Soy periodista y lo único que quiero es salir de aquí. Te asustaste de tu propia voz, seca, como si hubiera salido de otra garganta. Después de que encuentre a la compañera que toma las fotografías, me iré de este matadero, le dijiste. La anciana no dejaba de mirarte. O al menos esa era la impresión que tenías, pues sus ojos se veían pequeños, quizás por lo abotagados. ¿Y dónde dejó las armas?, te soltó de pronto. ¿Armas?, mi única arma es esta, y le enseñaste tu bolígrafo. Te miró incrédula y desconfiada, como si le estuvieses tendiendo una trampa. ¿Y eso aquí para qué sirve? Le respondiste que esa sí era un arma de verdad, pero que no mataba. Más bien daba vida con las palabras, que eran proyectiles mil veces más efectivos. Ignorabas si ella aceptaba tu perorata, pero te sentías reconfortado. El arma suya es su lengua, te dijo con una tranquilidad inquietante. Si no la cuida lo puede traicionar. No supiste qué replicar. Debo salir de aquí, dijiste en voz alta, más para ti que para ella, y te pusiste de pie, cortando un diálogo que en otras circunstancias sostendrías gustoso. Agradecías la calma lograda en aquella habitación, pero te daba coraje la situación de la anciana sin poder ayudarla.
Dígame qué dirección debo tomar allá afuera. Depende. ¿Depende de qué? De lo que quiera hacer con su vida: si quiere ser mortecina entre la mortecina, al salir tome a la izquierda, por la subida que va a Los Pozos… Pero si quiere intentar salvarse, tire a la derecha, baje, y en la primera esquina voltee a la izquierda… Sólo movía sus labios. Luego añadió que no te arrimaras a la cañada porque estaba plagada de chulos. Le preguntaste su nombre, pero no te lo quiso decir. ¿Siempre ha vivido aquí? Viví aquí, ahora estoy muerta. No diga eso. No estoy muerta porque lo diga, sino porque se me han llevado la vida…, sálvese usted, su amiga fotógrafa se salvará sola. ¡Márchese!
¿Quién es usted?, te atreviste. Demoró un momento en responder, como si necesitara acopiar más aire para resumirse a sí misma: Soy una maestra jubilada a quien le mataron casi todos sus alumnos. Luego cerró los ojos.
La ruta trazada por la anciana funcionó, pero al llegar a la pendiente, dudé. No me parecía honrado salir así, sin saber de Camila. Así que me devolví, cavilando sobre los apuntes de su libreta. Pasé el mes de Manet, donde ella hablaba de los montoncitos de viruta, al de Gauguin, con sus mujeres desnudas engalanadas con flores de mango, en el que Camila comentaba algo de las cámaras digitales que no le gustaban porque no tenían la misma capacidad de maniobra creativa que la vieja péntax , como llamaba a su inseparable cámara análoga. En el mes de Pissarro y sus paisajes luminosos: “Hoy me pareció verlo medio oculto en el corredor de una casa bombardeada. Creo que era él, aunque no le vi la cara, no pude fotografiarlo, ni hablarle, porque me llevaban a un interrogatorio en Los Pozos”. ¿Por qué no había mirado antes esta página? Sentí mayor urgencia de buscarla. Había pensado en tomar otra dirección que me alejara de Los Pozos, basándome en lo que la anciana me había advertido, pero ahora decidí ir hasta allí.
