“Todo esto es perfectamente absurdo y lo que ocurre es que estoy hechizado” –recapacité un día.
–¡Mamá!– me interrumpió él, desde el otro extremo de la alcoba.
Y planeé fríamente el asesinato. Apremiaba el tiempo.
Esta sola perspectiva bastó para devolverme las fuerzas y hacerme recuperar, en parte, las ilusiones perdidas. Ya no pensé en otra cosa que en liberarme del intruso y poner fin a una situación que, en el plazo de unos meses, prometía volverse insostenible. La sola idea de realizar mi propósito llegó a ponerme en tal estado de excitación nerviosa, que no conseguí pegar los ojos en el transcurso de las siguientes noches. Incluso recuperé el apetito y volví a prestar atención a mis quehaceres domésticos. Simultáneamente, redoble mis cuidados con la criatura, dispensándole toda clase de mimos y concesiones, desde el momento en que ya no constituía, ante mis ojos, más que un condenado a muerte. Eran sus últimos días de vida y, en el fondo, sentía una vaga piedad por él. Mas los preparativos del acto que me proponía llevar a cabo no dejaron de ser laboriosos. Se trataba de cometer un delito, era indudable, pero, a la vez, de salir indemne de él. Esto último no me planteaba ningún serio problema, teniendo en cuenta que nadie –que yo supiera– parecía estar al corriente de su existencia. Pienso que ni mis propios vecinos llegaron a sospechar jamás de mi pequeño huésped, lo que no obstaba para que, en mi fuero interno, me preocupara muy seriamente la idea de incurrir en algún error. Mi mente, por aquellos días, no se encontraba demasiado lúcida y quién podría garantizarme que el error no fuese cometido. Los medios de que disponía eran prácticamente infinitos, pero había que elegir entre ellos. Cada cual ofrecía sus ventajas, aunque también sus riesgos. Y me resolví por el gas. Mas faltaba por decir esto: ¿cómo deshacerme del cadáver? Ello exigió de mí las más arduas cavilaciones, pues no me sentía tan osado como para ejecutar con mis propias manos la tarea subsecuente. No estaba muy seguro de que no me fallasen las fuerzas al enfrentarme, cara a cara, con el pequeño difunto. Si resultara factible, tratábase de perpetrar el crimen sin mi participación directa, un poco como a hurtadillas y hasta contra mi propia voluntad. Por así decirlo, sentía mis escrúpulos y tampoco eran mis intenciones abusar de la fragilidad de mi víctima. Lo que yo me proponía, simplemente, era librarme de aquella angustia creciente, proteger mi nuevo estado y legalizar la situación de mi familia, aunque poniendo en juego, para tales fines, la más elemental educación.
El maullido de los gatos, rondando esa tarde mi cocina, me deparó la solución deseada: una vez que el gas hubiese surtido efecto, abriría la ventana de su alcoba y dejaría libre el paso a los merodeadores, cuidando de ausentarme a tiempo. Eran unos gatos espléndidos, en su mayoría negros, con unos claros ojos amarillos que relampagueaban en la oscuridad. Parecían eternamente hambrientos, y tan luego comenzaba a declinar el sol, acudían en numerosas manadas, lanzando unos sonoros maullidos que, por esta vez, se me antojaron provocativos y, en cierto modo, desleales.
