Hyo-Seok Lee - Cuando florece el alforfón

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A lo largo de nueve cuentos, el autor nos transporta a los rincones más profundos de la Corea rural. Los paisajes, aromas y colores de la campiña se recrean con exquisito detalle, retratando un entorno donde bosques, ríos y montañas son protagonistas tan importantes como la gente que los habita. Sin caer en folclorismos, Lee Hyo-seok expone los pormenores de la vida y costumbres campestres, en las que el clima, los ciclos lunares o un animal que escapa del corral sirven para hablar de las más profundas emociones humanas. En ese entorno agreste, donde lo terrenal y lo sublime se fusionan, el destino se muestra no como un misterio inexorable, sino como una fuerza que se manifiesta sutilmente en señales enviadas por la naturaleza.

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—Nosotros no le hicimos nada. Se puso loco porque vio una hembra —gritó un mocoso desde lejos.

—¡Miren qué manera de hablar!

—Cuando vio que se iba la burra del viejo Kim, se puso a patalear y a echar espuma por la boca, como vaca enloquecida. Estaba tan cómico que sólo nos quedamos mirándolo. Mírele el vientre —le gritó el niño con tono ofendido y riéndose a carcajadas.

Heo sengwon se puso colorado sin darse cuenta. El animal estaba en tal condición que no tuvo más remedio que ponerse delante para taparle el miembro de la mirada de todos.

—¡Mira que eres bestia, viejo como eres y poniéndote en celo!

Al oír las risas de burla del niño, Heo sengwon se paró en seco y terminó por agarrar el látigo y perseguir al niño.

—¡A que no me atrapas, zurdo! ¡Ay, que me pegan!

Heo sengwon no estaba para medirse con el pillo, que salió corriendo. Un zurdo no podía pegar a ningún niño. Finalmente tiró el látigo. Con el alcohol circulando por sus venas sentía su cuerpo demasiado caliente.

—Partamos de una vez. Con esos bribones uno se puede estar todo el día. Esos ladronzuelos de mercado son más temibles que los adultos.

Cho sondal y Dong-i ensillaron sus respectivos burros y comenzaron a cargarlos de mercaderías. Ya el sol se había inclinado mucho sobre el horizonte.

Hacía ya veinte años que Heo sengwon había comenzado su vida de vendedor ambulante de telas y casi nunca había faltado al mercado de Bongpyeong. Había estado en Chungju, Jecheon y otros distritos vecinos, y hasta había deambulado en las lejanas regiones de Yeongnam, pero siempre recorría de principio a fin este distrito, salvo cuando iba a comprar mercadería en las cercanías de Gangneung. Como seguía los mercados que se levantaban cada cinco días, conocía mejor que la luna el camino que iba de un pueblo a otro. Aunque decía estar orgulloso de haber nacido en Cheongju, no parecía tener ningún asunto que lo llevara allí. El hermoso paisaje que encontraba yendo de mercado en mercado era su único y añorado pueblo natal. Cuando después de recorrer pesadamente medio día de camino se acercaban al mercado de un pueblo, el áspero burro lanzaba un rebuzno fuerte, y aunque siempre ocurría lo mismo, el corazón no dejaba nunca de golpearle intensamente…, sobre todo cuando era de noche y titilaban las luciérnagas.

Cuando era joven, una vez, con frugalidad, ahorró un poco de dinero, pero el año en que se celebró el día de los difuntos se lo gastó todo en cuatro días de francachela y juego. Llegó al punto de tener que vender el burro, pero por el cariño que le tenía se mordió los dientes y decidió no hacerlo. Vuelto a su estado original de pobreza, no le quedó más remedio que volver a su vida de vendedor ambulante. Cuando se escapó del pueblo con la bestia, lloró a la vera del camino acariciándole el lomo y diciéndole: “Menos mal que no te he vendido”. Como había empezado a acumular deudas, ya era imposible pensar en reunir un capital, y no le quedó otra salida que deambular de un mercado a otro ganando apenas para llevarse algo a la boca.

Aunque había estado de francachela, no había podido tirarse a ninguna mujer. Las hembras son todas frías y crueles. Pensando que en su destino no había ninguna mujer, se ponía melancólico. Lo único cercano a él y que no cambiaba nunca era su burro.

Sin embargo, a pesar de todo eso, nunca había olvidado su primera y única vez. ¡Una sola y extraña relación sin precedentes ni consecuentes! Fue de joven, cuando había comenzado a ir a Bongpyeong. Cuando pensaba en ello, sentía que su vida había valido la pena.

