La sombra fuera del tiempo
La sombra fuera del tiempo (1935) H.P. Lovecraft
© Editorial Cõ
Leemos Contigo Editorial S.A.S. de C.V.
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Edición: Diciembre 2020
Imagen de portada: Shutterstock
Traducción: Benito Romero
Prohibida la reproducción parcial o total sin la autorización escrita del editor.
Después de veintidós años de pesadillas y terrores, de aferrarme desesperadamente a la convicción de que todo ha sido un engaño de mi cerebro enfebrecido, no me siento con ánimos de asegurar que sea cierto lo que descubrí la noche del 17 al 18 de julio de 1935, en Australia Occidental. Hay motivos para abrigar la esperanza de que mi experiencia haya sido, al menos en parte, una alucinación, desde luego justificada por las circunstancias. No obstante, la impresión de realidad fue tan terrible que a veces pienso que es vana esa esperanza.
Si no he sido víctima de una alucinación, la humanidad deberá estar dispuesta a aceptar un nuevo enfoque científico acerca de la realidad del cosmos y sobre el lugar que corresponde al hombre en el loco torbellino del tiempo. Deberá también ponerse en guardia contra un peligro que la amenaza. Aunque este peligro no aniquilará la raza entera, acaso origine monstruosos e insospechados horrores en sus espíritus más intrépidos.
Por esta última razón exijo que se abandone cualquier proyecto de desenterrar las ruinas misteriosas y primitivas que se proponía investigar mi expedición.
Sí, en efecto, me encontraba despierto y en mis cabales, puedo afirmar que ningún hombre ha vivido jamás nada parecido a lo que experimenté aquella noche, lo cual, además, constituía una terrible confirmación de todo lo que había intentado desechar como pura fantasía. Afortunadamente no hay prueba alguna, pues, en mi terror, perdí el objeto que —de haber logrado sacarlo de aquel abismo— habría constituido una prueba irrefutable.
Cuando me enfrenté a aquel horror estaba solo, y hasta la fecha no lo he relatado a nadie. No pude impedir que los demás continuaran excavando en dirección a tal objeto, pero la suerte y la arena evitaron accidentalmente que lo encontraran. Ahora debo hacer una relación completa de los hechos, no sólo en beneficio de mi propio equilibrio mental, sino también como advertencia para los lectores serios.
Estas páginas, muchas de las cuales —las primeras sobre todo— resultarán familiares al lector asiduo de la prensa general y científica, están escritas en el camarote del barco que me trae de regreso a casa. Se las entregaré a mi hijo, el profesor Wingate Peaslee, de la Universidad de Miskatonic, único miembro de mi familia que ha permanecido a mi lado durante la extraña amnesia que me afectó durante tanto tiempo y la persona más al tanto de las circunstancias y detalles que concurrieron en mi caso. De todo el mundo, probablemente él será quien menos se burle de lo que voy a contar sobre aquella noche fatal.
No le he dicho nada antes de embarcar, porque pienso que es mejor para él revelárselo por escrito. Leyendo y releyendo estas páginas con calma podrá formarse una idea más exacta y convincente que la que podría proporcionarle en cuatro palabras atropelladas.
Que él haga de este relato lo que crea más conveniente; no me importa que lo dé a conocer, con las debidas aclaraciones, en donde más convenga. Teniendo en cuenta, pues, que quienes lleguen a leerlo pueden no estar al corriente de la fase inicial de mi caso, he hecho un resumen bastante detallado de los antecedentes.
Me llamo Nathaniel Wingate Peaslee, y quienes recuerden mis artículos periodísticos de hace unos quince años —o los artículos y cartas que publiqué en revistas de psicología hace un par de lustros— sabrán quién soy. En la prensa aparecieron muchos detalles acerca de la extraña amnesia que me sobrevino entre 1908 y 1913, amnesia que fue relacionada en gran parte con las horrendas tradiciones de brujería existentes en la pagana ciudad de Arkham, Massachusetts, que, como ahora, constituía entonces mi lugar de residencia. Con todo, me habría gustado saber si no hubo algún elemento de locura hereditaria en los primeros años de mi vida. Éste es un hecho de enorme importancia para mí, ya que si no hubo tal, la sombra de horror que se abatió sobre mí procedía, de manera irremisible, del exterior.
