Venkatraman Ramakrishnan - La máquina genética

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Con su esbelta doble hélice y su enorme capacidad para duplicarse, el ADN es el indiscutible protagonista de la genética. En la delicada sucesión de reacciones químicas que llamamos vida destaca un personaje de reparto, responsable de convertir la información de los genes en proteínas para todo uso: el ribosoma. Esta máquina genética traduce la información del ADN en instrucciones concretas para enhebrar aminoácidos y con ellos crear complejos arreglos proteínicos, esenciales para el desarrollo de cualquier organismo; desentrañar su estructura y su funcionamiento fue uno de los retos más apasionantes en la bioquímica de las últimas décadas. En estas páginas, Venki Ramakrishnan narra las peripecias de su formación científica, desde su natal India hasta su traslado definitivo al Reino Unido; la paulatina construcción de redes científicas en todo el mundo, tanto de colaboración como de acre competencia; el uso de herramientas tecnológicas de vanguardia, como el sincrotrón, para asomarse a las entrañas celulares; la grotesca política que se vive en torno al premio Nobel —que él obtuvo en 2009—. Tenaz y discreto, convencido de que el rigor y la pasión son esenciales para producir conocimiento nuevo, el autor explica con detalle y honestidad cómo triunfó en la carrera por descifrar los secretos del ribosoma. «La honestidad personal de Ramakrishnan respecto de la ambición que lo impulsó se ve matizada por sus profundas reflexiones sobre el efecto potencialmente corruptor de los grandes premios. Un libro que será leído y releído como un documento importante en la historia de la ciencia». Richard Dawkins, autor de «El gen egoísta» «Una obra encantadora y estimulante que arroja luz desde diversos ángulos sobre el mundo de la ciencia, sobre la naturaleza de los descubrimientos y sobre uno de los misterios más profundos de la biología del siglo XX. Muestra más allá de toda duda cuál es el proceso por el que avanza la ciencia». Siddhartha Mukherjee, autor de «El emperador de todos los males»

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Cuando empecé a trabajar para Peter, ya se habían determinado algunos datos básicos sobre el ribosoma. Todos los ribosomas tienen dos partes, conocidas como la subunidad mayor y la menor. La subunidad menor se fija al ARNm que contiene la información genética, mientras que la subunidad mayor une los aminoácidos que llevaron hasta allí los ARNt para hacer una proteína. Hay tres espacios para los ARNt: uno que recibe el nuevo aminoácido, otro que sostiene la cadena de proteínas en crecimiento y uno más que es una especie de zona de transición antes de que el ARNt sea expulsado del ribosoma. Durante el proceso, los ARNt pasan en el ribosoma de un espacio al siguiente y al moverse arrastran el ARNm consigo, de modo que de hecho el ribosoma se desplaza a lo largo del ARNm y permite que los ARNt lean un codón tras otro para hacer la proteína en turno. Cada paso necesita la ayuda de proteínas que se fijan y abandonan el ribosoma en distintas etapas, y cada paso consume energía. Puesto que emplea energía y se mueve durante este proceso de enorme complejidad, el ribosoma se conoce como una máquina molecular o nanomáquina.

Además de su papel biológico fundamental, en la encrucijada entre los genes y las proteínas que éstos codifican, existía una razón práctica para interesarse por el ribosoma. A lo largo de los años la gente había notado que muchos antibióticos funcionan bloqueando algunos de los diferentes pasos del ribosoma. Puesto que los ribosomas humanos son lo suficientemente distintos de los que poseen las bacterias, algunos antibióticos se unen a los ribosomas de éstas y son útiles para tratar enfermedades infecciosas. Sin embargo, las bacterias se vuelven cada vez más resistentes a los antibióticos; saber exactamente de qué formas dichas sustancias se unen al ribosoma ayudaría a diseñar mejores medicamentos.

Estos hechos básicos ya estaban consignados en los libros de texto, así que, cuando le contaba a la gente que estaba trabajando en el ribosoma, con frecuencia me preguntaban: “Pero ¿no está eso ya resuelto?” A veces la pregunta iba acompañada de una mirada de lástima, como si fuera un pobre infeliz que trataba de encontrar el hilo negro de un problema que había dejado de ser interesante. Lo cierto es que, aunque existía un esbozo de las funciones del ribosoma, no teníamos idea de cómo llevaba a cabo ni siquiera uno de los muchos complicados pasos que se requieren para fabricar una proteína. Era como si supiéramos un poco más sobre cómo es un automóvil —como si descubriéramos que tiene cuatro ruedas y ventanas, y un conductor que se sienta tras un volante—, pero no entendiéramos nada sobre cómo funciona.

