Elena Sicre - Un ángel y un nazi

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Realidad y ficción se fusionan entre las tinieblas, el infierno y el horror del holocausto judío. Una novela que pretende profundizar en las razones por las que se oscurece el alma humana y hay redención para todas ellas, incluso para las más perversas.El hombre muere, su espíritu no. Gabriel, incombustible publicista, continúa en la brecha tras su muerte. Convertido en ángel tras duros años de esfuerzo y trabajo, se propone alcanzar el éxito supremo: ascender a arcángel. Para ello, la Corte Celestial le asigna una misión imposible: que el alma del nazi Reinhard Heydrich se arrepienta en el último instante de sus crímenes de guerra.Gabriel organiza su propio ejército, liderado por su peor enemigo, el también fallecido Bene, hombre tan perverso como inteligente y expresidente de la gran multinacional publicitaria donde ambos trabajaron durante años. Hasta en tres ocasiones bajan a la Tierra en plena Segunda Guerra Mundial, para entender qué esconde el corazón de un asesino, sus orígenes y motivos.Realidad y ficción se fusionan entre las tinieblas, el infierno y el horror del holocausto judío. Una novela rigurosamente documentada y escrita desde el máximo respeto.

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Pero le pasaba. Era mi momento: al escuchar su expiración grité con fuerza.

—¡Benedetto, Benedetto! ¡Vamos, aún estás a tiempo! Dios te aguarda: ¡arrepiéntete de lo hecho y de lo olvidado! Acuérdate de aquellos a los que tanto daño has causado, así de como los que te querían y a los que no has ayudado…

Su espíritu continuó aferrándose a la vida. Haciendo caso omiso de mi recomendación, no emitió el menor gemido, siquiera un simple gesto de súplica, de perdón; muy al contrario, pues su alma fantasmal arrecía como nieve en invierno. Nada presagiaba que fuese a cambiar de opinión. Yo no sabía muy bien qué hacer; quizá antes de subirlo pudiera lograr algo. Tendría que ser rápido porque mucho después sería tan difícil como detener las olas del mar. Estaba claro que esa noche, supuse que como tantas otras, se sobrepasó con la viagra y su corazón reventó.

Su alma peregrina se escondió bajo las sábanas:

—¡Eh, vamos, sal de ahí y no finjas que no me has visto! ¡Déjate de chorradas, esto no es una broma caída del cielo! Soy yo, tu ángel, y he venido para llevarte.

Me esquivó la mirada y echó un vistazo a su alrededor. Estaba tan alucinado de verme que trató de hablar con su amante e incluso de volver a meterse en la cama. Deambuló por la habitación —me estaba sacando de quicio— y tras un rato por fin se quedó quieto, accediendo a clavar sus ojos en mí. No le reproché su cara de asombro, pero sí sus habituales malos modos y el que no pareciese tan aterrorizado como el resto de los mortales a quienes yo había acudido a buscar anteriormente.

—¿A llevarme? ¿Adónde si puede saberse? —preguntó estupefacto.

—¡Pues al Otro Mundo o al Mas Allá, al Cielo, al Reino Celestial, llámalo como quieras! —contesté airado.

—¡A mí de aquí no me mueve ni Dios! —gritó encaramándose al cuerpo de la chica que lloraba desconsoladamente junto a él.

—¡Bene, Bene, por el amor divino, despierta! ¿Qué voy a decir si me encuentran contigo aquí? ¡Vamos, di algo! —suplicaba al cadáver la mujer, hermosa y rubia como la cerveza.

La imagen era patética: un viejo fallecido junto a una chica preciosa, joven y encima bondadosa. Me costó más de media hora convencerle de que estaba muerto y debía de acompañarme, y no lo habría logrado de no ser por el ruido ensordecedor de las sirenas y de las pisadas arrebatadas de los camilleros corriendo sin aliento arriba y abajo a través del espléndido jardín, aterrizando con la respiración entrecortada en el dormitorio principal donde se encontraba Benedetto.

Una descarga de desfibrilador tras otra en un intento de evitar la arritmia cardíaca letal. Se tomaban muy en serio su trabajo, de eso no cabía la menor duda; pero ya era inútil: llevaba más de media hora muerto. Yo no podía hacer ni decir nada: los ángeles tenemos terminantemente prohibido hablar con los vivos.

Benedetto, con el semblante níveo, me miró con odio. Continuaba aferrándose obsesivamente a la vida como la lapa a la roca, como el cuello del ahorcado a la soga que lo ahoga. Ahora sí había abandonado su cuerpo, pero no su actitud teatral de prepotencia. No pude evitar apiadarme: su espíritu plomizo, su corazón destruido por el infarto, su semblante descompuesto y sus ojos inertes en blanco. Me dio lástima y eso que tenía el atrevimiento de mirarme fijamente con esa cara tan típica del recién fallecido esperando el día, ese día inmenso que esperan los muertos.

