Podemos concluir, pues, que es imposible trasladar estos comportamientos, instintivos y producto de fuerzas evolutivas completamente carentes de conciencia y dirección, a nuestras conductas humanas, en las que las fuerzas evolutivas también se manifiestan, desde luego, pero de una forma muy sutil, y además están enmascaradas por nuestra enorme evolución cultural... Y cuando digo enorme no lo hago con admiración, ya que estamos plagados de debilidades, sino para expresar la amplia y evidente distancia que hay entre los seres humanos y el resto de los seres vivos que viven y han vivido en la Tierra.
¿Y los seres humanos?
Origen de la monogamia y el adulterio
Declaro en nombre de la ley y de la Sociedad que quedan ustedes unidos en legítimo matrimonio con todos los derechos y prerrogativas que la ley otorga y con las obligaciones que impone; y manifiesto que éste es el único medio moral de fundar la familia, de conservar la especie y de suplir las imperfecciones del individuo, que no puede bastarse a sí mismo para llegar a la perfección del género humano. Éste no existe en la persona sola sino en la dualidad conyugal. Los casados deben ser y serán sagrados el uno para el otro, aún más de lo que es cada uno para sí.
El hombre, cuyas dotes sexuales son principalmente el valor y la fuerza, debe dar y dará a la mujer protección, alimento y dirección, tratándola siempre como a la parte más delicada, sensible y fina de sí mismo, y con la magnanimidad y benevolencia generosa que el fuerte debe al débil, esencialmente cuando este débil se entrega a él, y cuando por la Sociedad se le ha confiado.
La mujer, cuyas principales dotes son la abnegación, la belleza, la compasión, la perspicacia y la ternura, debe dar y dará al marido obediencia, agrado, asistencia, consuelo y consejo, tratándolo siempre con la veneración que se debe a la persona que nos apoya y defiende, y con la delicadeza de quien no quiere exasperar la parte brusca, irritable y dura de sí mismo propia de su carácter.
El uno y el otro se deben y tendrán respeto, deferencia, fidelidad, confianza y ternura. Ambos procurarán que lo que el uno se esperaba del otro al unirse con él, no vaya a desmentirse con la unión. Que ambos deben prudenciar y atenuar sus faltas. Nunca se dirán injurias, porque las injurias entre los casados deshonran al que las vierte, y prueban su falta de tino o de cordura en la elección, ni mucho menos se maltratarán de obra, porque es villano y cobarde abusar de la fuerza.
Ambos deben prepararse con el estudio, amistosa y mutua corrección de sus defectos, a la suprema magistratura de padres de familia, para que cuando lleguen a serlo, sus hijos encuentren en ellos buen ejemplo y una conducta digna de servirles de modelo. La doctrina que inspiren a estos tiernos y amados lazos de su afecto hará su suerte próspera o adversa; y la felicidad o desventura de los hijos será la recompensa o el castigo, la ventura o la desdicha de los padres. La Sociedad bendice, considera y alaba a los buenos padres, por el gran bien que le hacen dándoles buenos y cumplidos ciudadanos; y la misma censura y desprecia debidamente a los que, por abandono, por mal entendido cariño o por su mal ejemplo, corrompen el depósito sagrado que la naturaleza les confió, concediéndoles tales hijos. Y por último, cuando la Sociedad ve que tales personas no merecían ser elevadas a la dignidad de padres, sino que sólo debían haber vivido sujetas a tutela, como incapaces de conducirse dignamente, se duele de haber consagrado con su autoridad la unión de un hombre y una mujer que no han sabido ser libres y dirigirse por sí mismos hacia el bien.
Epístola de Melchor Ocampo (1859)
Melchor Ocampo fue un político liberal que tuvo una gran influencia a mediados del siglo XIX. Redactó las leyes de Reforma, y en 1859 (casualmente el año en que escribió su famosa epístola) firmó, por instrucciones de Benito Juárez, el tratado McLaneOcampo, que le daba a Estados Unidos el derecho de tránsito a perpetuidad por tres franjas del territorio mexicano, y que le valió un sitio espinoso en el legado histórico de nuestro país, tan lleno de héroes y villanos. Con su famosa epístola debemos ser clementes y ponerla en contexto. Se trata del artículo 15 de la “Ley de matrimonio civil”, promulgada para evitar el monopolio eclesiástico sobre acciones civiles como el enlace matrimonial. Sobre la epístola y su contenido volveremos más adelante.