—Era una noche de luna, pero todavía no me explico cómo fue que ocurrió aquello.

Heo sengwon estaba a punto de sacar a relucir la historia otra vez. Desde que se había hecho su amigo, Cho sondal la había escuchado infinidad de veces, hasta salirle callos en los oídos. Pero como no se atrevía a decirle que ya estaba harto, Heo sengwon se hacía el que no se daba cuenta y la contaba tantas veces como quería.

—Es que esta historia va muy bien con las noches de luna.

Aunque lo había dicho mirando a Cho sondal, no era para disculparse, sino admirado de la luna nocturna. Estaba ya un poco menguada, pero como acababa de pasar el plenilunio, lanzaba suaves y agradables destellos. Hasta Daehwa había más de cinco leguas y media de caminata nocturna: había que pasar dos cuestas, cruzar un riachuelo, atravesar la llanura y un paso de montaña. Precisamente el camino por el que iban estaba colgado de la falda de una montaña. Tal vez porque era noche profunda, en medio del silencio más absoluto se podía escuchar la respiración de la luna como la de un animal al alcance de la mano, y las plantas de frijol y las hojas del maizal reverberaban más verdes aún bajo su luz. La ladera de la montaña estaba cubierta de alforfones y la visión de las flores que empezaban a abrirse, como salpicaduras de sal bajo la dulce luz lunar, cortaba la respiración. La atmósfera era sutil como el perfume de los crisantemos morados, y el paso de los burros era regular. Debido a la estrechez del camino, los tres iban en fila india. El sonido de los cascabeles se extendía nítido sobre el campo de alforfones. Aunque el relato de Heo sengwon, que iba en la delantera, no se escuchaba del todo bien atrás, Dong-i no se sentía solo, sumido como iba en sus pensamientos.

—Era una noche de mercado igual a ésta. No podía dormir por el calor en la habitación de tierra apisonada de la posada. Cuando se hizo noche cerrada, me levanté y salí a darme un baño en el riachuelo. Bongpyeong era entonces igual que ahora, había alforfones hasta donde alcanzaba la vista, la orilla del riachuelo también estaba cubierta de flores blancas. Podía haberme desvestido allí mismo en la grava, pero como la luna estaba demasiado brillante, entré al molino de agua. ¡Las cosas extrañas que ocurren en este mundo! Allí me encontré de bruces con la hija de los Song. Ella era la muchacha más hermosa de Bongpyeong… Estaría en mi destino.

“Sí, seguramente”, se respondía a sí mismo mientras chupaba largamente su cigarrillo, como si quisiera ahorrarse las palabras. Se desprendió un humo rojizo y oloroso que se disolvió en el aire de la noche.

—No me estaba esperando a mí, pero tampoco estaba esperando a nadie en especial. Estaba llorando. Ya se veía venir, los Song pasaban por malas condiciones económicas y estaban vendiendo todo. Como aquello afectaba a su familia, la hija estaba preocupada. Les hubiera gustado casarla si hubiera habido un buen partido, pero ella se negaba… Seguramente no hay en el mundo nada más atrayente que una muchacha llorando. Al principio parecía asustada, pero como cuando uno está preocupado se ablanda pronto, comenzamos a hablar de esto y aquello… Si lo pienso bien, fue una noche sorprendente y pavorosa.

—Se escapó, creo que a Jecheon, al día siguiente, ¿no?

—En la siguiente fecha de mercado la familia había desaparecido por completo. Todo el mercado estaba convulsionado por los rumores y la opinión general era que ella, como es usual en estos casos, terminaría siendo vendida en una cantina. No sé cuántas veces la busqué en el mercado de Jecheon, pero de la muchacha no había ni rastro. Así que esa primera noche fue también la última. Desde entonces llevo a Bongpyeong en el alma, y así ha sido durante toda esta media vida. Y aunque pase la vida entera, no podré olvidarla.

—Tuviste suerte. Una cosa extraordinaria como ésa no pasa todos los días. Lo típico es encontrarte una desgraciada, tener hijos y que aumenten las preocupaciones. Lo pienso y me dan escalofríos… Pero también es cosa dura pasarse la vida entera como vendedor ambulante. Yo voy a seguir hasta el otoño, y después me despediré de esta vida. Abriré una pequeña tienda en Daehwa y llamaré a mi familia. No es cosa fácil pasarse todo el año pateando estos caminos.

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