Ricardo García Muñoz - Nadie vendrá a vernos

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"Inventé la libertad al anochecer de la Epifanía. Viajaba en el circuito camionero Justo Sierra y parque de Armas, escoltado por el desfile anual del Día de Reyes. La jauría de niños, los regalos, las bocinas, el estruendo, la dejaron frente a mí, en el asiento de minusválidos del autobús. De inmediato clavé mi mirada en ella. Quedé deslumbrado por ese rostro. Desconozco qué me atraía más en él: la nariz diminuta o los labios abultados". Este párrafo inicial del cuento «Confesionario», incluido en el presente volumen escrito por Ricardo García Muñoz, contiene una imagen recurrente en estas historias: la de una mujer irremediablemente atractiva, pero inasible. Pero esa no es la única búsqueda que emprenden los personajes que aquí se presentan, también tratan de encontrar el sentido de sus vidas entre las calles profundas de una ciudad enrevesada, pero cuyo rostro es simple y diáfano. Como todo cuentista, el autor entiende la vida a partir de historias. El lector encontrará aquí, además de sucesos, una manera personal de comprender, quizá no la comparta, pero seguramente ganará al mirar su entorno desde el punto de vista de otro. Después de todo, ese es el propósito de la literatura.

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Índice

Nadie vendrá a vernos

Nadie vendrá a vernos

Confesionario

Anselmo Guaida

Cien pesos

Flor del miedo

Noche de ruta

Las cien de la noche

El menda y yo

Milagros

No amanece jamás

Trabajos

Señor Sánchez. Escritor

Insomnio de la sombra

Acerca del autor

Página legal

Para Merit, Sara y Natalia

mi primavera invencible.

En las profundidades del invierno finalmente aprendí

que en mi interior habitaba un verano invencible.

A. Lamus

Nadie vendrá a vernos

Valerio llegó a la universidad cuando sonaban las campanas de la Basílica. Al punto de las seis de la tarde. Caminó por el pasillo y cruzó el pórtico del edificio. Un nudo en la boca del estómago lo hizo pasar saliva. Sopló por las vidrieras un viento de las tierras del sur que despeinó a tres mujeres balbuceantes.

Valerio saludó al grupo con el pulgar levantado y avanzó hasta al hemiciclo. Lo miraron pasar como un muerto viviente. Quedó en el recinto un silencio apretado. Valerio tomó el plumón y lo agitó en el aire. Sus ojos quedaron fijos ante la pizarra. Dejó de escuchar murmullos y rechinidos de bancas. El escozor de las miradas encima de su cuello lo mantuvieron cautivo por un momento. Giró su cuerpo 180 grados y presenció un auditorio atento y extrañado. Inhaló el oxígeno que colmaba el espacio hasta que no se llenaron sus pulmones. Tiñó la primera frase de su discurso con poder. Dejó de escucharse afectado por el golpe moral que le acababan de dar en la oficina de becas. Sabía que entregar la erudición en ese muladar era el fiel reflejo de su medianía. Quizá porque ahora tomaba decisiones vesiculares en vez de usar la retórica de siempre. El timonel de su vida le agarraba las bolas a su antojo. Era sólo un autómata de sololoy que con impulsos escalofriantes quería llegar a casa.

El arado, la espada y el libro eran los temas de su sesión. Explicaba con una voz la conformación de la sociedad por esa tríada, aunque sus neuronas iban diluyéndose entre el hemisferio izquierdo, para recordar a un Valerio calzando en chanclas lo que Valerio profesor echaba afuera de su casa. Todo era tan amable. Estábamos tan bien. Nos estás jodiendo.

En San Pancho reinábamos con el libro. A nuestro antojo. Todo pagado. Todo listo. Sin mover un músculo, sólo las neuronas briagas. El cheque puntual cada mes. El arado no falla. Sin problema. Escribías. Leías. Apostado en la casa de campo de la tía Armenia.

Ahorita estaríamos en chanclas y con una medida de güisqui. En cambio, estoy atrapado en un campo de arroz mojado. En un instituto que no me ayuda. No hay tiempo libre. En una casa de paredes azules y apestando a formol. A vieja seca. Con una vieja moribunda en jaque. Pero todo iba a ser rápido. Tres semanas y dos horas conectada al respirador y de cuajo sacó la intravenosa y abrió los ojos. La conclusión era irremediable según los cálculos. Dos meses de vida. No más. Son ocho meses limpiando la baba de Armenia que tiene todo muerto menos el cerebro. Recorte presupuestal de mis parrandas porque en la casa todo está pagado. Y con el colmo de asistir cada tres horas a la vieja tía Armenia con su dosis de medicina. Trapear el piso. Cambiar pañales. Estrujar la piel enmohecida de una anciana tacaña.

