—Póntelo, niña, que te vas a enfriar —refiriéndose al abrigo.
—Pero ¿y tú? Vas a coger frío.
—¡Yo soy un machote! Yo no cojo frío, no te preocupes —terminó guiñándome el ojo izquierdo.
Mientras íbamos caminando, pensaba que era la noche perfecta. Yo y Fran, el frío, las estrellas mirándonos desde lo alto. La oportunidad que tanto anhelaba; estar a solas con la persona que deseo. Pensaba que era el momento exacto para decir, de una dichosa vez, lo que sentía por él. Así que agarré el toro por los cuernos y…
—Vicky, ¿puedo preguntarte una cosa? —me dijo Fran antes de que yo dijera nada.
—Claro, dime —dije un tanto inquieta.
—¿Tú qué eres del Barça o del Madrid?
Me quedé muerta con la pregunta. Patidifusa. No supe qué contestarle, porque mis pensamientos describían a otra situación muy distinta.
—Del Madrid —lo primero que se me ocurrió le contesté—, pero no lo sigo mucho que digamos.
—Jajaja. Pues ya tenemos algo en común. También soy del Madrid.
Se hizo el silencio entre nosotros. Me concentré muchísimo en lo que tenía que contarle. Era algo muy importante para mí. Sabía que, si no lo hacía esa misma noche, seguramente no hubiera otra ocasión para declarar mis sentimientos a Fran.
Me armé de valor y, como quién no quisiera la cosa, rocé tímidamente mi mano derecha con su izquierda. Él captó enseguida el mensaje. Dejamos de andar y nos miramos tiernamente. No hubo palabras. Lentamente, acercó sus labios carnosos a los míos, que estaban helados por el frío. Nos dimos un cariñoso pico simplemente, con mucho sentimiento. Y él deseó un poco más. Unió de nuevo nuestras bocas desencadenándonos en otro espléndido y apasionado beso.
Nuestras lenguas se conocieron y no dejaban de jugar. Sus brazos, rodeando mi cintura, me ceñían fuertemente a su cuerpo, pudiendo notar sus manos acariciando cada centímetro de mi trasero. Yo solo podía dejarme llevar.
De repente, en ese instante, la voz de mi conciencia me traicionó: “Tienes que volver a casa, es muy tarde.” En mitad de nuestro arrebato de carantoñas, abrí los ojos para volver a la realidad. Me sentí como Cenicienta que, al llegar la media noche, tenía que volver a su morada porque el hechizo concluía.
Sin ganas, terminé con aquel beso que tanto tiempo había idealizado platónicamente. Fran se extrañó al sentir que me despegaba de él.
—¿Te pasa algo? ¿Estás bien?
—Sí, sí. No te preocupes. Es que me están esperando en casa y no quiero llegar muy tarde. Mis padres podrían preocuparse —le dije algo triste.
—Antes de que lleguemos a tu casa, quiero decirte una cosa. Pero esta vez es en serio.
—Dime.
Fran me cogió las manos con fuerza y me miró fijamente a los ojos:
—Me gustas mucho, Vicky. No eres como las demás. Eres diferente. Tenía tantas ganas de contarte que cada noche sueño contigo y quería preguntarte si quieres salir conmigo, que seamos novios.
—¡Sí! ¡Sí! —le contesté muy entusiasmada por sus palabras, con una grandísima sonrisa en mi rostro—. Tú también me gustas mucho, Fran. Llevo enamorada de ti desde primero y nunca he tenido el valor de decirte nada por miedo. Te quiero, Fran.
Retomamos de nuevo aquel beso que tanto deseé desde el primer día en que le vi sentado en la mesa de al lado en clase. Esta vez, nos abrazamos con más entusiasmo que antes, porque ya éramos novios. No podía creerme que el príncipe platónico se declarara a la princesa enamorada y que el cuento que tanto tiempo idealizaba en mis sueños se hiciera por fin realidad, cuando menos lo esperaba.
Y todo gracias a la misteriosa carta de San Valentín.
TRANSFORMACIÓN INESPERADA
Dime lo que crees ser y te diré lo que no eres.
