Eduardo Ruiz Sosa - Anatomía de la memoria

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A principios de la década de los setenta, en el norte de México, un grupo de estudiantes conocido como
Los Enfermos inició un movimiento revolucionario que pretendía instaurar un nuevo orden nacional. El entonces joven poeta
Juan Pablo Orígenes formaba parte de aquel grupo. Cuarenta años después, el Ministerio de Cultura encarga a Estiarte Salomón escribir la biografía del escritor con el propósito de publicar, a manera de homenaje, sus obras completas. Será en las conversaciones que mantiene con Salomón, cuando Orígenes, enredado en el delirio de su propia memoria, descubra que algo en su pasado quedó incompleto y volverá a recorrer las calles de la ciudad tratando de recuperarlo. Desde la pesadilla de la impostura, la conspiración y las traiciones, Orígenes se reencuentra con aquellos Enfermos de su juventud, pero el país ha cambiado y otros grupos de enfermos aparecen en el trayecto de esa búsqueda: no se trata de lo que el poeta y los Enfermos hicieron en aquellos años, sino de lo que harán ahora: el Ensayo de Resurrección, el regreso de la Enfermedad al país. Estructurado a la manera de un tratado anatómico y en estrecha relación con 
Anatomía de la melancolía, de Robert Burton, 
Anatomía de la memoria es la historia de la descomposición y recomposición de los recuerdos, de cómo nos aferramos a lo perdido o, en resumen, como dice uno de los epígrafes del libro, citando al poeta Guillermo Sucre, de cómo «la memoria no perfecciona el pasado, sino la soledad del pasado».

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pero Norma Carrasco sólo podía existir en otro mundo: en el recuerdo, que es otro país, muy diferente de éste, donde Eliot Román la extraña y sólo puede evocarla como era en aquellos tiempos, antes de que un día, luego de lo que pasó cuando corría por la calle Colón, ¿o era la calle Escobedo?, lleno de libros el cuerpo, esos libros que casi le cuestan la vida y que lo tropezaron para que las balas, echadas y escupidas así, al vuelo, a ciegas, le alcanzaran las piernas y la espalda justo afuera de la Botica Nacional, donde intentó entrar y la puerta estaba cerrada, luego, entonces, de salir del hospital para entrar en la cárcel, Norma Carrasco, emborronada por el tiempo y la memoria, ya no apareció por ningún lugar.

SI LO PENSÉ, SI LO RECORDÉ, no hace falta decirlo.

Cuando Isidro Levi decidió unirse a los Enfermos, Juan Pablo Orígenes iba de camino a la frontera, huyendo:

Me están buscando, le dijo, y le pidió que cuidara a su madre.

Entonces,

así lo contó Orígenes,

le entregó el ejemplar del libro de Robert Burton, como si aquello lo fuera a salvar de algo. No volvió a saber de él en mucho tiempo. Le escribió cartas que no supo a dónde enviar, que nunca envió, que guardó durante un tiempo y luego tiró a la basura y luego sacó de la basura y quemó en el patio de la casa.

Si lo pensé, pensó.

Entonces los Enfermos ya no eran Enfermos, o ya no quedaban muchos de ellos, o los pocos que quedaban se agruparon en la Liga Comunista, e Isidro Levi, que reconoció que ya no podía mantenerse al margen, se acercó a ellos para continuar con lo que Orígenes había dejado a su marcha: los grafitis.

Había empezado a escribir mucho tiempo antes, nunca supo por qué:

La escritura, le dijo a Salomón, es como una manifestación de la pasión, y lo que está lleno de pasión es lo que nos aterra, es aquello de lo que normalmente tratamos de huir. Pero la pasión no es hoguera, queremos llamarla hoguera, fuego intenso, lumbre y expansión repentina, y queremos que se apague de golpe bajo una lluvia torrencial. Pero la pasión es lo que perdura y, por ello, es ocultable, puede guardarse y puede ignorarse, hacerse a un lado. La pasión no es lumbre, es mar, o se parece más al mar que al fuego.

Ahora estaba ciego, o medio ciego, que es lo mismo, o casi lo mismo, porque no importaba si podía ver bultos y sombras: siempre, desde hacía tiempo, lo trataban como si por donde caminara hubiera bordes imperceptibles que desembocaban en un precipicio mortal, como si en torno suyo el suelo estuviera lleno de cosas rotas, como si todo a su alrededor estuviera en su contra. No tardó casi nada en sentirse paranoico. Y por eso casi no salía de la casa, por eso había dejado de encontrarse con Orígenes en el Sin Rumbo, y se había mudado, en sus escasos paseos, a La Ceiba, que estaba más cerca de su casa, a donde se mudaron también Eliot Román, Javier Zambrano y Salvador Rubín, los amigos de aquellos años que no estaban muertos, o que seguían interesándose en él por alguna razón.

