Valerio receloso, perdió un sueño entre sus impulsos vesiculares. “Si no fuera por ti, estaría muerta”. Murmuraba la vieja en el limbo de los somníferos recién tragados. Preparó la inyección de bonadoxina y vitaminas. Armenia se desplomó en un sueño profundo.
Cerró la puerta. Con movimientos mecánicos llegó a su escritorio; una vieja mesa de comedor. Allí estaban los rastrojos de tres noches de estudio para obtener la beca. Libros apilados, papeles fruncidos, bebidas energizantes, lapiceros rotos.
Se preparó para ganar. La meritocracia haría su parte. Si no le habían reconocido su esfuerzo natural, como amigos, era el momento de pelearlo en competencia oficial, como enemigo.
No sólo era la soberbia intelectual en juego. Influía la paga. El espacio de trabajo. Cambiar esa mesa por un verdadero escritorio. Planeó la decoración barroca de su oficina. En el tianguis compró una imitación del Guernica en tamaño jumbo. No había perdido sólo la competencia, sólo sus sueños.
Miró la carta de recomendación del legajo del proyecto. Jacobo apareció en su vida como un zopilote derribando una madeja de hilo. Lo conoció al regresar de San Pancho. En la fila de recursos humanos del instituto. Jacobo estaba harto de leer el periódico en las bibliotecas, de abrir con angustia los estados de cuenta y recibir pinches mil pesos al mes de Carolina, su esposa.
El hombre se esmeró por acabar una maestría que lo catapultara a un gran trabajo. Hermanados por el mismo padecimiento: el desempleo. Los dos salieron juntos de la oficina. Jacobo ni siquiera venía de una universidad de categoría, la Cosmopolitan HG, era una universidad prángana. Al finalizar el plan de estudios, con tan solo pagar un seminario fugaz obtenían la titulación.
Jacobo le invitó unos tragos. Mostró su personalidad desvergonzada. Le gustaba leer personas. Valerio le contó dos puntos de quiebre vitales. Su debilidad por la vida sibarita y el descenso a los infiernos con la tía Armenia. Luego de dos semanas, se encontraron en el mismo lugar para recibir su contrato de maestros. “Algo es algo”, pensó en voz alta Valerio con un arrebato de fracaso. Jacobo le palmeó la espalda. “Espérame tantito”. Jacobo regresó a la oficina de recursos humanos y con un acto de magia consiguió dos asignaturas más para Valerio.
Al saber que Jacobo buscaba un colega sincero, no un advenedizo ocasional, le tomó cariño. Atraído por su rusticidad, su cara de monaguillo y sus pocas lecturas, era el colega perfecto. Jacobo quedaba lejos de una amenaza profesional.
Dejó sus pensamientos en la mesa y envuelto en un torbellino de luces de neón y semáforos desembarcó en la calle. Se dirigió a La Dama de las Caléndulas decidido a exponerle la situación con tintes dramáticos a Clementina. La convencerían sus méritos contantes y sonantes, por eso era el candidato del centro de su escritorio. Que debía estar en la mesa. Que era la mesa. No por nada había trasegado los conocimientos más finos a cerebros petulantes de niños destetados.
“Y si no acepta los argumentos, renuncio a las clases y me quedo al cuidado de la tía Armenia hasta que se pudra”. El gorila que cuidaba la entrada levantó el cintillo de la puerta y lo dejó pasar. Sintió poco oxígeno. Las luces fueron en picada. Veía poco claro. Revisó todas las mesas hasta que dio con un cuarto privado. Clementina regenteaba la noche. Lo vio llegar y sacudió el pelo amarillo hasta que descendió sobre los hombros. Un olor acidulado del perfume hacía cortocircuitos con la piel dengosa de la mujer. Se mordió los labios para esconder el gesto de repugnancia. “Al grano y sin chistar”, pensó después del beso de bienvenida. Al centro de la mesa estaba una botella de Bacardí blanco. Unos platos con cacahuates medio llenos y otro de carnes frías.
Un mesero se acercó a servirle un trago. Dos hielos. Chisguete de diez segundos de ron. Un chorro de Coca-Cola. Unas gotas de agua mineral. Agitador de contorno de tornillo. Batida de tres giros. Espuma. Y se lo dejó a un costado. Valerio sacudió la cabeza y dio un sorbo largo y sediento.
