Luis Chiozza - ¿Para qué y para quién vivimos?

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Suele decirse que, cuando se tiene un «porqué» para vivir, se soporta casi cualquier «cómo». ¿En qué consiste, de dónde surge, cómo se alcanza ese «porqué» que otorga a nuestra vida la confluencia de emoción e intención que denominamos «sentido»? No sólo se trata de que «el cuerpo pide» lo que le reclama el alma, ya que el alma se alimenta de la trascendencia que surge de nuestra pertenencia a la comunidad espiritual de una existencia colectiva. Así, más allá de lo que en un momento dado registre la consciencia, cuerpo, alma y espíritu participan siempre, de manera saludable o enferma, en la forma en que se configura nuestra vida. En nuestra relación con nuestros seres significativos y con nuestras obras, se constituye «la moral» y el interés de ser con otros (inter-essere) que nos mantiene vivos y nos aleja de la desmoralización que empobrece nuestro ánimo.
Vivir nuestra vida es compartirla. Realizarla de manera plena es sentirla en el contacto y dedicarla a los propósitos que contribuyen a configurarla bien. Sólo en la confluencia de ambos avatares, los de nuestras nostalgias y los de nuestros anhelos, podemos asumir nuestra vida en su sentido auténtico. Sólo así es posible «desplegar» su destino en la plenitud de su forma. Es imprescindible, sin embargo, «ampliar» el presente con esmero y mesura. El único pasado que vale es el que está vivo en el presente, porque no ha terminado de ocurrir; y el único futuro que vale es el que, igualmente vivo y actual, ha comenzado ya.

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No ha de ser casual que una consciencia nueva de la trascendencia de esos valores que la sexualidad motiva suceda en una época en donde nos acosan dos perniciosas enfermedades del espíritu: el materialismo y el individualismo. ¿Podremos desandar el camino equivocado que conduce a sobrevalorar –la mayoría de las veces, en secreto– el sexo desaprensivo y el dinero fácil, pensando que constituyen las fuentes primordiales de la satisfacción?

La recuperación del sentido

Diferenciar nuestro mundo perceptivo humano nos permitió darnos cuenta de que lo constituimos en indisoluble relación con un “mundo de importancias” que nace de los afectos y, en última instancia, de la sensación. En ese mundo sensitivo reside, sin sofisticación alguna, lo único que cotidianamente podemos aferrar de aquello que pomposamente se llama “el sentido de la vida”. Regido por valores que han nacido como producto de una facultad primaria, que se constituye, en sus inicios, como una sensibilidad moral, configura la superficie de contacto que determina las formas de la convivencia.

En esa superficie inquieta las pasiones y los afectos primordiales agitan, con un movimiento incesante de magnitudes disímiles, el contacto entre los seres humanos. Estamos en presencia de la agitación de la vida. Su equilibrio inestable es la fuente inagotable de su movimiento perpetuo. Allí se generan las vicisitudes del trato que cada uno “contabiliza”, en su relación con otro, con un peso significativo distinto, con valores diversos que supone objetivos. El encuadre normativo, espiritual, es el aceite de ese mundo ético, inevitablemente protocolar, que calma las aguas de la convivencia y suaviza nuestros roces, posibilitando un contacto que constituye, con consciencia o sin ella, un con-trato. Esa cultura conforma el carácter, el estilo que filtra nuestros actos y la comunicación de nuestros afectos. Así nos integramos en una organización espiritual, una especie de superorganismo para el cual –y por el cual–, sin consciencia plena, vivimos, construyendo en esa empresa una conciencia que será, desde el comienzo, moral.

Lejos estamos hoy de los días en que el positivismo ingenuo nos llevaba a pensar que podíamos prever las trayectorias futuras de las realidades complejas como lo hacemos con el movimiento de los cuerpos que puede ser comprendido mediante los recursos de una ecuación lineal. Sin embargo, está claro que no todo en la vida es desorden y caos. La agitación y la inquietud configuran allí un equilibrio dinámico que, oscilando entre la gracia y la desgracia, trascurre lejos del desequilibrio, pero cerca de la inestabilidad. Encontramos en la vida dos clases de cambios. Los cambios paulatinos y graduales, continuos, que transcurren, en su gran mayoría, fuera de la consciencia, y los cambios catastróficos, discontinuos, que se manifiestan en la consciencia como singularidades inquietantes.

El lenguaje habitualmente expresa que la culpa es la consecuencia de haber cometido una falta o de un “estar en falta”, y no cabe duda de que se alude de ese modo a una distancia entre el comportamiento real y el ideal. Sabemos que frente a la culpa existe el don superlativo que denominamos per-dón. Pero el perdón que se pide o se otorga no exime ni disculpa. No hay camino de vuelta a la inocencia. Nadie puede dar la disculpa que sin cesar se busca para una culpa oscura que toma la forma de una deuda impagable. Allí, en el lugar en donde la culpa aprieta, en el perdón que damos, y en el que nos damos sin buscar disculpas, descubrimos la responsabilidad, que consiste en la actitud de responder, de dar respuesta propia a los entuertos, a las dificultades penosas que, sean propias o ajenas, forman parte de nuestra circunstancia y allí “nos corresponden”.

