Erna Alvarado Poblete - Pinceladas del amor divino

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La mujer contemporánea vive agobiada con cientos de actividades, por lo que muchas veces se le dificulta prestar atención a la voz de Dios. De ahí que muchas damas crean que están solas ante los desafíos que la vida les depara. Pero es ahí donde hay que darse un tiempo para contemplar cada mañana las expresiones del afecto celestial. A lo largo de este año, vamos a contemplar cada mañana diversas pinceladas del amor divino a través de estas maravillosas lecturas devocionales.

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28 de enero 28 de enero “Si subes la escalera como vieja, llegarás a la cima como joven” “Las ancianas asimismo sean reverentes en su porte […], maestras del bien. Que enseñen a las mujeres jóvenes” (Tito 2:3, 4, RVR 95). La reflexión de hoy está inspirada en el proverbio que dice: “Si su­bes la escalera como vieja, llegarás a la cima como joven”. La juventud y la vejez son etapas en el ciclo de la vida imposibles de evitar. Asumir esta realidad nos librará de falsas expectativas. La única diferencia entre ellas es que la vejez se sustenta en los años vividos y la juventud, en los años por vivir. A menudo pensamos en la vejez como poco deseable, pero si las mujeres jóvenes se apropian del tesoro que las ancianas han acumulado en años, as­cenderán la cuesta de la vida con paso seguro y certero. Alguien ha creado la ilusión de que las jóvenes y las ancianas van por ca­minos distintos y es difícil que transiten juntas por la vida. La verdad es que hay un solo camino para la mujer, solo que las mujeres ancianas lo transitaron primero, y las jóvenes vienen atrás. Las ancianas conocen todas las “estacio­nes de la vida”, lo que las hacer perfectas guías de aquellas que están por conocerlo. La joven prudente nunca desestimará el conocimiento vivencial de una mujer que ha sido niña, adolescente, joven y adulta, y que ha llegado finalmente a la cima. Permitirá que su inexperiencia sea fortalecida por la experiencia acumulada de una mujer que no solo tiene años, sino también lecciones que enseñar. Por otro lado, la mujer sabia que acumula años no pondrá obstáculos en el transitar de las jóvenes; las guiará con delicadeza y ternura. Será sensible y no juzgará con rudeza, arguyendo que “en mis tiempos” las cosas se hacían de otra manera. Jóvenes y ancianas pueden ser compañeras en el viaje de la vida. El cami­no es el mismo; solo cambia la manera de transitarlo. El final de la ruta es el reino de los cielos. Amiga, si al estar leyendo esta reflexión te encuentras al final de la ruta, mira hacia atrás y extiende tu mano para alcanzar a la joven que ha tropezado y esta caída; levántala, sostenla y anímala a seguir. Si te en­cuentras iniciando la senda, acepta la mano fuerte que se te extiende; apóyate en ella. No te fíes de tu juventud; la experiencia de una madre y de una abuela serán siempre un soporte cuando el camino se torne difícil de transitar.

29 de enero 29 de enero ¿Qué llevas en tu equipaje? “Él es quien perdona todas tus maldades, el que sana todas tus dolencias, el que rescata del hoyo tu vida, el que te corona de favores y misericordias” (Sal. 103:3, 4, RVR 95). Todos, sin excepción, vamos por la vida con un equipaje forma­do por experiencias, chascos, fracasos, frustraciones y llanto, que con el paso del tiempo pueden transformarse en toneladas de culpa que restan la energía y aminoran los pasos. En algunos, la culpa pesa más que los aciertos, hundiéndolos en el desánimo y la desesperanza. Pareciera que, con intención premeditada, hacen la lista de los errores y los pintan de negro, para obtener la compasión de los demás. La culpa es una poderosa artimaña del enemigo de Dios; esta nos con­duce, sin darnos cuenta, al autocastigo, la conmiseración y la vergüenza. En este punto, no podemos apropiarnos de las bendiciones que vienen envuel­tas en los sencillos placeres de la vida cristiana. La usamos como un látigo con el que nos golpeamos sin misericordia, debilitando nuestra energía física, es­piritual y emocional. Muchas veces es un sentimiento infundado que se ge­nera en una dicotomía entre lo que crees y lo que haces. Como bien escribió el autor británico Edmund Burke: “La culpa nunca ha sido racional; distor­siona todas las facultades de la mente humana y las corrompe; le quita la li­bertad de razonar y lo deja confuso”. El sentimiento de culpa solo nos es útil cuando nos lleva a una introspec­ción, nos hace conscientes de lo que no hemos hecho bien y nos conduce a la reparación de los daños y a una conversión total de la conducta. Es cuando tomamos responsabilidad de nuestros actos ante Dios, ante nosotros mismos y frente a los demás, que la culpa tiene algo de bueno. Amiga, el dedo bondadoso de Dios nunca te señala acusador; frente a tus errores y pecados, él se muestra misericordioso y te ofrece su gracia sal­vadora. Hoy es día de revisar el “equipaje” y soltar todo lo que estorba para el cumplimiento del plan de Dios para tu vida. Para desechar la culpa: Acepta lo que no puedes cambiar del pasado. Responsabilízate de lo que haces. Haz las paces contigo misma; perdónate. Recibe el perdón de Dios. Desecha el perfeccionismo; todos nos equivocamos y tú también. Aprende de tus errores para crecer. Deja la culpa a los pies de la cruz y tu caminar por la vida será más ligero.