“Estoy muerta de hambre porque el director no me deja ni respirar. Tantas cosas por hacer. Bendito sea Dios. Es un hombre tan bueno. Pero, mira, ni siquiera he ido a la casa. Ya mi marido ni me ve y eso que apenas tengo dos días en el puesto. Uf. Ando así, a las carreras mijito”. “Si quieres pide de comer, yo estoy bien con el trago.” “Ya me había adelantado, es que tuve varias reuniones antes que esta. Pensé que no ibas a venir. Pero que bueno que estás aquí. Eso dice mucho. Qué bueno”. Clementina alzó la voz. “Qué bonito”, le dijo a Jacobo cuando entró al privado. “Siéntate”.
Clementina abrió la blusa un botón más y asomó los senos. Jacobo abrazó a Valerio. “Los dos juntos. Hermoso”. Jacobo se sentó y el mismo acto de magia del mesero se desarrolló como una pesadilla. Clementina sacudió la melena y se largó al baño. Jacobo le dio una palmada en la mano. “Ya ves, te dije que todo se arreglaba”.
Valerio tembló.
“Todo se arregla. Ya verás, Valerio”. Frotó las manos y cogió la cuba. Dio un trago regular. Dio dos lengüetadas y dejó el vaso. “Ahora si compañero. A darle. Es ahora o nunca. Está suave ¿no?; eso de las carpetas sobre el escritorio. Ay güey, hasta me da escalofríos esta gordita”. Valerio dio otro trago. Quería que el alcohol lo hiciera reventar de inmediato. La inconsciencia, la demencia, el olvido. Todo junto para no pensar en el futuro ni pensar en compartir la cama con Jacobo y Clementina. Siempre sobra uno o se queda de mirón. Pues ni una caricia antes del arranque. Ni una nalga de fuera antes de firmar el contrato. Ni un pelo púbico de fuera sin aclarar lo de la oficina. Y grande. Ni un sándwich antes de cotizar en el instituto. Ni un beso de prueba. Dio otro trago largo hasta el tintineo de los hielos. El mesero apareció y su vaso estaba lleno.
Volvió Clementina ondulando la cadera amplia y maciza. No estaba tan mal. Miró el vaso de Bacardí. El olor no estaba tan apestoso. Ya el escote asomaba la tela roja del sostén. El carmín que barnizaba los labios de Clementina los mostraba carnosos, apetecibles. “No estaba tan mal”. Dio otro trago.
Jacobo hacía chistes. El rostro del hombre iba y venía rápido. Valerio se sintió lúcido y arrojado. Comenzó a brindar. Los tres brindaban. Clementina se acercaba y le hablaba al oído. Jacobo reía en la orilla. La mano de Jacobo paseaba por la pierna de Clementina. Valerio la besó. Ondularon frecuencias de su conciencia como perros rabiosos. “¿Qué estás haciendo?, ¿no quedamos que nada hasta que todo estuviera firmado? Te estás vendiendo muy barato”. Valerio tragó saliva y acalló la voz. “Quédate mirando en la rendija de la consciencia, pendejo”.
Jacobo se levantó de la mesa y acto seguido, Clementina. Calle de Potrero número veintisiete. Dijo alguien entre el zumbido de la música. Valerio echó un par de billetes para el mesero. Mientras Jacobo se fajaba los pantalones. Clementina besaba a Valerio, que ya sin reparo, frotaba las nalgas. Salieron juntos hasta la puerta. Potrero veintisiete, no se te olvide.
En la calle llegaron todos los mensajes a su teléfono. Miró el centelleo de la pantalla. “Ignacio, el abogado”. Miró la hora, era temprano.
Armenia grave. Todo lo que pudo entender. ¿O muerta? El lenguaje alargado y chocante de los abogados lo trastornaba. Releyó el mensaje. Cinco minutos de rollo y no concluía. Frases moribundas. Eternizadas.
Potrero veintisiete era una casa colonial con una madeja de huele de noche en la fachada. Pasó el portón de herrería y un perro enano se lanzó a sus pies. De una patada se deshizo del can y siguió la vereda de piedra del jardín. Pasó a la sala. Clementina zapateaba con los brazos en cruz. Jacobo se sacaba el cinturón. “En la mesa siete, nos baila Clemenzorra”. Movía las nalgas a tambor ardiente. Como pistones, subía una cuando la otra descendía. Autónomas, libres. Las nalgas rebotaban en la nube de humo. Jacobo colocó sus manos alrededor de su boca y amplificó la voz. “Ahora el acto de magia de Clemenzorra”. La mujer detuvo en seco el cuerpo. Se inclinó dejando al aire el par de nalgas y zafó el pantalón de látex. Sobresalió la piel blancuzca cruzada con una tanga roja. Dejó ver su caverna de fuego y erguida colgó una mano al aire y con la otra sujetó la cintura. El contoneo se fue articulando con un ritmo pegajoso y con pequeños pasitos. Clementina quedó frente a su público.
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