Dejó de ver a Orígenes porque también Orígenes dejó de salir a la calle:

A uno puede fallarle la vista, le decía Isidro Levi a Estiarte Salomón, puede fallarle la vista y no pasa gran cosa, soy capaz de decir dónde vivo, llamar por teléfono o saber dónde estoy, porque con los ciegos la gente tiene ciertas condescendencias, una especie de lástima que los hace cruzarnos la calle, darnos cosas del suelo, preguntar, así de repente, si estamos solos: incontables veces, decía Isidro Levi, alguien desconocido que me encontraba afuera del Sin Rumbo me tomaba de la mano y me hacía cruzar hasta el otro lado de la calle, cuidándome de los automóviles y de las bicicletas, luego me preguntaba si estaba bien, y se marchaba, y unos minutos después alguien más hacía lo mismo y me devolvía al punto de origen, hasta que Teresa llegaba y me encontraba quizá tres o cuatro calles más allá del lugar donde había empezado mi aventura. A veces llegaba a casa con los bolsillos llenos de monedas, llaves, encendedores, paquetes de cigarrillos, infinidad de cosas que no eran mías: todo lo que está en el suelo cerca del perímetro del ciego ha de pertenecer al ciego seguramente, piensan algunos. Otras veces alguien se quedaba a mi lado, esperando a que Teresa llegara a buscarme, como si estuvieran resguardando a un niño perdido en el mercado a la espera de sus padres. Podía imaginar siempre la sonrisa de esas personas amables, sin prisa, cuando llegaba Teresa y me entregaban, como si se pasaran una correa imaginaria diciendo: Casi se escapa, pero aquí lo tengo. Y sin embargo, continuaba Levi, soy más autónomo que uno que no sabe qué le ha pasado a su memoria. A uno le puede fallar la vista, pero la memoria es otra cosa.

Ciertamente, Isidro Levi había cambiado el Sin Rumbo, aquel café de toda la vida, por La Ceiba, que estaba más cerca de su casa, y donde se sentía más cómodo porque menos gente lo reconocía; pero en cambio, Orígenes había dejado por completo de salir a la calle:

Si él se suelta de la correa, bromeaba Isidro Levi alguna vez con Estiarte Salomón, no hay manera de recuperarlo, es como un niño que no sabe decir su nombre, ni la calle donde vive;

¿Por eso dejaron de verse?, le preguntó Salomón;

Cuando dejé de ir al Sin Rumbo, respondió Levi, todos vinieron a La Ceiba, y esperamos que Orígenes también lo hiciera. Nunca apareció. Quizá se olvidó de nosotros, quizá por eso insiste en que estamos muertos.

SALOMÓN SE QUEDÓ DE PIE EN EL UMBRAL y lo que vio fue a Juan Pablo Orígenes, allá a lo lejos en un mundo que no era éste, con varios libros abiertos de par en par:

Leer es como ir abriendo ventanas, dijo un día Orígenes;

y quizás en ese mismo momento lo dijo por primera vez;

Vengo a preguntarle por su vida;

y Salomón seguía de pie, al lado de la puerta;

Orígenes, que todavía estaba entre el miedo y la desconfianza, le respondió:

A mí ya no me gusta recordar.

Una vez Salomón había leído un libro de un escritor llamado Juan Pablo Orígenes: al leerlo supo que en aquellas palabras se escondía algo: una torpeza humana, una lumbre poderosa, el quebranto de una voluntad que esperaba algo distinto y se encontró con la vida: la mordedura de una rabia ya mansa, ya apaciguada y tibia. Cuando Bernardo Ritz, venido de la nada, le propuso la escritura de la biografía de Orígenes, Salomón no pudo negarse: escaparía de los horóscopos, del régimen diario, del burdo corregir ortografías y páginas que acababan al día siguiente en la basura. Quería una especie de esencia, algo perdurable. Dijo que sí, que él escribiría la biografía de Orígenes. Y creyó que sería feliz. No había escuchado, todavía, el nombre de Pablo Lezama,

o cualquier otro de los nombres de la historia del poeta.

Hubo en el principio una llamada telefónica: la voz de Aurora Duarte, la esposa de Orígenes, la voz de Aurora, secreta y escondida, y el recuerdo de un poema con aquellos versos que quizás hablaban de ella, lejano alegato de la importancia de la cintura como eje terráqueo de la vida; luego el silencio, o un eco lejano de otras tierras, porque Aurora habría dejado el teléfono sobre alguna mesita mientras llamaba a Orígenes que fume y fume no podía dejar de escribir: seguramente, cuando tomó el teléfono con la zurda, la derecha le temblaba como un péndulo acelerado, como un garabato incansable:

Es el Párkinson, decía a lo lejos Aurora;

Son las palabras, decía Orígenes;

Qué palabras, es el Párkinson, decía ella con esa voz de calmar estampidas;

y él, quizá más viejo de repente:

Pues será que el Párkinson son las palabras;

y al contestar el teléfono parecía que Orígenes ya estaba anunciado de aquella llamada: sí, se verían pronto, sí, en el Sin Rumbo, sí, lo que usted quiera, dijo; como un vasallo que consentía caprichos, como un animal bien amaestrado con otra cosa distinta que no era ni el Párkinson ni el cansancio de la edad ni la rodilla izquierda dolorida por algún paso en falso ni la cadera reventada y operada tres o cuatro o cinco veces ni la tos del cigarrillo que ningún médico logró quitarle hasta el último día de su vida ni el recuerdo de algún amor perdido o la sobria resignación de una muerte cercana, quizá demasiado cercana;

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