestra relación con nuestros ideales. Si bien es cierto que lo que ocurre en nuestra vida puede ser contemplado como la consecuencia de una causa, también es cierto que cada instante que vivimos forma parte de un impulso motivado por algo que procuramos alcanzar.

En el camino que emprendemos hacia lo que intentamos realizar cometemos, inevitablemente, errores, en su inmensa mayoría pequeños, que nos permiten aprender, ya que lo que repetimos exitosamente nada nos enseña. No cabe duda, sin embargo, de que algunas de nuestras equivocaciones nos importan mucho, porque nos conducen hacia un punto imprevisto que no deseamos y desde el cual sentimos, una vez que ingresamos, que no se puede volver. Nuestros grandes errores surgen muy frecuentemente de motivos que se apoyan en creencias que el consenso avala, y que nos parecen naturales. Vivimos inmersos en prejuicios, en pensamientos prepensados que se conservan y se repiten porque satisfacen tendencias emocionales que muy pocas veces se asumen de manera consciente. Es claro que no podríamos vivir si tuviéramos, continuamente, que repensarlo todo. Pero es claro también que hay prejuicios negativos que el entorno nos contagia, que también retransmitimos, y que más nos valdría repensar. Nuestras grandes equivocaciones fueron casi siempre el producto de una decisión que eligió un camino que se conforma, con demasiada naturalidad, con la influencia insospechada que, en sus múltiples combinaciones, ejercen sobre nuestro ánimo y sobre nuestra conducta la rivalidad, los celos, la envidia y la culpa que incautamente reprimimos. Podemos cometer así errores graves, para satisfacer emociones que permanecen inconfesadas.

Suele decirse que un hombre no tiene corazón, que tiene poca cabeza, o que le faltan hígados, pero esto no significa, obviamente, que cuando le sucede una de estas tres cosas simbolizadas por una supuesta carencia en la capacidad de uno de esos tres órganos, los otros dos funcionen con pareja suficiencia. Muy por el contrario, el hombre que se caracteriza por un corazón mezquino suele tener más hígados que cerebro o viceversa, y así sucede en la inmensa mayoría de los casos con las demás combinaciones. Es necesario reconocer, sin embargo, que en los modos del lenguaje lo que siempre se subraya es la carencia de uno de los tres. Así, identificamos al hombre “frío”, de “poco corazón”; al intelectual apasionado que, carente de hígado, fracasa en su contacto con la realidad, y al hombre de buen corazón, esforzado y confiable, que, “por falta de cabeza”, vive inmerso en innumerables problemas.

Shakespeare hace decir a su Próspero que estamos hechos de la sustancia de los sueños, y estas palabras que han dado varias vueltas por el mundo no hubieran sido tan repetidas si no fuera porque nuestra intuición se conmueve ante su profunda verdad. A veces decimos “esto no se me habría ocurrido ni en sueños”, con lo cual reconocemos que es allí, en los sueños que pueblan nuestra cabeza, donde las partes más recónditas de nuestra existencia anímica emprenden la aventura de aflorar en nuestra consciencia. Esas partes anímicas recónditas, la sustancia de la cual estamos hechos, son la “cuota de psicología” que constituye nuestras vísceras. Pensar que el vapor de agua puede llegar a ser hielo sin dejar de ser agua nos ayuda a comprender que la materia de nuestros órganos es alma sin dejar de ser materia. Nuestro cuerpo es un enorme reservorio de alma del cual nuestra consciencia sólo conoce una pequeñísima parte.

Esquilo ha puesto en boca de su Prometeo palabras esclarecedoras: “Fui el primero en distinguir entre los sueños aquellos que han de convertirse en realidad”. El mito nos muestra que el camino de los sueños que pugnan hacia su materialización lleva implícito un tormento que queda representado por el pico del águila que devora el hígado de Prometeo. Si recordamos la famosísima sentencia de Calderón de la Barca: “La vida es sueño, y los sueños sueños son”, nos damos cuenta de que la mayor parte de nuestra vida transcurre impregnada de sueños que no se realizan. Si nos preguntamos, ahora: ¿cómo distingue Prometeo los sueños que han de convertirse en realidad?, nos encontramos con la sabiduría de Pascal: gracias a “las razones del corazón que la razón ignora”.

Sólo se puede ser siendo con otros

Maurice Maeterlinck escribe (en La vida de las abejas) que cuando una abeja sale de la colmena, “se sumerge un instante en el espacio lleno de flores, como el nadador en el océano lleno de perlas; pero, bajo pena de muerte, es menester que a intervalos regulares vuelva a respirar la multitud, lo mismo que el nadador sale a respirar el aire. Aislada, provista de víveres abundantes, y en la temperatura más favorable, expira al cabo de pocos días, no de hambre ni de frío, sino de soledad”. Esas palabras acerca de la vida de la abeja en su colmena trasmiten, de manera poética, una inexorable condición humana que muchas veces negamos: sólo se puede ser siendo con otros. No sólo se trata de que el cuerpo y el alma (en salud y enfermedad) sean dos aspectos, inseparables, de una misma vida. Dado que el alma se constituye en la convivencia con la existencia anímica de los seres que pueblan el entorno, el alma tampoco puede separarse del espíritu que impregna a la comunidad que integra.

Los rascacielos que se levantan en las grandes ciudades se prestan especialmente para que nos demos cuenta de que, detrás de cada ventana iluminada, hay un mundo. El mundo particular de una persona o el mundo particular de una familia. En los mundos distintos de tantas ventanas, siempre habrá un lugar donde se esconden maneras de vivir que nunca imaginamos, caminos que tal vez jamás recorreremos, que pueden despertar fantasías, temores y anhelos ocultos que llevamos dormidos. Es un mundo íntimo, que cada uno lleva debajo de la piel, y cuyos puentes son nuestros sentidos, nuestras actitudes, nuestros gestos y nuestras palabras. Esa intimidad, en donde se oculta nuestra identidad más secreta, es el reino indiscutido de dos grandes señores, el sexo y el dinero, dos motivos poderosos que alimentan su movimiento.

El estudio de los fines que la sexualidad persigue nos ha llevado a comprender que la actividad genital destinada a la reproducción no alcanza para satisfacer los poderosos motivos sexuales que impregnan la vida de los seres humanos. La cuestión no se detiene en este punto, porque la satisfacción “directa” de los impulsos sexuales tampoco alcanza para agotar sus motivos. Existen otros desenlaces habituales que derivan de dos importantes recursos. Uno de ellos es la coartación de la satisfacción directa; el otro, la sublimación. El primero da lugar a los sentimientos de amistad, cariño y simpatía. El segundo substituye las metas originales encaminándolas hacia los logros culturales y las buenas obras que enriquecen el espíritu de una comunidad.

La mayor parte del caudal de los impulsos que surgen de la sexualidad, trascendiendo la finalidad de reproducir individuos de la especie humana, constituye el alimento de los sentimientos que, a despecho de las tendencias destructivas, conducen a la unión y a la colaboración. Son los sentimientos y las actitudes que, junto con el anhelo, insospechadamente pertinaz, de realizar obras buenas, nos permiten convivir en una comunidad civilizada.

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