Y puse manos a la obra. Desde temprana hora de la tarde procedí a preparar mi equipaje, que constaba de una sola maleta con las prendas de ropa más indispensables para una corta temporada. Tenía hecha ya mi reservación en el hotel de una ciudad vecina, adonde esperaba llegar al filo de la medianoche. Allí permanecería tantos días como lo estimara prudente, en parte para eludir cualquier forma de responsabilidad, y en parte por un principio de buen gusto. Transcurrido un tiempo razonable, regresaría como si nada a mi casa. Y aún conservaba la maleta abierta sobre mi cama, cuando advertí que él se acercaba por el pasillo pisando muy suavemente. Con un vuelco del corazón, le vi entrar más tarde. Llevaba puestas sus babuchas y una fina bata de casa, en cuyos bolsillos guardaba las manos. Se quedó largo rato mirándome, con la cabeza un poco ladeada. Después aventuró unos pasos y se sentó en la alfombra. Había empezado a llover, y recuerdo que en aquel instante cruzó un avión sobre el tejado. Le vi estremecerse de arriba abajo, aunque continuó inmóvil esta vez. No supe por qué motivo mantenía la cabeza inclinada de aquel modo, observándome con el rabillo del ojo. En realidad, no parecía triste o preocupado, sino solamente perplejo. Y fue en el momento preciso en que yo cerraba mi maleta con llave y me disponía a depositarla en el suelo, cuando unas incontenibles náuseas me acometieron de súbito. La cabeza me dio vueltas y una sensación muy angustiosa, que nunca había experimentado, me obligó a sentarme en la cama, para después correr hasta el baño en el peor estado que recuerdo. Allí me apoyé contra el muro, temiendo que iba a estallar. Algo como la corriente de un río subía y bajaba a lo largo de mi cuerpo, retrocedía, tomaba un nuevo impulso e intentaba hallar en vano una salida. Había en mí, alternativamente, como un inmenso vacío y una rara plenitud. ¿Estaba próximo el alumbramiento? Eso temí. Y comprendí que debería actuar con la mayor urgencia. Comencé a vomitar. –¡Mamá! –escuché su voz a la puerta.
La prisa y un repentino temor a no poder completar mi tarea me habían hecho olvidar la maleta y todo lo relativo al hotel. Continuaban maullando los gatos. Durante un segundo se apagó la luz de la casa, para encenderse de nuevo. Pensaba ahora en el hospital y en los acontecimientos que se avecinaban.
–¡Mamá!– oí de nueva cuenta.
Entonces abrí la puerta del baño, cogí atolondradamente a la criatura y la sostuve en alto. Tras despojarlo de su bata de casa, lo estreché fuertemente contra mi pecho, le miré por última vez y lo arrojé al inodoro. Fue un instante muy cruel –recuerdo –, mas, a fin de cuentas, era de allí de donde él procedía y yo no hacía otra cosa que devolverlo a sus antiguos dominios. Esto me confortó, en lo que cabe. Con el agua al cuello, todavía me miró, confuso, posiblemente incrédulo, e hizo ademán de salir. Pero yo le retuve allí, oprimiéndole la cabeza, y él se fue sumergiendo dócilmente, deslizándose sin dificultad, perdiéndose en una catarata de agua que lo absorbió entre su espuma. Y desapareció. Inmediatamente después, debí perder el sentido.
Amaneció el día dorado y limpio, con un vasto cielo azul. Una luz temblorosa y clara caía de lo alto sobre los tejados, y los cristales de mi ventana mostraban aún las huellas de la pasada lluvia. Reinaba un profundo silencio en la casa. Era todavía temprano y la ciudad dormía. Flotaba un dulce olor en el aire, como si a lo largo de toda la noche se hubiese mantenido encendida una gran cantidad de cirios. Las puertas permanecían cerradas. Una soledad nueva, aunque no olvidada del todo, se presentía tras aquellas puertas. Quizá conviniera habituarse. Sonaba apagadamente la música y era muy grato el sol en mi terraza. Sobre una mesa de la sala, descubrí un libro abierto. En seguida el reloj dio las horas. Bien visto, todo resultaba muy grato, aproximadamente como antes. Me senté a leer. Eran bellas aquellas páginas, conmovedoras, y valía la pena fijar la atención en ellas. Después prepararía el desayuno y, por la tarde, iría al cinematógrafo. Me