Juan Gomes Soto - Hernán Cortés, el hijo de Quetzalcoatl

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Hernán Cortés, el hijo de Quetzalcoatl: краткое содержание, описание и аннотация

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Cuando el 18 de febrero de 1518 doblaban el cabo San Antonio, allá en Cuba, abandonando la seguridad de un hogar, ninguno de aquellos intrépidos aventureros sabían lo que iban a encontrar en su caminar hacia la conquista de uno de los imperios más grande de la recién descubierta América. Su valentía, su ambición y su fe les guiaban por unas tierras totalmente desconocidas y pobladas por hombres aguerridos en la defensa de su tierra.
Después, con el tiempo, alguien apagó la luz de la historia y la oscuridad ocultó la relación de esos hechos. Hoy se ha encendido y los personajes y los momentos que ocurrieron en aquella conquista deben salir para rendir homenaje al hombre que capitaneó aquel grupo de valientes que consiguieron para España la mayor gesta que se recuerda.

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Acudí a Salamanca, acompañado de mi señor padre, por vez primera. La ciudad impresionó mi visión. Tan solo era un niño y contemplaba las estructuras de una gran ciudad. No había salido nunca de Medellín y la visión de la catedral con su imponente torre marcó mis creencias del esplendor del cielo ante aquellos pobres mortales que éramos nosotros. Sus hermosas calles con las casas de piedra le daban un realce que nunca había apreciado. La grandiosa plaza del Sol, nombre antiguo, ahora se había transformado en la plaza de San Martín por hallarse junto a la iglesia del mismo nombre, me dejó impresionado por sus dimensiones. La plaza era tan grande como mi pueblo entero, pensé. Luego supe que era la plaza más extensa de la cristiandad. Allí se celebraban los mercados y todos los comerciantes de la ciudad se afanaban en desarrollar en ella sus negocios.

Cuando llegué a Salamanca, una mañana clara de septiembre, mis ojos se abrieron extasiados para poder percibir aquel esplendor de belleza. Me vi ante el edificio de la universidad y no supe, hasta pasados unos pocos de años, qué representaba ese centro para el saber. Me hallaba ante una de las catedrales más grandes del conocimiento que irradiaba su cultura a toda España y a gran parte de Europa.

—Algún día pisarás sus aulas y te convertirás en un buen magistrado —vaticinó mi buen padre.

Pasado un tiempo alguien dijo que yo había estudiado allí, pero la verdad es que nunca estuve en sus aulas. Algo de lo que no me arrepentí, ya que siempre soñé con alcanzar la fama espada en mano.

La primera vez que mi padre me insinuó que iría a Salamanca a estudiar había sentido una gran alegría. Aquella gran ciudad tenía lo que yo deseaba, representaba un desafío para mis ilusiones de juventud. Un ambiente estudiantil para poder compartir mis andanzas con jóvenes como yo, algunos hijos de grandes de España, otros, hidalgos pobres en busca de ese conocimiento que le ayudase en la escalada del poder.

Al presentarme en la casa de mis tíos en Salamanca, la imagen de mi tío Francisco y la gravedad de su mirada me hicieron temer lo peor. Mi vida asilvestrada y casi salvaje se había acabado.

—Francisco, quiero que acojas en tu casa a mi hijo y le prepares para que algún día entre en la universidad y curse estudios de magistrado. Me temo que allá, en el pueblo de Extremadura en donde vivimos, este mozo se nos perdería en riñas pendencieras y su vida se truncaría como un arbolillo desamparado.

Mi padre, que siempre había sido un hombre muy recto, dibujó mi vida ante mi tío, como la de un mozalbete salvaje, después repasó con él los dineros que había de costar mi educación. Buscó esos recursos vendiendo algunas tierras, pero aquel sacrificio bien valía la pena, pensaba.

—No os preocupéis, Martín. El joven Hernán aprenderá aquí en Salamanca los hábitos de un buen caballero. Estudiará retórica y gramática. Dominará el latín y podrá entrar en la Universidad y, por supuesto, será un buen letrado el día de mañana. —Este presagio de mi tío quedó volando sobre nuestras cabezas y el aire revoltoso y juguetón lo escondió en algún rincón de aquellas tierras.

De pronto, en mi vida me veía solo, alejado de mis padres y en una ciudad a la que no le tenía cogido el pulso. La sombra de mis tíos velaba por mí, pero no era la misma sensación que tenía en Medellín, donde mis padres me amparaban de todo lo que me rodeaba. La vida en esa ciudad era como la de un ave silvestre enjaulada. Mi cabeza daba vueltas y vueltas buscando, tal vez, la mejor forma de escapar de esa prisión. Soñaba con volar muy alto. Escapar de la ciudad y recorrer el mundo, quería ganar gloria y riquezas y allí, en aquella casa, solo ganaría conocimiento. Pero era aún muy joven para ello y debía permanecer enjaulado hasta que la ocasión fuese más propicia para volar por el ancho mundo.

