Un tercio de la tripulación que fue a parar a la Johanna Maria tenía esa madera, hombres del barco y para el barco; siete de ellos navegarían en ella mientras enarbolara pabellón holandés, dos incluso después. El capitán y el piloto lo harían por espacio de catorce años.
Cientos de manos servirían al barco a lo largo de sus peripecias, aunque pocas tanto y tan bien como las del maestro velero, el cocinero y cinco marineros, uno de ellos enrolado de grumete en el viaje inaugural. Salvo el cocinero, todos eran amsterdameses, nacidos en el barrio portuario de Oosten-burg, donde habían oído ya en la cuna el golpeteo de los martillos en los astilleros, donde jugando en balsas de madera se habían familiarizado con el agua y donde sus pensamientos de juventud habían estado colmados de las maravillas que traían los barcos que regresaban de las Indias Orientales. De los que figuraron en el rol, pueden mencionarse en primer lugar a quienes estuvieron presentes en la puesta de la quilla y la botadura de la Johanna Maria: Jacob Brouwer, maestro velero; Dirk Janse, Jan de Ruiter, Hendrik Meeuw y Christiaan Polwijk, marineros; Hendrik Prins, grumete. Y también el cocinero, Govert Pluim, quien, si bien procedía de una panadería al pie de la iglesia de San Bavón, en Haarlem, amaba el mar y el barco por encima de hermanos y hermanas.
Eran todos jóvenes, incluido el propio capitán. Los armadores habían obtenido del constructor la promesa de que serían propietarios de una de las naves más veloces de la flota, y consideraron que estaría mejor servida con el empuje de los jóvenes que con la parsimonia de los mayores, que navegan sobre lento y seguro, perdiendo así a menudo mucho tiempo. La compañía aún tenía que demostrar que podía competir con los nuevos barcos de Flesinga y de Róterdam, tanto por lo que respecta a la carga —pues se hacía difícil batir a la Compañía de Comercio— como en cuanto a los pasajeros, que por lo general daban preferencia a un barco o capitán conocidos.
El integrante de mayor edad de la tripulación, el contramaestre Arend Bos, había sido reclutado en parte por su capacidad y en parte por compasión. Padecía unos dolores que lo aquejaban sobre todo en tierra y que al navegar podían desaparecer durante meses. No obstante, en alta mar a veces perdía sus aptitudes, con lo que repetidas veces, después de dos o tres viajes, no lo habían vuelto a contratar. Allí donde se presentaba, todos a bordo sentían respeto por él, y al poco tiempo se manifestaban su buen corazón, su paciencia y su afán de justicia. A la hora de acostarse, cuando juntaba las manos e inclinaba la cabeza al pie del coy, todos callaban hasta que hubiese terminado. En su tiempo libre leía, o escribía largas cartas a casa, porque aun durante su ausencia, Bos debía dirigir el cuidado de sus hijos, confiados a un pariente. La incertidumbre sobre los seres queridos que están lejos martiriza al marino más de lo que demuestra. ¿En qué estado los encontrará a su regreso? ¿Cuánto podrá remediar o compensar llegado el momento? El mar le ofrece tranquilidad para su propio sino, y mucha intranquilidad para el de sus bienamados en casa. Bos no demostraba nada de todo aquello, salvo la longitud de sus cartas.
El hombre que tuvo que soportar de lleno desde el principio las bufonerías fue el cocinero. Los holandeses, y sobre todo los de Ámsterdam, se distinguían por su particular manera de ser graciosos —que el pueblo denomina de las formas más variadas—, que consiste, por lo general, en proferir con jovialidad una serie de palabras necias y a veces soeces; no provocan grandes risas, al contrario: los semblantes no se inmutan y, sin embargo, aquel a quien van dirigidas se percata de que está haciendo el ridículo, pero no hay intención de escarnio, y además suele replicar con alguna palabra simpática. Parece ser que esas palabras se pronuncian deliberadamente con un acento más vulgar de lo que exige su articulación. Desde el día en que Govert Pluim llegó a bordo, iban dirigidas todas a él, y su nombre sonaba distinto de lo que había oído jamás. Y puesto que nunca entendía por qué le decían necedades justo a él y nunca sabía qué responder, se alejaba enojado. Pero el bromista podía seguirlo sin problema a la cocina y pedirle fuego para encender su pipa, porque Pluim, que nunca había hecho mal a nadie, tampoco creía en las malas intenciones de los demás. Él, Bos y Hendrik Mecuw eran quienes mayor simpatía gozaban de todos los que trabajaban en la proa.
