Frederick Cooper - Historia de África desde 1940

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Historia de África desde 1940: краткое содержание, описание и аннотация

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Es mucho lo que se ha escrito sobre la historia de Occidente pero, en el mundo de la globalización, las nuevas migraciones e Internet, es ya indispensable conocer cómo se va configurando el gran continente africano. Frederick Cooper ahonda en el proceso de descolonización e independencia de estos países, y ayuda a entender su desarrollo, sus problemas y su posición en el escenario internacional.
Analiza así «la cuestión del desarrollo», cómo los regímenes coloniales y las élites africanas intentaron transformar la sociedad a su manera, y cómo los habitantes de ciudades y aldeas trataron de abrirse camino en un mundo desigual, entre la esperanza y la desesperación, las promesas y las incertidumbres. Más allá del debate que busca identificar a los culpables de las numerosas crisis y conflictos africanos de las últimas décadas, Cooper explora alternativas y soluciones para el futuro.

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La historia no conduce inevitablemente a todos los pueblos del mundo a «elevarse» a las formas políticas occidentales, o bien «hundirse» en baños de sangre tribales. Este libro explora el periodo en que el dominio de las potencias coloniales europeas sobre la mayor parte del continente africano comenzó a desmoronarse, cuando los africanos se movilizaron para reclamar un futuro nuevo, cuando las realidades cotidianas de las ciudades y de los pueblos cambiaron súbitamente, y cuando los nuevos estados tuvieron que afrontar el significado de la soberanía, y los límites del poder estatal se toparon con las realidades sociales dentro de sus propias fronteras y con una posición aún menos controlable en la economía mundial y en las relaciones internacionales de poder. Es un libro sobre las posibilidades que las personas se han procurado para sí mismas como miembros de comunidades rurales, como emigrantes a las ciudades y como constructoras de organizaciones sociales, movimientos políticos y nuevas formas de expresión cultural. Trata también sobre cómo se malograron muchos de aquellos aperturismos.

Este libro se aparta de la línea divisoria convencional entre historia africana colonial e historia postcolonial, una división que encubre tanto como revela. Observar la historia con semejante línea divisoria hace que la ruptura parezca demasiado nítida —como si el colonialismo se hubiera apagado igual que un interruptor—, o sugiere demasiada continuidad, asumiendo la prolongación del dominio occidental en la economía mundial y el mantenimiento en los estados africanos de instituciones «occidentales», como mero cambio de personal dentro de una estructura de poder que sigue siendo colonial. No hace falta plantearse una dicotomía entre continuidad y cambio. De hecho, incluso cuando los regímenes coloniales se mantenían en el poder, sus instituciones no funcionaban según se había pretendido, sino que fueron impugnadas, arrebatadas y transformadas por los súbditos coloniales. La adquisición de la soberanía formal fue un elemento importante en la dinámica histórica del último medio siglo, pero no el único. La vida familiar y las expresiones religiosas también se alteraron de manera substancial en África, si bien no necesariamente al mismo ritmo que los cambios en la organización política.

Resulta aún más importante comprender cómo las grietas que aparecieron en el edificio del dominio colonial tras la Segunda Guerra Mundial propiciaron a un amplio abanico de personas —trabajadores asalariados, campesinos, estudiantes, comerciantes y profesionales cualificados— una oportunidad para articular sus aspiraciones, ya fuese la esperanza de tener canalizaciones de agua limpia en una aldea rural, o la de ocupar un lugar distinguido en las instituciones políticas internacionales. Un reputado historiador ghanés, Adu Boahen, comenta sobre la vida intelectual en la década de 1950: «Era algo realmente grande vivir aquellos días…»[1]— una frase que transmite no solo la emoción de ser parte de una generación que podía diseñar su propio futuro, sino que también insinúa que «aquellos días» fueron mejores que los que vinieron después.

