No me resisto a concluir este prólogo sin dedicar unas líneas a esa polipodiácea hondureña de nombre Phlebodium decumanum que le robó el corazón. Una valiente apuesta por su utilización en la lucha contra el SIDA y el Cáncer le ha llevado años de trabajo. Estoy segura de que estos extractos serán finalmente reconocidos como excelentes modificadores de la respuesta biológica.
Su carácter de científico no es puro, está contaminado, o mejor dicho adornado con grandes rasgos humanísticos: pensador, filósofo y escritor que comparte sus reflexiones a través de una narrativa entretenida, amena y cercana, haciendo incursiones, en el flamenco, la tauromaquia, las celebraciones de Semana Santa o el día de Andalucía. Sabe darle a todos los palos con idéntica brillantez, esa insaciable curiosidad por todo lo que le rodea.
El mundo está necesitado de personas que amen su trabajo, Antonio es uno de ellos. Es feliz y esa felicidad impregna sus relatos salpicados de dulces encuentros con personajes que van moldeando su vida, ya fuera un investigador brillante, una atractiva mujer o una joven portadora de VIH.
A través del texto no sólo descubrimos a una eminencia científica, se dibuja también ese hombre de bien, que nunca ha querido involucrarse en conflictos de intereses, en la política, que se ha hecho a sí mismo, sin deudas, y rodeado de excelentes equipos, magníficamente liderados por él. La historia de Antonio está plagada de valores, de todo eso que hace al hombre más hombre. El esfuerzo y tesón, el trabajo y la perseverancia del investigador; la generosidad y humildad para reconocer los errores; el compromiso y responsabilidad social; y la honestidad por encima de todo. Estos son los valores eternos que precisamos hoy y siempre. Sólo en esa atmósfera el científico progresa de verdad.
Gracias Antonio por esta pequeña joya narrativa donde te deslizas cómodamente por tus reflexiones y pensamientos, por ese mundo de silencios y aromas que describes con una pasión contagiosa.
Ana del Moral García
Recuerdo los aromas y fragancias de mi niñez: una niñez en la que las flores olían. Aquellos claveles de intenso aroma dieron paso a esos otros claveles de hoy, homogéneos, bonitos, turgentes, frescos, pero sin olor. Afortunadamente, los nardos, los jazmines y la dama de noche han conservado su fragancia. Siempre. También la flor de azahar. Quizá la razón estribe en que estas pequeñas florecitas no sirven para adornar nada; solo tienen olor. ¡Pero qué aromas! Aromas de mi niñez que aparecen por sorpresa, sin buscarlos. Inconfundibles. Únicos. Aromas de vida. Aromas que esta sociedad globalizada no aprecia porque no los conoce. Los nardos siguen teniendo ese intenso aroma de nardo. La dama de noche, también. Un día, en un paseo nocturno por las proximidades del hotel Marriott, en Amán, capté el aroma cada vez más intenso a dama de noche; había una planta en el patio de una casita que se encontraba en mi camino. En otra ocasión, buscando nardos en Madrid, encontré una floristería que me prometió tenerlos en 48 horas; venían de Holanda y llegaron puntuales con su aroma embriagador. ¡De Holanda!, país especializado en cultivar fresones que no saben a nada y flores ornamentales inodoras. Decididamente, los nardos holandeses huelen a nardo porque no han entrado en el mundo de la «globalización ornamental».
Con frecuencia me gusta volver mi mente atrás y revivir situaciones que significaron algo en mi vida. Casi siempre ligadas a un aroma o a un sonido musical. Al pasar los años, mi corazón me suele decir si ese algo fue un algo profundo. Uno de esos días de sentimientos retrospectivos volví mi mente atrás, muchos años atrás, y me veía en el patio de aquel viejo Instituto Pedro Espinosa de mi pueblo, Antequera, con un esquema mental muy decidido, aunque algo cursi, de lo que debería hacer para, ya de mayor, comprender las bases científicas que explicaran el origen de los aromas; pura química y pura biología. También la salud y la enfermedad deberían tener sus bases científicas; de nuevo, pura química y biología. Lo tenía muy claro: era preciso que empezara a estudiar Química y Biología; de esta forma iría sentando las bases para, en un futuro, aprender Bioquímica, es decir, la química de la vida. Y después enriquecer día a día estos conocimientos iniciales, compartirlos y hacer algo para comprender los aromas de este mundo, incluido el aroma del sufrimiento, ese «aroma» asociado a la enfermedad. Todo un compendio de química de la vida: Bioquímica. Tenía entonces solo trece años y acababa de finalizar mis estudios de tercero de bachillerato. Recuerdo que aquel patio central de mi viejo instituto estaba contiguo al patio de acceso a la secretaría, en el que se enseñoreaba una gran planta de jazmín. Muy jovencito y algo pretencioso, debieron de pensar mis profesores. La Química y la Biología tendrían que esperar, me dijeron. Ya llegarían a su tiempo, en los cursos venideros… ¿A qué venía tanta prisa?