El ejercicio de una responsabilidad que no se refugia en la impotencia se acompaña, entonces, como inesperado regalo, de la cuota de alivio que surge del “tener algo que hacer”. No se trata pues de reparar el daño que hemos hecho, se trata en cambio de responder a cualquier daño, sea cual fuere su origen, con la actitud cariñosa que procura devolver a la vida su alegría.

Pero “hace falta” poder. Frente al to be or not to be de Shakespeare, y frente a “la oscura huella de la antigua culpa”, contemplando los conflictos entre el deber, el querer y el poder, no podemos dejar de comprender que la cuestión última no radica en el ser, sino que radica en “poder o no poder”. Aunque se dice, y algo de cierto tiene, que querer es poder, llegamos siempre a lo mismo: hay que poder querer.

De qué depende entonces el poder sino de Eros, la fuerza de la vida. Pero la vida, para decirlo con las palabras de Ingmar Bergman en Brink of life (En el umbral de la vida), “no admite preguntas; tampoco nos da respuesta alguna; la vida florece, simplemente, o se niega”.

No habrá vida, sin embargo, en que alguna de esas dos cosas no suceda. En nuestra vida se mezclan, de manera inevitable, lo posible y lo imposible. La vida, en el interjuego de nostalgias y de anhelos, se encontrará siempre con algo nuevo, pero lo intentará bajo la forma, engañosa, de querer otra vez lo que ya fue.

Goethe escribió: “Amo a los que quieren lo imposible”, y podemos comprenderlo; nada tiene de malo el intentarlo, lo malo reside en invertir en ello la vida por entero. Suele decirse que la política es el arte de lo posible, y me parece cierto en la totalidad de la vida. La posibilidad es prima hermana del duelo, y una vida saludable no descuida completamente lo posible en pos de una quimera.

El jardín del Edén

Los árboles del paraíso aparecen en el Antiguo Testamento en la historia del jardín del Edén. Uno de ellos es el árbol del conocimiento del bien y del mal, y el otro es el árbol de la vida. Estaba prohibido, para Adán y Eva, comer del primero, y luego de la desobediencia del mandato divino, son expulsados del paraíso para evitar que coman del segundo igualándose con Dios. Allí, en el Edén, Adán y Eva estaban desnudos sin sentir vergüenza; y cuando Eva, tentada por la serpiente, come, junto con Adán, el fruto prohibido, se avergüenzan, conscientes de su desnudez. Ya no tienen acceso al árbol de la vida, no podrán vivir para siempre, y lo mismo ocurrirá con su descendencia.

El conocimiento y la genitalidad aparecen estrechamente unidos en la historia bíblica del fruto prohibido, y la biología de nuestros días afirma (en ¿Qué es el sexo?, de Margulis y Sagan, por ejemplo) que el pasaje de la reproducción asexual a la sexual “se paga” con la decrepitud que conduce a la muerte.

Un episodio de mi infancia, que borrosamente recuerdo, simboliza (más allá de la curiosidad infantil por la “fábrica” materna de niños) la existencia de un dilema que procuro esclarecer con este libro, sabiendo que –por fortuna– mi intento siempre dejará un espacio abierto a indagaciones nuevas. Se trata de comprender en qué medida –o por cuánto tiempo– satisfacer la curiosidad que nos conduce hacia el conocimiento produce bienestar o malestar, o, inversamente, resistirse a la tentación beneficia o perjudica.

Me habían regalado un tentetieso que, en aquella época, anterior al plástico, era de celuloide. Un hermoso y colorido payaso que siempre sonreía y que, maravillosamente, recuperaba la vertical cada vez que insistía en inclinarlo. Me intrigaba comprender cuál sería la forma de la admirable maquinaria que, dentro de su voluminosa y opaca panza esférica, era capaz de volverlo tercamente a su posición original desde cualquiera de las situaciones a las que yo lo sometía. Un día, luego del tiempo que me llevó aceptar la idea de renunciar a mi juguete amigo, me decidí a despanzurrarlo, y me encontré, decepcionado, con un simple y apretado conjunto de bolillas de plomo.

Muchos años más tarde, Emilio Gouchon Cané, uno de mis mejores profesores en la escuela secundaria, me dijo un día algo que se quedó conmigo: antes de formular una pregunta, uno debe procurar saber si está preparado para asimilar la respuesta. Allí, en las bolillas de plomo, residía la maravillosa maquinaria, pero mi mente infantil no podía comprender que se trataba de un fenómeno dependiente de la gravedad, una fuerza que, a pesar de ser igualmente misteriosa, ya no nos asombra, porque “nos tiene acostumbrados”. Mi indagación en los trastornos hepáticos agregó un nuevo jalón a esa respuesta: que nuestros ideales funcionen como ángeles, o como demonios, depende esencialmente de las fuerzas que podemos disponer para lidiar con ellos.

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