Doblado el Cabo, la travesía se volvió menos venturosa. Primero hubo que navegar dando bordadas, luchando contra un persistente viento nordeste, avanzando tan poco que los marineros decían que el piloto navegaba por distracción. Luego se levantaron los temidos temporales; durante varios días el barco anduvo brandando, corriendo con poco paño y calando los masteleros, librados a la furia del viento y del agua, que mantenía a la tripulación ocupada en trabajos de emergencia, aquí cargando y jalando, allí amarrando o reforzando, día y noche, granizara o diluviara. Cuando amainó, perdieron mucho tiempo en ordenar todo el aparejo y las cubiertas. Al llegar a Anyer, la travesía desde Holanda había durado más que la anterior.
El capitán Wilkens se encontró con una noticia de su mujer, pero como había sido despachada poco después de su partida, contenía poco que pudiera tranquilizarlo. Evers, que lo había visto sacando reiteradas veces la carta del bolsillo, leyéndola y meditando y luego inquietándose repentinamente, le dijo que entendía su preocupación y que haría por él lo que estuviera a su alcance. Luego se dirigió hacia la proa, tomó aparte al contramaestre y le pidió que se apresurara a descargar y cargar, porque el capitán tenía quebraderos de cabeza relacionados con su familia, y la caridad exigía que acudieran en su ayuda para aliviarlo. Aquella mañana, cuando el capitán se hizo presente, los tripulantes alzaron las miradas con más respeto que el debido. Todos se apresuraban. Uno se acercaba al despacho para avisar que ciertas cajas debían estar a bordo ese mismo día; otro les gritaba a los culíes y trajinaba como el que más; el piloto o el contramaestre estaban apostados de continuo junto a la bodega; el maestro velero se pasaba horas colgado del penol de una verga bajo el sol ardiente. En cuestión de dos semanas el barco estuvo listo para zarpar.
Unos ojos claros contemplaban por la borda los grandes copos de espu-ma gorgoteantes que despedía hacia ambos lados la Johanna Maria con rumbo hacia casa, las velas completamente abombadas por el viento.
Una vez, el timonel de la guardia de media, que se había lastimado el brazo, vino a preguntar si podía sustituirlo el maestro velero. El barco cabeceaba en una mar arbolada. Cuando Evers notó que se afirmaba, vino a ver si mantenía la derrota. A la luz del compás vio cómo dos grandes manos pasaban con garbo, como planeando, de una a otra cabilla de la rueda del timón, y pareció que el barco se hacía más ligero y más rápido y no surcaba el agua, sino que se deslizaba sobre ella. Pudo apreciar la diferencia al tomar la guardia el timonel siguiente. Dos días después quiso cerciorarse de cómo el maestro velero dominaba el timón; lo mandó llamar y le ordenó tomar la rueda. Brouwer respondió que lo haría para complacerlo. El borboteo se redujo, los palos dejaron de suspirar y las velas enmudecieron; el barco empezó a avanzar como si bailara. La corredera registró catorce nudos.
El capitán, que salió a cubierta, se quedó sorprendido. Pero según dijo, el maestro velero tenía su propio trabajo, con lo que hizo venir a otro hombre y mandó a aquél a la proa.
Aunque ni siquiera todos los marineros se habían enterado del hecho, el contramaestre notó que el espíritu de cooperación que los había guiado los primeros días empezaba a menguar. Y el barco mostraba una inclinación a la pereza.
La victoria de una de las partes, obtenida por mor de los derechos del alma, duró pocos días. El capitán llegó a casa desasosegado, con un amigo fiel y una tripulación cuyos mejores integrantes se despidieron de él con frialdad al abandonar el barco.
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