Meeuw porque era el encargado de entretener al personal, un muchacho alto de pelo rizado de un color tirando a blanco. Cualquier canción cantada alguna vez en Ámsterdam se la sabía de principio a fin, y guardaba muchas en su arcón, impresas en hojas sueltas, que a veces prestaba a otros para que pudieran aprender el refrán. Se acompañaba con una armónica que había ganado en un concurso y que limpiaba con una gamuza. Tocaba también la ocarina, e incluso silbando con los dedos hacía música. Además, sabía dar vueltas de campana y era el más rápido caminando sobre las manos, con las piernas en alto. Cuando le interrogaban acerca de una estrella o un monstruo marino, enseguida se inventaba un nombre, un lugar y una historia, que tenía invariablemente un final triste, ya que, pese a su rostro relumbrante de alegría, Meeuw tenía un corazón sombrío, que le deparaba un bajo concepto de sí mismo y poca confianza en el futuro.
De los navegantes que serían fieles al barco por más tiempo, Jacob Brouwer, el velero, fue quien durante la primera travesía acaparó menos la atención. Tan sólo el capitán había notado algo particular en él cuando subió por la plancha con la cabeza baja, saludó y enfiló hacia la proa. Y al no saber qué era lo que le había chocado, sospechó que debía de ser su aspec-to oscuro. Hay amsterdameses que llevan siglos de padres a hijos resi-diendo en la ciudad, en los que a cada generación le nace un niño de tez, cabello y ojos tan oscuros que hacen pensar en alguien del mediodía, si no fuera porque tiene la mirada —triste por lo general— quieta como un día sombrío de diciembre en Holanda. Brouwer rara vez hacía preguntas, respondía con brevedad y los del cuerpo de proa que ya lo conocían del barrio sabían que le disgustaba tener palabras con otros. Conocía su oficio de forma impecable; se decía que no sabía menos que un piloto, si bien no había estudiado en la academia. Se había enrolado como maestro velero, pero también pudo haberlo hecho como carpintero, pues entendía de la construcción de un barco, sus virtudes y carencias. Aparte de su capacidad y su silencio, se sabía de él que era muy fuerte, pero nada más.
Cuando todo estuvo en su sitio y el barco dispuesto para zarpar, un día de mayo llegaron los pasajeros. Los alojamientos ocupaban gran parte del cuerpo de popa y no se habían escatimado comodidades. La cámara, ancha, alta, iluminada por una generosa lumbrera, parecía la de una tertulia de caballeros, con su revestimiento de caoba resplandeciente, dos mesas, sendas lámparas y un piano. La compañía naviera había mencionado en los diarios —con muy buen resultado— la lujosa decoración, pues aun cuando no viajaba ningún personaje ilustre, no quedó camarote sin ocupar. Eran pasajeros como los que solían verse partir hacia Oriente: algunos militares con permiso, el propietario de una plantación, un administrador; sin embargo, eran en su mayoría personas jóvenes al principio de sus carreras, un comerciante que tenía allí un negocio que atender, flamantes funcionarios de gobierno, tenientes recién salidos de la academia, un hijo de padres acomodados que regresaba del internado, señoritas que eran enviadas a las Indias. Promediando mayo, cuando en el norte de Europa todavía puede escarchar por las noches, se embarcaron con sus arcas, fardos, cestas colmadas de abastos de cuanto pudiera resultar necesario durante el largo viaje. Ello provocó una gran algarabía en la popa, de gente haciendo las presentaciones mutuas de rigor, llamando al mayordomo aquí y allá, distrayendo de sus tareas al piloto para entablar conversación con él, los rostros encendidos pese a que había granizo en el aire, aunque todos se retiraron temprano a dormir.
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