Hace pocos años escribí una novela cuya protagonista femenina —Nahui— me resultó arrebatadora, al grado de que podría decir que me enamoré de ese personaje de ficción. Sí, los contadores de historias a veces idealizamos a nuestros personajes, que son producto de una curiosa e irregular mezcla de realidad y fantasía. El componente de realidad que construyó a Nahui provino de una querida amiga que era, por decir lo menos, combatiente: una mujer que, con toda justicia, jamás ha permitido que su condición de género la detuviera mínimamente de cumplir con sus planes profesionales, sociales o afectivos. Cuando esta amiga se iba a casar (únicamente en ceremonia civil), al juez responsable se le ocurrió, en un muy mal momento, sugerir la lectura de la tradicional epístola que da inicio a esta sección. ¡Nunca lo hubiera hecho! La respuesta violentísima (y que no consigno literalmente por ser francamente impublicable) fue una rotunda negativa amparada en el argumento de que si el señor juez quería leer epístolas obsoletas y machistas lo hiciera directamente con algún ancestro menos informado.
Pues bien, este texto escrito hace más de ciento cincuenta años nos sirve de ejemplo para analizar varias aristas. Detengámonos, para empezar, en el esquema de la protección y el suministro por parte del hombre a la mujer y trasladémonos a una sociedad de cazadores-recolectores, tribus paleolíticas y mesolíticas que vagaban por el mundo antes del descubrimiento de la agricultura, hace 10,000 años. Como se señaló en el capítulo anterior, los padres de una cría estarán dispuestos a su cuidado en la medida de su redituabilidad. En el caso de una mujer es claro que su inversión de tiempo y energía debido al periodo de embarazo y lactancia era significativamente mayor que la del hombre. Asimismo, este último seguramente tenía más oportunidades de reproducirse, mientras que la mujer al amamantar sufre lo que conocemos como amenorrea, el cese del ciclo menstrual, que la hace infértil mientras dure la lactancia. Un tercer factor sería la certeza de la paternidad: desde el punto de vista evolutivo no es buen negocio cuidar a una cría que porta genes ajenos, en la creencia de que son propios. Parecería, pues, que en aquella época no había muchos incentivos para que los hombres no abandonaran a las mujeres después de que ellas quedaban embarazadas; sin embargo, no lo hacían. ¿Por qué se quedaban juntos para formar una familia? Nuevamente por una cuestión de redituabilidad: si la mujer sola no conseguía sacar adelante a su cría, la inversión del padre perdía sentido; significaba un gasto energético (menor, pero gasto al fin) que no iba a redundar en la reproducción de sus genes. Sabemos que la infancia humana es excesivamente larga comparada con la de otros animales, entre ellos nuestros parientes más cercanos, los primates. Un chimpancé de un año se mueve con soltura por las ramas, y a los seis meses se hace relativamente independiente de la madre. En cambio, un bebé humano de la misma edad, sin el cuidado de sus padres se encuentra absolutamente indefenso. Se asume que este alargamiento de la infancia —conocido por los científicos como neotenia— es un paso evolutivo que nos permite asimilar la enorme cantidad de información que necesitaremos para la vida adulta.
Regresemos a don Melchor Ocampo: “El hombre, cuyas dotes sexuales son principalmente el valor y la fuerza, debe dar y dará a la mujer protección, alimento y dirección, tratándola siempre como a la parte más delicada, sensible y fina de sí mismo, y con la magnanimidad y benevolencia generosa que el fuerte debe al débil”. Olvidando lo olvidable del párrafo sobre fortalezas y debilidades y las cursilerías asociadas, es razonable pensar que en las sociedades de cazadores-recolectores un hijo recién nacido abandonado por el padre tendría muy pocas posibilidades de salir adelante, ya que requiere justamente protección y alimento.
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