Así fue grosso modo como me reencontré con Benedetto, el hombre más engreído e influyente, el mejor y más renombrado publicista de todos los tiempos, que ahora postrado ante mí era incapaz de mostrar respeto. Al principio no me reconoció, lógico; además, mi presencia le incomodaba: para él yo era una cita catastrófica, mas muy a su pesar debía dejarse llevar por su propia ausencia para adentrase conmigo en un mundo distinto. Nada evitaría ya lo inevitable y yo tiraría de su alma hasta lo eterno, explicándole en el trayecto cuáles serían sus ineludibles prioridades en la otra dimensión.

Continué hablándole sin éxito: un hombre acostumbrado siempre a hacer lo que le venía en gana sería un hueso duro de roer, de eso no me cabía la menor duda. Qué expresivo cuando le comuniqué oficialmente su fallecimiento; no era cosa de risa, pero hasta disfruté un poquito.

—¡Dios de la Madre! ¡Joder! Pero ¿usted sabe ángel, o lo que sea, la cantidad de cosas que aún me quedan por hacer? —me increpó alzando los brazos—. ¿Tiene usted idea de quién soy yo, pedazo de inútil? —gruñó entre dientes.

Hice de tripas corazón y obvié por un momento el odio que le profesaba, lo asquerosamente estúpido que era, e hice el enorme esfuerzo, porque de él dependía ahora mi ascenso, de mantener mi profesionalidad intachable. Era espeluznante que ese tío pudiese putearme incluso después de muerto.

—Sí, claro. —Proseguí con mi papel de ángel bueno—. Vuelvo a decirle que la Muerte es algo inaplazable, por eso estoy yo aquí. —Le iluminé con educación, hablándole en todo momento de usted—. El Otro Mundo puede parecer un lugar grotesco solo para el que no sea capaz de mirar a los demás con el corazón abierto. El amor supera todas las barreras, atraviesa planetas y universos, se eleva y se transforma; aunque es incapaz de posarse, de quedarse quieto en las almas que nunca en vida han sentido afecto. ¿Cómo el alma puede ahora reconvertirse? —continué explicándole, tratando de no perder los nervios, aun a sabiendas de que le importaba tres puñetas lo que le estaba diciendo.

—¡Basta, por favor! —me chilló dejándome fuera de juego—. Le haré una contraoferta. Déjese ya de palabras bonitas que de esas sé mucho. Le repito que tengo mucho que hacer, ¿no le he dicho que la semana que viene tenemos una importantísima presentación de agencia?

—¿Tenemos? —dije sin poder evitar la crueldad de una risotada—. Una vez más le aseguro que usted lo único que presentará de ahora en adelante serán sus respetos ante el Altísimo.

Benedetto continuaba erre que erre. Era una persona imposible, de esas que hablan sin parar, pero que no escuchan, que piensan primero en su trabajo, luego en su trabajo y por último en la mujer, siempre y cuando no sea la suya.

—¡Maldita sea, me está usted cabreando! —porfió en tono amenazador—. Mis amigos me llaman Ben y tiene exactamente cinco minutos para devolverme a mi cuerpo o mis abogados se ocuparán de usted para siempre. ¿Me entiende? —Guiñó al más puro estilo Al Capone—. ¡Dígame con quién tengo que hablar para solucionar esto! ¡Me niego a que haya llegado mi momento!

—Está bien, Ben —le contesté pausadamente alzando las alas en lugar de la voz—. Me temo que se está equivocando; conozco sus métodos, pero sospecho que a partir de ahora sus amenazas no llegarán muy lejos. Siento comunicarle de nuevo su fallecimiento. El día se ha ido, no ha podido despedirse… Su color ya es gris de invierno triste. Está usted solo; bueno, con mi compañía. ¡Aún tiene tiempo de arrepentirse de sus fechorías! ¡Hágalo de una vez y vámonos ya, hombre de Dios! —Ahí en mi prisa y mal humor es cuando rompí mi bendición. El hombre se revolvió como mariposa en viento huracanado y se acercó a mí con la mano abierta, dispuesto a partirme la boca—. ¡Lo que me faltaba! —No pude más y le paré el golpe con una patada. Él la esquivó hábilmente: parecía que hubiese recibido en su vida más de una—. ¡Joder! ¡Esto no va bien! ¡La he cagado!

No pude evitar dejarme caer al suelo sollozando. El gran hombre me incorporó sorprendido.

—¿Los ángeles sois todos gais? —me preguntó con el desprecio propio de un imbécil y el alma impía de un auténtico degenerado.

—Claro, ¿cómo sino habría podido venir volando? ¡Pues por la pluma que tengo! —manifesté con ironía y le eché a un lado, dispuesto a que viera en primer plano lo que a su antigua vida le estaba sucediendo.

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