Puede que los siglos pasados de tinieblas hayan hecho a la ruinosa ciudad de Arkham particularmente vulnerable a ciertas amenazas preternaturales, pero parece dudoso a la luz de los distintos casos que con posterioridad tuve ocasión de estudiar. Sin embargo, hasta donde he podido indagar, mis antecedentes familiares son normales por completo. Lo que sobre mí se abatió provenía del exterior, estoy persuadido de eso, pero aún no me atrevo a afirmar de dónde.
Soy hijo de Jonathan Peaslee y de Hannah Wingate, ambos procedentes de antiguas y sanas familias de Haverhill. He nacido y me he criado en Haverhill —en la vieja mansión de la calle Boardman, cerca de Golden Hill—, pero no fui a Arkham hasta 1895, año en que ingresé a la Universidad de Miskatonic como auxiliar de Economía Política.
Durante los trece años que siguieron, mi vida transcurrió apacible y feliz. En 1896, me casé con Alicia Keezer, natural de Haverhill, y mis tres hijos, Robert, Wingate y Hannah, nacieron en 1898, 1900 y 1903, respectivamente. En 1898 fui ascendido a profesor adjunto y, en 1902, a catedrático. En ninguna ocasión sentí el menor interés por el ocultismo o la psicología patológica.
La extraña crisis de amnesia me sobrevino un jueves, el 14 de mayo de 1908. Su comienzo fue completamente repentino, aunque más tarde recordé ciertas visiones breves y caóticas que me habían turbado, en gran manera, horas antes, y que sin duda constituían los síntomas premonitorios. Sentía, además, fuertes dolores de cabeza, y una extraña sensación, totalmente nueva para mí: era como si alguien tratara de apoderarse de mis pensamientos.
Me ocurrió a eso de las diez y veinte de la mañana, mientras dictaba una clase de historia y tendencias actuales de Economía Política ante numerosos alumnos de tercer año y unos pocos de segundo. Empecé viendo extrañas formas danzantes y a sentir que me encontraba en una habitación desconocida que no era el aula de la universidad.
Mis pensamientos y discurso se desviaron del tema, y los estudiantes comprendieron que algo grave me ocurría. Entonces, sentado donde estaba, me sumí en un estupor del que nadie podía sacarme. Pasaron cinco años, cuatro meses y trece días, antes de recobrar el uso de mis facultades.
Lo que voy a relatar a continuación, como es natural, lo he sabido a través de otras personas. Permanecí en coma profundo durante dieciséis horas y media, a pesar de que fui trasladado a mi casa, en la calle Crane 27, y de que se me prestó una magnífica asistencia médica.
A las tres de la madrugada del día 15 de mayo abrí los ojos y comencé a hablar, pero el médico y mi familia no tardaron en alarmarse por el cambio de mi expresión y lenguaje. Estaba claro que no recordaba mi identidad ni mi pasado, aunque por alguna razón parecía como si yo pretendiera ocultar esta inmensa laguna de mi memoria. Mi mirada expresaba extrañeza al contemplar a las personas que me rodeaban, y mis músculos faciales ejecutaban gestos desconocidos por completo.
Incluso, mi habla parecía torpe y extraña. Empleaba mis órganos vocales de modo torpe y vacilante, y mi dicción tenía un tono curioso, como si pronunciara con trabajos un idioma aprendido en libros. Mi acento era bárbaro, como el de un extranjero, y mi lenguaje abundaba en arcaísmos y expresiones gramaticalmente incomprensibles.
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