Hyo-Seok Lee - Cuando florece el alforfón

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Cuando florece el alforfón: краткое содержание, описание и аннотация

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A lo largo de nueve cuentos, el autor nos transporta a los rincones más profundos de la Corea rural. Los paisajes, aromas y colores de la campiña se recrean con exquisito detalle, retratando un entorno donde bosques, ríos y montañas son protagonistas tan importantes como la gente que los habita. Sin caer en folclorismos, Lee Hyo-seok expone los pormenores de la vida y costumbres campestres, en las que el clima, los ciclos lunares o un animal que escapa del corral sirven para hablar de las más profundas emociones humanas. En ese entorno agreste, donde lo terrenal y lo sublime se fusionan, el destino se muestra no como un misterio inexorable, sino como una fuerza que se manifiesta sutilmente en señales enviadas por la naturaleza.

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Primera edición en MINIMALIA agosto de 2008 Director de la colección - фото 1

Primera edición en MINIMALIA, agosto de 2008.

Director de la colección: Alejandro Zenker

Coordinación técnica: Laura Rojo

Cuidado editorial: Elizabeth González

Coordinadora de producción: Beatriz Hernández

Formación digital: Itzbe Rodríguez Ciurana

Viñeta de portada: Mauricio Morán

Esta obra se publica con el apoyo del Instituto de Traducción de Literatura Coreana (KLTI).

© 2008, Solar Servicios Editoriales, S.A. de C.V. calle 2 número 21, San Pedro de los Pinos. 03800 México, D.F. Teléfonos y fax (conmutador): +52(55) 55 15 16 57

solar@solareditores.com

www.solareditores.com

ISBN 978-607-7640-18-9

Índice

Cuando florece el alforfón

El cerdo

El gallo

Bunyeo

La montaña

La llanura

El albaricoquero

La hondonada

El descendiente de Laoconte

Cuando florece el alforfón

Como en el verano el mercado es cosa perdida desde el principio, el lugar se veía desolado; a pesar de que el sol estaba todavía alto, los rayos calientes se colaban por debajo de los toldos y achicharraban las espaldas. Ya casi se había ido toda la gente del pueblo y sólo quedaban los leñadores que, sin haber vendido toda su mercadería, runruneaban en la calle, pero no era cuestión de estarse todo el día esperando a ésos que, cuando mucho, llenarían una botella de gasolina y comprarían unos pescados. Las latosas moscas dando vueltas y los pillos revoltosos, todo era un fastidio. Picado de viruelas y zurdo, Heo sengwon, comerciante de pieles y telas, terminó por tentar a su socio Cho sondal. 1

—¿Nos vamos?

—Buena idea. Nunca nos ha ido bien del todo en Bongpyeong. Nos repondremos mañana en el mercado de Daehwa.

—Habrá que caminar la noche entera.

—Saldrá la luna.

Mientras veía cómo Cho sondal contaba el dinero de las ventas de ese día haciendo tintinear las monedas, Heo sengwon quitó el enorme toldo de las estacas y comenzó a guardar la mercadería desplegada. Los rollos de algodón y los paquetes de seda llenaron por completo las dos cajas de mimbre. En las esteras sólo quedaron confusos pedazos de tela.

Los otros grupos también desarmaban sus puestos. Había incluso algunos avispados que ya se iban. Ya no había rastro del pescadero ni del remendador de cacerolas ni del melcochero ni del vendedor de jengibre. Mañana habrá mercado en Jinbu y en Daehwa y los tipos tendrán que caminar de noche las cuatro o cinco leguas de distancia que hay hacia una u otra dirección. El mercado estaba desordenado como un patio trasero en día de banquete y en los bares estallaban las peleas. Mezcladas con los insultos de los borrachos, las voces chillonas de las hembras cortaban el aire. Como siempre, la noche en los mercados comenzaba con los gritos de las mujerzuelas.

—Heo sengwon, aunque te hagas el distraído, ya lo sé… Lo de la mujer de Chungju —como si las voces le hubiesen hecho recordar de repente, Cho sondal se rio frunciendo la boca.

—Es como correr detrás de la luna. Con todos esos tipos jóvenes como rivales, yo ni siquiera entro en la competencia.

—No será para tanto. Aunque es verdad que todos se mueren por ella, mira a ese Dong-i. Parece que enganchó a la de Chungju en un santiamén.

—¿Ese pendejo? La habrá seducido con regalos. Y eso que lo creía un chico serio.

—En eso nunca se sabe… No le des vuelta a ese asunto y ve a verlo tú mismo. Te invito.

