Francisco Tario - Una violeta de más

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A comienzos del turbulento año de 1968, Francisco Tario (1911-1977) envió a su amigo Joaquín Díez-Canedo, desde Madrid, España, donde residía, el original mecanográfico de «Una violeta de más» para su publicación en Joaquín Mortiz, con un mensaje doble: el título alude a los pétalos de violeta que aparecían en las cartas que se enviaban, cuando novios, él y Carmen Farell; una violeta más o de más, pues luego de tres décadas de matrimonio ella muere sorpresivamente, en 1967, y será el «mágico fantasma» al que está dedicada esta obra. Fueron también sus últimas lecturas, por la costumbre familiar de leer en voz alta los relatos para que el autor probara, en ese ámbito casero (con su mujer y sus dos hijos, Sergio y Julio), su eficacia. El libro es para ella… y también para quienes habían leído a Tario, tiempo atrás, en volúmenes tan sorprendentes como «La noche» (1943) o «Tapioca Inn: mansión para fantasmas» (1952), que configuran su edificio fantástico. Hoy «Una violeta de más», tomo clásico de la literatura fantástica mexicana, vuelve a su condición individual, en esta edición conmemorativa, en busca de nuevos asombros.

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De regreso en el sofá, debí quedarme profundamente dormido, cuando ya los primeros rayos del sol se filtraban a través de los visillos. Al despertar, horas más tarde, comprobé con extrañeza que nada a mi alrededor había cambiado. O digo mal; algo fundamental había cambiado, y era que, a partir de aquella fecha, irremediablemente, seríamos ya dos en la casa.

Fue en el transcurso de la mañana siguiente cuando creí advertir que mi pequeño huésped mostraba cierta dificultad en abrir y cerrar los ojos, bien como si la luz del día le resultara insoportable, o más probablemente como si empezara a ser víctima de un agudo debilitamiento. Había olvidado neciamente todo lo relativo a su alimentación, y esta grave contingencia me llenó de confusión y alarma. ¡Cómo conseguir nutrirlo por mí mismo y la eficacia requerida? ¡Qué poder ofrecerle a aquel desmedrado organismo, cuyo estomago –admití con un escalofrío– no sería capaz de alojar en su seno ni siquiera una gota de leche? ¿Y cuántas gotas de leche deberían administrársele al día sin correr el riesgo de exponerlo a un empacho? Corriendo fui a la cocina y regresé con una tacita de leche, en la que introduje un gotero. Anhelante, apliqué el gotero a aquellos diminutos labios, que se entreabrieron, y dejé caer una gota. Con un gesto de repulsión, volvió a cerrarlos, y la gota se desparramó. Ello agravó mi ansiedad, situándome ante un nuevo enigma. Ciertamente el migajón resultaba aún prematuro y sospeché, por otra parte, que el agua no bastaría para reanimarlo. No obstante, hice, por no dejar, la prueba. Aquel gesto de complacencia, de inmensa dicha, que dibujaron sus labios al aceptar la primera gota de agua, bastó para confirmarme la idea que venía ya desarrollándose en mí: que se trataba, de hecho, de un ser eminentemente acuático. Esto, que si en un sentido favorecía mi tarea, me plantaba un nuevo conflicto, ya que la resequedad de la atmósfera que se respiraba en la casa terminaría por resultarle nociva a aquel complicado organismo. Tan rápidamente como pude, me encaminé de nuevo a la cocina, vacié un gran tarro de compota y, tras lavarlo con todo esmero; lo llené de agua hasta los bordes. A toda prisa lo transporté a mi alcoba, lo deposité en la mesita de noche, tomé entre mis manos a la criatura y la fui sumergiendo lentamente en él. A medida que el agua iba acogiéndolo en su seno, una plácida sonrisa de bienestar fue invadiendo sus tristes labios. Bien pronto empezó a moverse –a desperezarse, diría yo– y a entornar sus ojos azules, que pestañearon con perplejidad. Dejé el tarro sobre la mesita y me senté a su lado para contemplarlo, absorto en aquel súbito regocijo que invadía ahora al renacuajo. Recuerdo distintamente cómo el malvado se dejaba traer y llevar por el suave oleaje del tarro cuando yo, para hacerle rabiar, lo inclinaba en un sentido y otro. Con los brazos extendidos, el gran nadador subía o bajaba, se deslizaba sobre el cristal y proseguía evolucionando. Admití, ya sin reservas, que la primera dificultad estaba salvada. Más, ¿bastaría con aquello? Bastó –de ello estuve seguro–, pues, al cabo de una semana, la criatura mostraba un aspecto excelente y hasta un agudo sentido del humor. En ocasiones incluso ensayaba pequeñas cabriolas, bien dejándose flotar como un corcho o proyectándose hasta el fondo del tarro, exhibiendo de esta forma una notable flexibilidad y una rara disciplina que no dejaron de llenarme de asombro. Algo en él me desagradaba, no obstante, y era aquella tendencia suya a permanecer en cuclillas en el fondo del tarro, observándome sin pestañear y con aire de no muy buena persona. El cristal le achataba el rostro, y entonces yo sentía como si un detestable ser, sin antecedentes precisos, explorase mi conciencia con no sé qué funestos propósitos Al punto yo acudía al tarro y le hacía dar unos cuantos traspiés alejándole de mi vista.