Pero yo no quería esperar. Y decidí ir aprendiendo estas cosas en los veranos. Y lo hice. De esta forma, a mi manera y con la extraordinaria ayuda de don Juan Hernández, hombre sabio que ejercía sus funciones de químico en la cercana fábrica de azúcar y que comprendió desde el principio lo que yo quería. Así fui adquiriendo conocimientos de química de la vida y puse las primeras piedras de lo que años más tarde se convertiría en una de mis pasiones: estudiar y tratar de comprender los mecanismos bioquímicos implicados en la vida y en la muerte o, dicho con más suavidad, en la salud y en la enfermedad. Con y sin aromas. De lo que fui aprendiendo en aquellos veranos quedé fascinado por ese laboratorio que se me antojaba perfecto: la vida. Así, me enfrenté a la Biología del curso preuniversitario «orgulloso de mis conocimientos». El primer capítulo del libro de texto trataba de los aminoácidos, y yo ya sabía aquello. Compartía este «orgullo» con mi otra pasión: la pesca y toda la belleza que había a su alrededor. Y no olvidaba los aromas que cada año empezaban a embriagarme aquellos meses de mayo con sus flores.
Pasaron muchos años. Y adquirí conocimientos. Y, sobre todo, aprendí a compartirlos. A mi modo, con arte, ya que estoy convencido de que enseñar es un arte: el arte de compartir lo que se sabe. Y enseñé. Y seguí pescando, al tiempo que otras pasiones se incorporaron a mi vida.
Hace unos pocos años cayó en mis manos el libro titulado Doctor Chekhov, escrito por John Coope en 1997, en su versión original inglesa. Estaba leyendo por aquel entonces el libro Antequera norte de mi pluma, de José Antonio Muñoz Rojas, nuestra gloria antequerana, Premio Nacional de Poesía en 1992, y pensaba en los motivos que me habían llevado e inspirado en mis trabajos de tantos años de investigación en Ciencias de la Salud. En la introducción del libro de John Coope se recogía el siguiente pensamiento de Chekhov:
«La medicina es mi esposa legal. La literatura, mi amante. Cuando me harto de una de ellas, paso la noche con la otra. No es esto lo más correcto, pero, al menos, evita la monotonía y nadie sufre mi infidelidad. Si no me hubiera dedicado a la medicina, nunca habría podido dedicar mi libertad de mente y mis pensamientos a la literatura».
No pensaba de la misma manera Tolstoi, quien aseguraba que Chekhov habría podido ser un mejor escritor si no hubiera dedicado parte de su tiempo a la medicina.
En mi caso, quizá el haberme dedicado a la Bioquímica y mi pasión por comprender el funcionamiento de un organismo vivo —sano y enfermo— han hecho posible que, como Chekhov, dirija mi libertad de mente y mis pensamientos hacia otro lado, hacia Andalucía, a través de Antequera. Esa Antequera que, en palabras de Muñoz Rojas, está «a caballo entre las varias Andalucías y participa en alguna medida de todas ellas, como equidistante de sus centros mayores, Córdoba, Sevilla, Granada y Málaga, sufriendo sus grandes tentaciones y como cayendo y librándose de ellas. Esa Antequera, recostada y extendida, que se asoma a su vega, con todos sus caminos llanos hacia Córdoba o Sevilla, y que mira al norte, levante y poniente; y más lejana de donde más cerca se halla: Málaga, traficante y marinera».
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