Aunque no tenía muchas ganas, lo acompañó. En la vida de Heo sengwon no había mujeres. No era lo suficientemente extrovertido como para ir presumiendo su jeta picada de viruelas ni tampoco ninguna hembra había mostrado nunca alguna señal de interés en él. Llevaba media vida solitario y frustrado. Con sólo pensar en la de Chungju, se ponía colorado como un niño, le temblaban las piernas y un escalofrío le recorría todo el cuerpo. Pero cuando entró en el tugurio y realmente vio sentado a Dong-i a una mesa con una copa delante, se sulfuró de repente. No soportó verlo con la cara colorada y haciéndose arrumacos con la mujerzuela.

—¡Bonita pinta de vividor que tienes! Un pollo recién salido del cascarón dándole a la botella en pleno día y arrimado a una hembra. ¡Eres una vergüenza para los vendedores ambulantes! ¿Nos estás buscando o qué? —y poniéndose frente a Dong-i comenzó a reprenderlo sin parar. Cuando se encontró con sus ojos sanguinolentos que lo miraban fijo, como diciendo “y a ti qué te importa”, no pudo contenerse y le dio una bofetada.

Aunque Dong-i se levantó de un salto lleno de furia, a Heo sengwon no se le movió un músculo de la cara y siguió espetándole todo lo que tenía que decirle…

—A pesar de que eres un granuja de quién sabe dónde, debes tener padre y madre. ¿Qué dirían al ver tu pinta? Ser vendedor es cosa seria. ¿Qué es eso de mujeres y todo lo demás? ¡Apártate de mi vista ahora mismo!

Cuando lo vio salir abatido y sin contestarle una sola palabra, se compadeció de él. Todavía no tenían tanta confianza, ¿no se le habría pasado la mano? Al pensar en esto se le encogía el corazón. ¿Quién era él? Al fin y al cabo, ambos eran clientes por igual de la cantina, y aunque el otro fuera tan joven que podría ser su hijo, tampoco era cuestión de vapulearlo y reñirlo así. La de Chungju fruncía la boca y vertía el vino con aspereza, pero Cho sondal salvó la situación diciendo que para los jóvenes era buena medicina reprenderlos de vez en cuando.

—¿A que te gusta el chico? Mira que sobar a un pendejo es un delito —le dijo a la de Chungju.

Había pasado un buen rato desde el barullo. Animado y queriendo emborracharse sin saber muy bien por qué, Heo sengwon se bebió todas las copas que le llenaron. Estaba achispado, pero más que pensar en la mujer, le intrigaba qué habría sido de Dong-i. “Con esta pinta, ¿qué pensabas hacer quitándole la hembra?”, se decía en una parte de su corazón y se recriminaba duramente por su estúpida actitud. Por eso, cuando Dong-i vino a buscarlo sin aliento un rato después, empujó la copa a un lado y salió disparado de la taberna de Chungju.

—Su burro ha roto la soga y se ha vuelto loco.

—Seguro que es una travesura de esos ladronzuelos.

Le preocupaba el animal, pero también le conmovió la preocupación de Dong-i. Había estado corriendo detrás del burro por todo el mercado y sus ojos vidriosos parecían a punto del llanto.

—No pude hacer nada con esos pillos terribles.

—No se me escaparán si le han hecho daño a mi burro.

Había compartido media vida con ese animal. Durmiendo en las mismas posadas y empapándose de la misma luz de luna mientras iban de un mercado a otro, transcurrieron 20 años que habían hecho envejecer por igual al hombre y al burro. Los pelos de su pescuezo, otrora ásperos y fuertes, ahora estaban quebradizos como los de su dueño; y sus ojos, antes lacrimosos y húmedos, ahora abundaban en legañas, como los de su propietario. Aunque agitaba con fuerza su cola gastada como escoba vieja para espantarse las moscas, ya no le llegaba a las patas. No se acordaba de cuántas veces le había cortado la pezuña desgastada para cambiarle la herradura. Ya no había posibilidades de que se regenerara, y a través del hierro le salía un hilillo de sangre. El burro reconocía a su dueño con sólo olerlo y lo recibía con algazara, rebuznando fuerte, semejando un quejido.

Como si apaciguara a un niño, Heo sengwon le acarició el cuello y el burro respondió moviendo las fosas nasales y resoplando por la boca. Algo del moco del animal le cayó encima. Heo sengwon se había hecho mala sangre por esa causa infinidad de veces. En esta ocasión parecía que los niños se habían atrevido demasiado con él, porque seguía temblándole el cuerpo y no terminaba de calmarse. Se le había salido el yugo y caído la silla. “¡Malvados pillos!”, les gritó, pero la cuadrilla ya había escapado, y los pocos que quedaban, asustados por sus gritos, se alejaban tambaleantes.

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