La alarma tintineante del reloj sonó a los 45 minutos. “Hagamos una pausa”. El grupo salió por café. Valerio Miró el esquema de la lección sobre la pizarra. Se sacudió las manos como si tuviera cal y comenzó a borrar las palabras y los dibujos. Dejaba su alma debajo de la franela; huérfano otra vez de sus ideas sueltas, los grandes proyectos. Borró las esquinas. Se diluían en una mezcla altanera de orgullo y melancolía. Las 40 ideas de clase quedaban sepultadas bajo el fieltro borrador.

Decía que no dejaría para el siguiente maestro la basura mental. Intentó apuntar sus ideas fantasmagóricas de los discursos de clase en su libreta. Al final todo era confuso, sólo líneas muertas, embrollos y apuntes iniciales. Un caos que no le permitía dar el paso siguiente.

Se había borrado a sí mismo. Al final del semestre, si bien le iba, le otorgarían el diploma al mejor maestro con una palmadita en la espalda.

La alarma del reloj de pulsera sonó a los cinco minutos. Tomó el termo y se dirigió a la cafetería. En el rubor de la media tarde, le tomó del brazo Jacobo. “¿Oíste que entregarán las becas para profesores?” Valerio se detuvo como si un péndulo cayera al suelo. Jacobo enfurruñó el rostro.

Recordó a la mujer escondida en su miserable escritorio. “En este periodo no hay recursos –dijo la secretaria–. ¿Lo puedo ayudar en algo más?”

–No sabía –dijo Valerio–. Increíble

Miró el reloj y sacudió el brazo. Jacobo vapuleado por la respuesta quedó atrás y siguió su camino.

Sirvió el café y las gotas ardientes le quemaron el metatarso. “Maldita vieja. Si fuera protegido otro gallo me cantaba. Pero para andar tejiendo ilusiones aquí, nomás no. ¿Qué hago aquí? A ver Valerio, respóndeme. A ver. Todo por no meterle la gruesa a Clementina. Total, mínimo de asistente. Fácil; una invitación a la Dama de las Caléndulas. Una botella de ron antillano. Una coca cola de tres litros. La halitosis regular tirando a jodida. Los senos intoxicados de silicona. La celulitis desparramada en los costados de las nalgas. El Botox corriente. La cara de sorpresa. Y la noche cuesta arriba con esa arpía. Pero como soy un jodido maestro. Discriminado y jodido.”

Cerró el termo, pero en espíritu mantuvo la confrontación con él. Ya había ocurrido una decepción cuando atravesó la puerta del director y recibió cuatro horas a la semana. “Algo es algo”, pensó, pero en dos meses esa decisión lo estrangulaba. Vio en ese momento un futuro pomposo como maestro. “Soy bueno. Estudioso. Reconocimiento cum laude. El otro día le regalé a Clementina la idea para la tesis de su hija. Qué digo idea. El trabajo completo. Seis noches desvelado, corriendo de un lado a otro de la biblioteca. Tejido a mano. Un trabajo de lujo para una niña destetada. Al final, un miserable cheque como sinodal”.

Sonó la alarma, debía entrar al salón. Jacobo sólo le arruinó algunos segundos. Entró al aula como si hubiera caído desde un jet en un paracaídas viejo. Pensamientos. La vida quieta que le había proporcionado calma y paz estaba encarnada en un lugar sin sitio. Palpitaba. Dio una segunda oportunidad a esa vida desidiosa hasta que concluyera la clase.

Terminó con tiempo exacto la sesión y despachó a sus alumnos.

Jacobo lo esperaba fuera del aula. “Oye, Valerio. Tienes un minuto”. Miró el reloj. Si todo iba bien llegaría con un espacio de tres minutos a la casa de la tía Armenia. Jacobo lo tomó del brazo. Avanzaron hasta la oficina de proyectos especiales del instituto. En la sala de espera, tecleaban dos jóvenes en sus IBM. Otro par contestaban llamadas con auriculares. Sólo el zumbido del aire acondicionado pregonaba un ambiente de paz.

“Te voy a presentar a la nueva directora de proyectos y becas. No te la vas a acabar. Hace dos horas la nombraron. Es una joya”.

Un empleado los invitó a pasar de inmediato. Jacobo quedó en el marco de la puerta y se escabulló. Debajo de un Picasso, reinaba Clementina. Era una tigresa de ojos marrón que se irguió para rendirle honores. Valerio correspondió a los respetos y aceptó sentarse. No estaba preparado para esa sobredosis de colores. Lucía mejillas coloradas, labios rojos y sombras moradas en una cascada por los párpados. Tenía un jeroglífico tatuado en la comba de los senos, una cintura ondulante y apañuscada por una faja. Valerio meditabundo, no salía de la sorpresa. “Clementina, directora de proyectos”, leyó en un identificador de escritorio.

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