El estado colonial que se desmoronó en la década de 1950 representaba el colonialismo en su forma más intrusivamente ambiciosa, y los nuevos gobernantes que entraron a gobernar los estados independientes tuvieron también que hacerse cargo de las deficiencias del desarrollismo colonial. Aun cuando la producción minera y agrícola de África se hubiera incrementado durante los años de la postguerra, el agricultor y el obrero africanos no se habían convertido en el trabajador predecible y ordenado con el que soñaban las autoridades europeas. Los gobiernos africanos heredaron tanto la parca infraestructura colonialista —orientada a la exportación y que el colonialismo orientado al desarrollo no había superado—, como los limitados mercados para productores de materias primas que el auge de la postguerra en la economía mundial solo había mejorado temporalmente. Sin embargo, ahora tenían que costear la estructura administrativa que el desarrollismo colonial de los años 1950 había establecido y, lo que es más importante, cumplir con las elevadas expectativas de un pueblo que esperaba que el estado fuese realmente suyo.

La secuencia histórica esbozada en los primeros capítulos de este libro condujo al nacimiento de estados con apariencia de «soberanía» internacionalmente reconocible. Sin embargo, las características particulares de aquellos estados eran consecuencia de la secuencia, y no propiamente soberanía. Los estados coloniales habían sido regímenes «celadores» o «Custodios de la Puerta» (o Cancela)[2]. Contaban con instrumentos endebles para penetrar en el ámbito social y cultural que administraban, pero se encontraban con un pie a cada de lado de la encrucijada entre el territorio colonial y el mundo exterior. Su principal fuente de ingresos eran los aranceles sobre los bienes que entraban y salían de sus puertos; tenían la capacidad de decidir quién podía ir a la escuela y qué tipo de instituciones de enseñanza podían implantarse; instauraron normas y licencias que establecían quién podía participar en el comercio interno y externo. Los africanos intentaron construir redes que no solo emplearan, sino que también eludieran el control de la administración colonial sobre el acceso al mundo exterior. Crearon redes económicas y sociales dentro del territorio, que superaban el ámbito estatal. En las décadas de 1940 y 1950, el acceso a instituciones y agrupaciones económicas oficialmente reconocidas parecía ensancharse para los africanos. La vitalidad de las asociaciones sociales, políticas y culturales dentro de los territorios africanos se enriqueció, y los vínculos con organizaciones foráneas se diversificaron. La Puerta (o Cancela) se estaba ensanchando, pero solo hasta cierto punto.

El esfuerzo de los regímenes coloniales tardíos por alcanzar el desarrollo no asentó las bases de una economía nacional fuerte tras la independencia. Las economías africanas se mantuvieron orientadas hacia el exterior, y el poder económico del estado siguió concentrado en la Puerta que comunicaba el interior y el exterior. Al mismo tiempo, la propia experiencia de movilización de los líderes africanos contra el estado les proporcionó un agudo sentido de hasta qué punto era vulnerable el poder que habían heredado. El desigual éxito de los esfuerzos coloniales y postcoloniales por el desarrollo no les facilitó a los líderes la confianza en que el desarrollo económico iba a conducir hacia una prosperidad generalizada que generase crédito y actividad nacional boyante, la cual, a su vez, proveyese de ingresos al gobierno. En diferentes grados, los gobiernos de los años inmediatamente posteriores a la independencia trataron de alentar el desarrollo económico, pero también se dieron cuenta de que sus propios intereses podrían sacar tajada de una especie de estrategia de estado custodio o régimen celador, como la que habían empleado las potencias coloniales antes de la Segunda Guerra Mundial: accesos controlados a la carrera funcionarial, a fin de aminorar el riesgo de que el ascenso en la función pública se convirtiera en una plataforma para la oposición.

El estado postcolonial, al carecer de la capacidad coercitiva externa de su predecesor, era un estado vulnerable. Las ventajas que conllevaba el control de los resortes del mando eran tan elevadas que podían intentar tomarlo varios grupos: oficiales y suboficiales del ejército, mediadores de poder regionales. Un régimen que no dependa tanto de conservar el mando se beneficia del hecho de que los rivales políticos pueden permitirse perderlo; cuentan con otras vías y recursos para lograr dinero y poder. Los regímenes celadores se hallan en peligro por la misma razón que los gobernantes provisionalmente en el poder cuentan con fuertes incentivos para mantenerse en él. Por tanto, las elites dirigentes tendieron a emplear redes clientelares y coerciones, señalar a la oposición como cabeza de turco, y otros procedimientos para reforzar su posición, reduciendo aún más los canales de acceso al poder.

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