Así fueron transcurriendo los días, y el orden que prevaleció siempre en mi casa fue restableciéndose poco a poco. Por las mañanas, si hacía sol, sacaba el tarro a mi terraza y lo dejaba allí hasta medio día. Por las tardes, lo introducía en el salón y, ocasionalmente, escuchábamos algo de música. Debía tener un oído muy fino y pronto pude darme cuenta de cuáles eran sus preferencias. Ya anochecido, colocaba el tarro sobre una consola y lo cubría con un paño oscuro, según suele hacerse con los canarios. A primera hora de la mañana, cambiaba el agua del tarro, donde empecé ya a introducir terrones de azúcar, cerezas en almíbar y algunos trocitos de queso, que la criatura había aprendido a roer, no sin cierta desconfianza. Unas semanas más tarde, sustituí el tarro por una hermosa pecera, en la que dejé dos o tres delfines de caucho y un pato de color azul, con los cuales se pasaba él las horas muertas. Mostraba una precoz inteligencia y hasta una sutil picardía, que se me antojaron poco comunes en un ser humano de su edad. Aunque lo que hacía falta dilucidar, de momento, era si quien habitaba la pecera constituía efectivamente lo que se entiende por un ser humano. Ciertos indicios parecían confirmarlo así, en tanto que otras evidencias posteriores me hicieron ponerlo en duda. Pero, de un modo u otro, repito, al cabo de unas cuantas semanas todo en el interior de mi casa fue volviendo a la normalidad.

Mi vida, hasta el momento presente, había sido sencilla y ordenada. Tenía, a la sazón, cuarenta años y habitaba un cuarto piso, en un alto edificio gris situado en las afueras de la ciudad. A partir de los quince años trabajé infatigablemente, con positivo ardor, y, de acuerdo con mis propios planes, dejé de hacerlo a los treinta y cinco. Durante ese periodo, ahorré todo el dinero de que fui capaz, sometiéndome a una rígida disciplina que no tardo en dar sus frutos, ya que ella habría de permitirme realizar, en el momento oportuno, cuanto me había propuesto. Fue una especie de juego de azar al que me lancé osadamente, y que solo podía ofrecerme dos únicas posibilidades: una muerte prematura –lo que constituiría un fracaso– o una existencia despreocupada y libre, a partir de mi madurez. Mi plan, afortunadamente, pudo al fin llevarse a cabo, y hoy duermo cuanto me es posible, como y bebo lo que apetezco, soy perfectamente independiente y los días se suceden sin el menor contratiempo. Poco me importan, pues, las estaciones, los vaivenes de la política, las controversias sobre la educación, los problemas laborales, la sexualidad y las modas. Desde mi pequeña terraza suelo contemplar los tejados, muy por debajo del mío, y ello me otorga como una cierta autoridad. Escucho música, si es oportuno; leo por simple distracción; apago y enciendo la estufa; paseo sin prisas por el parque y liquido puntualmente el alquiler. Jamás fui propiamente hermoso, ni sospecho que atrayente, pues ni siquiera soy alto o bajo, sino de estatura normal. Cierto que, a primera vista, podría tomárseme por un viajante, aunque quizá también por un modesto violinista, lo cual es siempre una ilusión. Fiel a mis principios, rechacé toda compañía engañosa –mujeres, en particular–, pese a que me atrae salir a la calle, frecuentar los lugares públicos y formar parte de la humanidad. Me atrae, sí, mirar a la gente ir y venir, afanarse y reír, desazonarse y cumplir con sus supuestos deberes; esto es, sobrevivir. Yo también sobrevivo, y ambas cosas son encomiables, siempre y cuando nadie se inmiscuya en mi vida e interrumpa este laborioso limbo que me he creado al cabo de una larga etapa de disciplinas, muchas de ellas en extremo amargas.

Qué de sorprendente tiene, por tanto, que la aparición de mi pequeño huésped haya alterado, de golpe, aquello que, en opinión mía, debería haberse conservado inalterable. Pero, insisto, el tiempo ha ido transcurriendo, y un orden nuevo, aunque cordial, ha venido a reemplazar a aquel otro, tal vez demasiado exclusivo, que imperaba en mi casa. Hoy he vuelto a levantarme a las diez, a dar mi paseo matinal por el parque, y, al declinar la tarde, he ido al cinematógrafo. Sobre todo, he vuelto a ocupar mi cama, la cama que me pertenece por derecho propio, y en ella duermo a pierna suelta, al margen de cuanto acontece fuera –un mundo que para mí no encierra más atractivo que el de una grata referencia con qué ilustrar y enriquecer mi solitaria existencia, en la cual soy de todo punto feliz.

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