habían cedido las náuseas y noté que empezaba a crecerme el bigote. En el jardín de enfrente seguían cayendo las hojas. El tiempo me pareció inmenso y propicio para toda suerte de empresas. Pero el tiempo exige intimidad, sosiego y un profundo reconocimiento. Justamente en aquel sofá había dormido yo una noche, encogido como una oruga, tiritando de frío. Me eché a reír. Había sido, sin duda, una insólita noche y me agradaría escuchar de nuevo One Summer Night. ¿Pero quién osaba insinuarme, de pronto, que nunca más, mientras viviera, me atrevería a penetrar en el cuarto de baño? Penetraría. Naturalmente que penetraría, y abriría todos los grifos, y me contemplaría en el espejo, y me sentaría, como de costumbre, en el inodoro. Allí leería el periódico. Después recorrería la casa, pieza por pieza, e iría abriendo los armarios, ordenando sus cajones, reconociéndolo todo, desechando cuanto pudiera considerar estorboso o inútil. Incluyendo aquella alcoba, es claro; y aquella ropa; y el ajuar; y la corneta. Todo junto iría a parar hoy mismo a la basura. Cuando un hombre se siente feliz, debe ordenar su casa, procurar que la felicidad encuentre grata su casa. Así fue quedando la mía: libre, abierta, florecida. A toda hora entraba el sol en ella, como en una jaula. Pasaban los días. Una mujer venía por las tardes y se ocupaba de la limpieza. Al caer la noche se iba. Yo cerraba la puerta tras ella y daba vuelta a la llave. Rara vez abandonaba mi pipa y, como el tiempo continuaba tibio y soleado, dejaba abiertas de par en par las ventanas. Me llegaban todos los rumores y, al oscurecer, se desvanecían. Eran muy tranquilas las noches, muy quietas. Yo apagaba la luz y me dormía en el acto. De tarde en tarde, se dejaba oír una corneta, pero ni aun esto me desazonaba. Más bien la corneta arrullaba mi sueño, porque sabía, en el fondo, que no podía existir tal corneta. Y sonreía. Daba una vuelta o dos en la cama y ya estaba dormido de nuevo. Sonaba todas las noches y después cesaba; pero no en el cuarto de baño, ni siquiera en su alcoba, sino en un lugar impreciso y distante o como al final de un gran embudo. Habían transcurridos diez días y la corneta seguía sonando. Mas ocurría –esto era lo sorprendente– que al cerrar bien las puertas la corneta dejaba de sonar, o, si sonaba, había que mantener el oído muy atento a ella. Comprendí que, de cualquier modo, sería preciso hacerla callar en definitiva, pues era lo único que, en cierta forma, comenzaba a perturbar mi felicidad. El sonido me llegaba a través del pasillo, en dirección a su alcoba. Hacia allá iba yo ahora, de puntillas, procurando no hacer ruido. Abrí. La pieza estaba vacía, a oscuras, y no ofrecía nada de particular. Pero la corneta seguía sonando. Me asomé al cubo de luz. Había una ventana iluminada en el piso de abajo, y un poco más al fondo estaba él, el mico. Sentado en un gran sillón tapizado de rojo, sostenía en alto su corneta. Llevaba puesta una larga camisa de seda y tenía los pies descalzos. En torno suyo un grupo de mujeres muy jóvenes, sentadas sobre la alfombra, reían y le miraban embelesadas. El mico parecía feliz. Cuanto más y más soplaba, más y más se reían las mujeres, agitando sus tiernos pechos. Todas ellas parecían encantadas con el reciente hallazgo, todas se lo disputaban y no dejaban de reír. El gran aventurero también reía. Pasaba de unas manos a otras. De pronto una de ellas lo zarandeo entre sus brazos y lo lanzó a lo alto, como una pelota. Lo lanzó así dos o tres veces y las demás se desternillaron de risa. Mas, al cabo, se vio entrar a un caballero, anunciando sin duda, que ya era hora de acostarse y de suspender el juego. Unas y otras se fueron dispersando y se apagó la luz. El caballero corrió las cortinas, y yo me sentí francamente dichoso. Después regresé a mi cama y no desperté sino hasta muy entrada la mañana. Así continué durmiendo día tras día, risueñamente, inefablemente, sin preocuparme ya más por el hechicero. Y tres meses más tarde di a luz con toda felicidad.
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