Como ocurre con muchos otras disciplinas, la ciencia tiene sus modas y en cada época algunas áreas se consideran más interesantes que otras; con frecuencia son aquellas en las que se están haciendo rápidos progresos. Muchos científicos cambian de problema tan pronto como empieza a resultar demasiado difícil avanzar. Los científicos muy creativos abren áreas totalmente nuevas, pero otros sencillamente saltan de un área atractiva a otra. Si todos hicieran lo mismo, nuestra comprensión de los fenómenos sería muy superficial, pero por suerte también hay quienes se quedan con un problema sin importar qué tan viejo o difícil sea, hasta llegar al fondo del asunto.

Aunque el ribosoma había sido estudiado por un par de décadas, nadie sabía dónde estaban ubicadas las cerca de 50 proteínas que lo forman y mucho menos qué función desempeñaban. Peter colaboraba con Don Engelman para abordar este problema. En cierto sentido, no podían haber sido más distintos. A diferencia de Peter, de talante reservado, Don era un nativo de California alto y gregario, con una barba primorosamente cuidada, una resonante voz de barítono y un estilo afable que transmitía una gran autoridad sin importar el tema de conversación. Estudió en el Reed College de Portland, obtuvo su doctorado en Yale y luego hizo un posdoctorado con Maurice Wilkins, el “tercer hombre” del ADN, donde trabajó en la estructura de las membranas que envuelven a todas las células. A diferencia de Peter, que consagró toda su vida a estudiar uno u otro aspecto del ribosoma, los intereses de Don eran más diversos.

Don y Peter habían asistido a una conferencia dictada por Benno Schoenborn, del Brookhaven National Lab, sobre cómo podían usarse los neutrones para estudiar estructuras biológicas. Los neutrones eran algo de lo que sólo se ocupaban los físicos y además se necesitaba un reactor nuclear para producir suficientes como para realizar un experimento. Pero para la biología lo que resultaba interesante de los neutrones era que el hidrógeno y su isótopo más pesado, el deuterio, interactúan de formas muy distintas con los neutrones; además, el hidrógeno representa la mitad de los átomos en moléculas biológicas como las proteínas y el ARN.

La charla les dio a Don y a Peter la idea de tratar de determinar dónde estaban ubicadas las proteínas ribosomales. Se dieron cuenta de que, si se pudiera construir un ribosoma en el que sólo dos de las proteínas tuvieran átomos de deuterio en vez de hidrógeno, esas dos proteínas dispersarían los neutrones de forma distinta.

Era posible obtener proteínas deuteradas cultivando bacterias en agua pesada, que no es otra cosa que óxido de deuterio. Luego había que volver a armar un ribosoma en el que dos proteínas específicas estuvieran deuteradas. Masayasu Nomura, en Wisconsin, había demostrado que es factible extraer bioquímicamente las 20 proteínas de la subunidad ribosomal menor y purificarlas a partir de la mezcla mediante cromatografía. Luego se pueden mezclar todos los componentes en una solución y, con las condiciones adecuadas, reensamblar una subunidad menor funcional a partir de las proteínas purificadas y el ARN. Así se podría obtener una subunidad menor en la que sólo dos de las proteínas han sido reemplazadas por sus contrapartes deuteradas. Estas subunidades ribosomales podían llevarse a un reactor nuclear en el Brookhaven National Lab, en medio de Long Island, para exponerlas a un haz de neutrones. Cada iteración del experimento arrojaría la distancia entre un par de proteínas; midiendo las distancias entre muchos pares, podría determinarse cómo estaban dispuestas en tres dimensiones, de forma muy parecida a la triangulación que hicieron los primeros topógrafos para cartografiar terrenos desconocidos. El proyecto exigía realizar las mismas mediciones tediosas una y otra vez con diferentes pares de proteínas del ribosoma.

Me uní al laboratorio cuando apenas se habían localizado con este método las primeras proteínas; me pasó la estafeta Dan Schindler, el alumno de posdoctorado cuyo lugar habría de ocupar. Descubrí, para mi sorpresa, que los haces de neutrones, incluso los de un reactor nuclear, son algunos órdenes de magnitud más débiles que los rayos X, así que se necesitaban varios días para medir la pequeña señal de las proteínas deuteradas enterrada en la dispersión de fondo procedente del resto del ribosoma. Dedicar el verano a este trabajo tenía sus ventajas: a veces, mientras se procesaban los datos, iba a la playa de Fire Island, a unos kilómetros hacia el sur. Estar atrapado en Brookhaven no resultaba muy divertido el resto del tiempo, porque el laboratorio se encontraba en un viejo campamento militar en medio de la nada, a las afueras de Yaphank. Los científicos que trabajaban ahí vivían en comunidades a unos kilómetros de distancia, que eran una mezcla de caseríos rurales y extensos desarrollos urbanos. A diferencia de una ciudad universitaria, con una rica oferta cultural y una vibrante vida nocturna, el laboratorio estaba desierto por las tardes y los fines de semana, y no había nada que hacer para un visitante temporal. Esta situación me recordaba una famosa caricatura de The New Yorker de la autopista de Long Island que decía “Salida 66: Yaphank. Si ya ha estado en Yaphank, por favor ignore esta salida”.

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