30 de enero 30 de enero El verdadero poder “Cuando el Espíritu Santo venga sobre ustedes, recibirán poder y saldrán a dar testimonio de mí” (Hech. 1:8). Las circunstancias imperantes en nuestra sociedad han sacado a la mujer de sus roles tradicionales para ponerlas en el campo de acción de la vida. Cada vez con más frecuencia, escuchamos hablar del poder de la mujer, basándose en la idea de que en algún momento carecíamos de él. Es cierto; si damos una mirada rápida al mundo, nos damos cuenta de que el li­derazgo femenino está tomando fuerza. La presencia de la mujer es cada día más frecuente en la política, los negocios, la ciencia y el arte. Y no es de sor­prendernos, pues sabemos que las mujeres, tanto como los hombres, somos poseedores de enormes capacidades. Pero… hablemos de nosotras, las que co­múnmente somos llamadas “amas de casa”, aquellas que la mayor parte del tiempo estamos arreglando camas, cocinando, limpiando, cuidando las plan­tas, dando de comer a las mascotas y terminamos el día revisando tareas mientras doblamos ropa recién lavada. Quizá ninguna de nosotras ocupe un si­llón en una oficina gerencial, ni mucho menos en un parlamento. Sin em­bargo, las “labores del hogar” que muchas menosprecian exigen asumir una posición de líder. Requieren preparación, desarrollo de habilidades, sabidu­ría y un poder ajeno a nosotras que proviene del Creador y es otorgado por gracia a quien lo solicita. Amiga, frente a tan grande y solemne demanda como es el cuidado de tu familia, y ante el cansancio, el desgano y el sentido de inutilidad que acosan, es tiempo de hacer un alto, levantar la mirada al Cielo y pedir con humildad poder e inteligencia. Dios, que te ve con tierna solicitud, extenderá su mano y te cubrirá con su manto de gracia. Te revestirá de fuerza, la misma fuerza que necesitaste para dar a luz a tus hijos. La mano de una mujer llena del poder de Dios no tiembla a la hora de aplicar disciplina redentora a sus hijos; se levanta para bendecir y no para maldecir. Rescata a su familia y a ella misma de las influencias torcidas de un mundo posmoderno que se jacta de no ne­cesitar a Dios. Hoy, antes de iniciar tus “quehaceres domésticos”, siéntate a los pies de Jesús, inclínate reverente ante su presencia, “saborea” tu compañerismo con él, sin prisa, sin dudas, sin desconfianza, con humildad y docilidad. Que tu oración sea: “Señor, vengo a ti. Guíame en el camino. Sé mi sustentador y mi guardador. Levántame cuando mi pie tropiece. Amén”.

31 de enero 31 de enero Mi ritual de belleza “El corazón alegre embellece el rostro, pero el dolor del corazón abate el espíritu” (Prov. 15:13, RVR 95). Hace poco recibí en casa a un promotor de productos de belle­za. Es innegable que la mayoría de las mujeres tenemos una espe­cial inclinación por cremas, perfumes, aceites y cuanto ungüento se nos presente con la promesa de conservar la belleza de la piel. Parece ser que esta tendencia está implícita en la naturaleza femenina por creación; incluso en el registro sagrado encontramos algunas referencias al respecto. Cuando Ester fue llevada al palacio, antes de presentarse ante el rey Asuero, fue sometida a un largo “ritual de belleza”: “El tiempo de los ata­víos de las jóvenes era de doce meses: seis meses se ungían con aceite de mirra y otros seis meses con perfumes aromáticos y ungüento para mujeres” (Est. 2:12, RVR 95). Creo que el cuidado de nuestro cuerpo es una responsabilidad que las mujeres cristianas debemos asumir, sin vanidad ni presunción, solo por el hecho de ser “templos del Espíritu Santo”. Sin embargo, las cremas y los perfumes son solo una parte del kit de belleza de la mujer; la belleza del rostro no solo de­pende de los productos cosméticos. El rostro es también una expresión del cuidado de nuestra alma. Un rostro hermoso no es el que tiene menos arrugas, sino el que expresa paz, gratitud y contentamiento. Tener un ritual de belleza para el alma debe ser una prioridad cotidiana. Cuando lo hacemos, nuestra alma se refresca, nuestros rasgos temperamen­tales son suavizados por el aceite del Espíritu Santo, y las emociones y los sentimientos son sometidos a la voluntad de Dios. Ahora, antes de iniciar tus actividades: Únete a la alabanza de la naturaleza. Regocíjate en el amanecer. Respira hondo y agradece por la vida. Medita en las promesas de Dios; te darán fuerzas para enfrentar las di­ficultades diarias y no caer en el desánimo. Imita a las aves, que no solo cantan al amanecer, sino que también con nuevos bríos salen en busca del sustento diario. Haz lo mismo; esfuér­zate. Las cosas no caen del cielo; hay que conseguirlas con trabajo. Al caer la tarde, medita en las bendiciones recibidas y agradece a Dios por ellas. La gratitud genera contentamiento; quien está agradecido y gozo­so tiene un sueño dulce y reparador. Amiga, disfrutarás la vida cuando sientas el poder de Dios actuando en la tuya. Serás una mujer embellecida por el poder de Dios.

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