Henri-Frédéric Amiel
Las cosas como son. El noviazgo con Fran fue increíble. Era lo que había soñado y más. Podía decir que fuimos muy felices o al menos eso creía yo. Cada catorce de febrero, por nuestro aniversario, me regalaba un gran ramo de rosas rojas preciosas con una pequeña dedicatoria: “Por siempre tú y yo. Te quiero, Vicky.”
Éramos la pareja perfecta, todo iba muy bien. A los dieciocho años, cuando llevábamos cinco años de pareja, cogimos nuestras maletas y nos independizamos de la casa de nuestros padres. Empezamos a vivir juntos. Nuevos proyectos, nuevas ilusiones… ¡No podía pedir más! Yo trabajaba en una tienda de ropa como dependienta, cerca del centro de Málaga, y Fran ejercía de camarero en el bar de su padre, justo al lado de nuestra casa en Vélez-Málaga.
Cada día de mi vida con Fran, en esa etapa, fue un regalo.
Por eso mismo no entendí, ni sigo entendiendo aún, el gran cambio que dio Fran cuando, a los dos años de estar conviviendo bajo el mismo techo, decidimos casarnos.
La semana después de la boda, él seguía estando como siempre: tan educado, caballeroso, tan atento y cariñoso, pero, al paso de los días, le notaba la mirada cambiada.
—Cariño, ¿te pasa algo? —le decía para averiguar si le ocurría algo que no supiera.
—Nada, hija, ¿qué me va a pasar?
—Es que como te noto tan raro estos días, pensé que había pasado cualquier cosa.
—¡Mira que eres tonta, eh! Déjame un poquito en paz, anda. Y vete a comprar ropa, que es lo único que sabes hacer —me dijo con tono enfadado y muy chulesco.
Yo no le contesté. No le dije nada. Pensé por dentro: “¿Para qué? Seguro que habrá tenido algo en el trabajo y no me lo quiere contar. Ya se le pasará.” Así que continué con los quehaceres de la casa. Pero al rato de esa conversación, Fran se dirigió a mí con paso muy firme, el rostro con gesto receloso y los puños cerrados. Se puso en frente mía para gritarme:
—¡Me cago en tu puta madre, guarra! ¿Pues no vas y pasas de mí, cacho cerda?
—Oye, Fran, no me insultes, que yo no he dicho nada.
—Ese es el problema! ¡Qué no has dicho nada! Pasas de mí como de la mierda. ¡No te importo nada! ¡Joder!
—No digas tonterías. Sabes perfectamente que sí me importas y muchísimo —le dije muy asustada.
—¡Cállate!
En ese instante, Fran levantó la mano derecha con el puño cerrado y se dirigió con fuerza a mi pecho. Me propinó tal empujón que caí inmediatamente al suelo. Se cayó conmigo el cesto de la ropa que iba portando para llevarla a la habitación.
Mi cara fue un poema. No podía entender lo que ocurría. Estaba tan asustada que ni pude levantarme del suelo para recoger todo el desorden. Más pánico tuve al levantar la mirada y al ver a mi ex marido con sus ojos llenos de maldad y el brazo de nuevo levantado. Parecía preparado para un segundo ataque.
—¡Fran! ¿Qué haces? ¿Por qué me has empujado? ¿Qué te pasa, joder? —le dije con lágrimas, protegiéndome la cara por si acaso volvía a tocarme.
Pero él no dijo nada. Se quedó mirándome muy cabreado durante unos segundos y, con las mismas, se dio media vuelta para coger las llaves del mueble de la entradita y se largó. Cerró la puerta de un portazo tan fuerte que me sobresalté estando todavía en el suelo.
Seguí sentada, con toda la ropa limpia dispersa por la tarima del pasillo cerca del salón. Me toqué el pecho, donde me dio el golpe, me levanté la camisa fina del pijama y vi un parche de color rojo en la piel. Sentí una tremenda explosión de tristeza en mi alma. Rompí a llorar de la impotencia.
Fue la primera vez que Fran me puso la mano encima.
Reuní fuerzas para levantarme y recoger todo el barullo de prendas esparcidas por todo el corredor. Mientras agrupaba los trapos para colocarlos en el cesto, intentaba entender aquella situación:
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