Los logros alcanzados en los temas de desarrollo agrario integral, participación política, drogas ilícitas y víctimas resultan, a tres años de la firma del acuerdo y la implementación, aún precarios e insuficientes, tal como lo han señalado los informes que se han presentado. La decidida voluntad de paz de la Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común choca contra distintas circunstancias que los obliga a utilizar todos los medios legales para exigir el cumplimiento por parte de la sociedad y el Estado colombianos del acuerdo firmado. Estos obstáculos seguramente se abordarán con inteligencia en busca de superar todos los aspectos de orden político, jurídico-constitucional, social, administrativo y técnico que sea necesario sortear.
En esta sección se presenta una reflexión sobre la conversión de las Farc-EP de enemigo en el campo de la guerra a adversario en el campo de la democracia, de manera que precede el abordaje del actor político como tal.
El camino de la guerra hacia la democracia
Un lugar para el otro
A pesar de los pocos avances en materia de implementación y cumplimiento del acuerdo a tres años de su firma, un debate en ciernes que debe adelantarse en el seno de la sociedad colombiana corresponde a la construcción de las subjetividades colectivas que le dan –antes, durante y después de los acuerdos– un lugar al otro en una sociedad que debe transformarse en la construcción de lo político y lo público.
Se asume que para una concepción moderna, democrática y pluralista de la sociedad es inaceptable partir de una noción negativa de la percepción política del otro en cuanto enemigo, ligada al dominio e imposición del poder instituido, como si no existiera otra alternativa capaz de construirse en legitimidad y legalidad, desde lo político y lo público, más allá de la enemistad de la guerra en un universo de reconocimiento de la diferencia como fundamento y esencia de las prácticas democráticas.
El enemigo como un otro no
Por el contrario, persistir en la idea de considerar al opositor como enemigo es un obstáculo mayor para cualquier proceso de paz y reconciliación.
El enemigo es un otro que representa la negación del propio modo de existencia de las instituciones y de la sociedad, por tanto, persiste en su destrucción y, en consecuencia, es natural que la sociedad y el poder instituido lo rechace o combata a fin de mantener su forma de vida, la cual depende de la destrucción total de ese otro distinto. En estas condiciones, es el ejercicio del poder de la fuerza a través de la violencia y la guerra la que busca saldar una relación política irreconciliable.
En ese estado de percepción y confrontación se desarrollaron sesenta años de conflicto armado y guerra en Colombia. Ahora bien, la guerra procede de la enemistad, ya que esta es una negación absoluta del ser distinto. De esta manera, la guerra se presenta como el medio político extremo de la oposición amigo/enemigo, de modo que lo político adquiere un particular sentido en ese contexto de confrontación. Se posibilita, entonces, un escenario distinto al exterminio mutuo en un proceso de diálogos y acuerdos que trasforman de forma sustancial la naturaleza de la percepción del otro, del ser distinto en cuanto adversario legítimo en un escenario de confrontación democrática.
De ahí que el paso de la condición de enemigo a la condición de adversario sea un salto cualitativo de la confrontación del escenario de la guerra al ejercicio pleno de la lucha democrática.
El adversario como un otro sí
Sin embargo, el reconocimiento de la condición de adversario legítimo reviste la aceptación de la existencia de un ser colectivo que adquiere identidad en el reconocimiento de su condición de diferente, así como en la identificación de sus idearios y propuestas como socialmente legítimas.
En este sentido, en un proceso de solución política no se trata de someter u homogenizar las formas de pensamiento, de manera que se aniquilen así las posibilidades de ser, pensarse, expresarse y actuar desde la riqueza propositiva de la diferencia y en el ejercicio del disenso como fundamento del ser oposición.
Resulta lesivo para la construcción de contextos de convivencia democrática y desarrollo social y económico percibir al potencial adversario político como enemigo público y no como adversario legítimo. El Estado, en cuanto unidad política, tiene la capacidad y el monopolio de la determinación política, y esa capacidad debe colocarla al servicio de la construcción de la paz y de la democracia en el reconocimiento del otro opositor como adversario legítimo.
En los diálogos de La Habana surgieron los enunciados que permiten superar una teoría del Estado total que elimina la diferencia entre este y la sociedad, por la cual se identifica la política con lo meramente Estatal, separada de la sociedad.
La política más allá de la política
Hoy se reconoce con facilidad cómo en el país se ha producido una “despolitización” de la sociedad, un desplazamiento hacia el marketing y el mercado electoral, así como una creciente politización de la sociedad civil en un paso acelerado de la lucha reivindicativa hacia el desarrollo de un modelo de participación política que compromete nuevos escenarios, en los cuales la política es mucho más que el ejercicio del poder político asumido a través de los procesos electorales para el ejercicio de la función pública.
Así se constituye en fundamento de una práctica social que contempla procesos colectivos de toma de decisiones, elaboración de planes y programas de desarrollo, estructuración de presupuestos participativos con pertinencia en la realización de obras que contribuyan a la generación del bienestar estratégico de la sociedad y a fortalecer entidades administrativas, así como al potenciamiento de la capacidad de gestión social de las comunidades, de acciones que no constituyen otra cosa que la ampliación y la profundización de la democracia.
Sin embargo, la aceptación del adversario no es solo el reconocimiento de un otro distinto; es también la aceptación explícita de que el objetivo de la política, su tarea, es la construcción del orden social, el cual se logra a partir de elaborar alternativas posibles tendientes a la transformación de las condiciones de vida actuales.
Es un orden que no significa necesariamente armonía, sino conflicto dinamizado por una cultura y una práctica política que se compromete en la construcción de ese nuevo orden deseado. De ahí que resulte mejor utilizar la categoría de “posacuerdo” a la de “posconflicto”, en la medida en que las sociedades se desarrollan y alcanzan la mejor convivencia y el mayor nivel de bienestar cuando logran tramitar sus contradicciones y conflictos en los escenarios del diálogo y en la institucionalidad democrática.
Hoy, en el desarrollo del proceso de implementación de los acuerdos, es urgente y necesario que el Estado-gobierno impulse una pedagogía de paz por la cual se construya una subjetividad colectiva –la cual le da un lugar al otro distinto en su calidad de adversario legítimo– en los escenarios de la vida política de la nación, y evite así toda práctica que descalifique, construya polarización, desencuentro, odios y guerra.
Superar la cultura del odio y la venganza
La transformación de las prácticas democráticas la precede el cambio de cultura y de actitud de la ciudadanía, así como de la institucionalidad política, frente a la diferencia en el marco de la construcción de un escenario que deja de lado los odios y los encadenamientos de las venganzas, y se mueve en cambio hacia una cultura que se reconoce y se valora en el fortalecimiento del pluralismo, la tolerancia, la deliberación y el debate respetuoso sobre los problemas estructurales de la nación.
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