Mientras subía por aquellos callejones solitarios, pensaba en Los Pozos, sinónimo de muerte. ¿Un interrogatorio? Fuesen quienes fuesen los que la retenían, lo hacían porque se sentían incómodos con la cámara. Yo, por lo menos, no tenía que cargar cámaras y podía, en caso extremo, ocultarme más fácil. Eso creía, quizás un poco a la ligera. ¿Pero ella? Y para colmo iba con dos cámaras. Sobre todo la péntax que tenía lentes zum y flash, y esa operación de tener que montar película cada vez que se le acababa. No es fácil ser fotógrafo en un país donde las balas y las bombas pululan, y quien ande desarmado es sospechoso. Comprendí, de repente, que Camila escribió esa anotación antes de salir por aquella ventana como en un acto de magia. Esto significaba que lo de Los Pozos ya había pasado. ¿Pero en qué momento? Debió ser durante uno de esos primeros tramos en que la perdí. Seguí explorando la libreta. Debía serenarme. No podía cometer ningún error. Di media vuelta y llegué al punto en que empezaba el terreno plano, donde varias tanquetas militares tomaban posición y la tropa apertrechada formaba un cordón. Al otro lado de este anillo se veían señales de vida, uno que otro bus y algunos niños que miraban curiosos. Di un rodeo y en la primera tienda que encontré pedí un refresco.
En su mes, Toulouse Lautrec mostraba orgulloso sus bailarinas del can-can con las piernas levantadas y la falda al cuello. Al pie del Molino Rojo , entre paréntesis, con la letra redonda de Camila, decía: “Me salvé de chiripa”. Supuse que se refería al interrogatorio. Pero lo mejor estaba por venir. Pasé de largo por la habitación de Van Gogh y su silla tosca parecida a un taburete campesino y en el que me hubiera gustado sentarme, hacer a un lado la pipa y quedarme un buen rato a descansar observando los lotos de Monet, las manzanas de Cézanne y la ventana de Matisse que daba a la Notre Dame, que me recordó la habitación de la anciana porque carecía de una ventana así. No había comentarios en estos meses. Sólo al llegar a un collage , a manera de exquisito epílogo, encontré, entreverados con datos de varias fotografías que había tomado Camila, algunos apuntes que me dieron la clave. Pedí otro refresco.
“Al fin lo encontré. Estaba tan concentrado dibujando la huida de una familia, que pude hacerle varias tomas. Como para primera página”. Seguía sin entender de quién hablaba, aunque tenía una pista: dibujaba. Claro, por eso lo de la viruta. Pero, ¿quién era?
Adelanté la vista y leí: “Casi me descubre, hubiera echado todo a perder y en el periódico no me lo hubieran perdonado. Dibuja tan bien y es tan ágil y profundo en los detalles, que a veces me avergüenzo de no poder hacer lo mismo con la cámara”.
A ver si entendía: ¿Había alguien del periódico cubriendo aquel conflicto con dibujos? Era como volver al pasado, cuando los acontecimientos eran registrados por pintores y dibujantes. “Sin estar enrolado en ningún bando, como Peregrino, es un auténtico cronista de la ilustración”. A medida que leía, sentía admiración por ese que, corriendo todos los riesgos, asumía el campo de batalla como taller en vez de quedarse en su estudio. Ahora sentí deseos de conocerlo, de ver su obra.
Redactar mi reportaje dependía de seguir a Camila, pero ella me conducía al dibujante. Como si viajando por la fotografía llegara a la pintura. Yo, con las palabras, Camila con la cámara, y él con el dibujo. Todos centrados en la aventura humana más inhumana, en el dolor causado, en los escombros y la ruina de la que sólo es capaz el ser humano envenenado por la ambición y el poder. Ahora entendía mejor la concepción de nuestro director del periódico. Cerré la libreta y admiré un buen rato la portada. Bebí lo poco que quedaba del refresco, pagué, y cuando me disponía a salir, hubo movimiento de tropas. Mucha gente fisgoneando, como si aquello fuera un espectáculo circense. Entonces vi cuando dos soldados llevaban a Camila. ¿Detenida?, me pregunté. ¿En una situación así podría acercarme a ella para ver qué necesitaba?, ¿preguntar por qué se la llevaban? Pero ella me descubrió y me hizo una seña, que en el periódico equivalía a que no me acercara. No soporté y le pregunté en voz alta hacia dónde la llevaban. Tranquilo, respondió. Estaba algo pálida y cargaba las cámaras al cuello. Nadie podría negar que se trataba de una fotógrafa e iba a ser muy difícil que le sucediera algo sin que se supiera. No te preocupes, me dijo ella, van a llamar al periódico para corroborar que sí trabajo allá.
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