La vida en Salamanca fue una etapa muy ajetreada. Yo, como hijo de hidalgo pobre, hube de codearme con la progenie de la nobleza. Tuve como compañero de estudios y de aventuras al hijo de un grande de España. Algo que me sirvió para estimular mis ambiciones y para salvaguardar mis espaldas en algunos momentos. Y como bien sabéis, ya desde bien mozo fui altivo y ambicioso, además de gustarme harto el juego. Tuve que aguzar mi ingenio para que el juego me proporcionara todo aquello que mi bolsillo no conseguía. Además, no podía pedir dinero a mis padres, puesto que habían realizado un gran sacrificio para que yo estuviera allí y no querían dispensarme más. A pesar de ello, nunca me faltó de nada, es más, me sobraba. Allí conocí las jaranas en los mesones y las noches de vigilia, aunque no por propia experiencia, pues por mi edad no podía experimentar aquellas vivencias. En el juego, aun siendo muy joven, me las tuve que ingeniar para engañar a mi buen tío Francisco, el cual siempre, con la mosca tras la oreja, vigilaba mis vaivenes, que unas veces con jóvenes mayores, me fui buscando la vida, y así, con vinos y cartas, hacía de mi vida en Salamanca un paraíso.

A consecuencias de los dos largos años en las clases de mi tío, además de un trabajo de ayudante de un pasante, adquirí una formación intelectual que dejaría en mí una profunda huella. Aprendí las técnicas de la escritura en latín, así como algunos conocimientos de las técnicas jurídica, por lo que demostré que aquellos dos años fueron bien aprovechados

A la finalización de ese periodo, mi vida de estudiante en Salamanca se vio truncada. A mi tío Francisco le habían ofrecido un cargo de relator en el Consejo de Castilla y debía de trasladarse a la ciudad del Pisuerga.

—Hernán, has de volver a Medellín con tus padres. Yo, de momento, tengo que finalizar las clases con todos los alumnos y marchar a Valladolid donde tomaré un cargo en el Consejo de Castilla.

Escuetamente, sin inmutarse diría yo, mi tío me despojaba de la vida tan lisonjera que llevaba en Salamanca. Había aprendido todas las correrías que un mozalbete como yo podía cultivar y ahora buenamente todo se paralizaba y mi vida volvería a la rutina y el aburrimiento que aquel pequeño pueblo me ofrecía. Debía retornar a la vida arcaica y pueblerina que me ofrecía Medellín.

Así que regresé a casa de mis padres, los cuales, al verme aparecer, se llevaron un gran disgusto debido a que siempre habían soñado que volvería con mis estudios de leyes terminados. Anhelaban verme lucir la toga de letrado y, sin embargo, allí estaba yo con mis manos vacías y la cabeza llena de sueños.

—Pero Hernán, ¿qué hacéis aquí en casa? ¿Acaso no deberíais estar en Salamanca, en casa de vuestros tíos? —preguntó mi señor padre con la extrañeza que daba mi presencia en época de estudios y no de relajación.

—Veréis, padre, he abandonado Salamanca porque mi tío Francisco se marcha a Valladolid; le han ofrecido un puesto de relator del Consejo de Castilla y él ha aceptado. Yo, por mi parte, quiero ser un soldado y conquistar mundo —le contesté temeroso y dubitativo.

Aquella respuesta, que había salido de mi boca precipitada, era sincera, pero a mi padre, oyendo blasfemias, no le hizo mucha gracia. Yo había aprendido de él que la verdad siempre debía ir delante.

Mi padre, exaltado por el furor del desencanto, no dudó en llamarme inútil y otros muchos improperios que tuve que soportar con la mayor dignidad que pude. Tal vez mi padre estuviese en lo cierto, pero yo no deseaba ser un hombre de leyes, quería la aventura de las armas y hacia aquel destino enfocaría mis ambiciones.

En cambio, la que se llevó una gran alegría fue Cecilia. Era una joven del pueblo, que en silencio siempre había estado enamorada de mí. Ella era algo mayor que yo y me conocía, pues su madre trabajaba en mi casa, ya que se quedó viuda. El padre había muerto en las correrías que mi señor padre realizó en su juventud como capitán, en apoyo de don Alonso de Monroy. Por ello mi padre se vio en la obligación de proteger a la desdichada viuda.

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