Pigafetta escribe así, una década después, navegando por estas mismas aguas: «Matamos a siete hombres para coger por la fuerza un biguiday, que es una especie de prao». En esos días navegaban por el mar de Célebes. Con motivo de encontrarse inmersos en una tempestad parecida a la que se encontró el capitán Lustau once años antes, Pigafetta dice haber visto reflejado en los palos de las naos, las luces de San Telmo y ante el temor que a los hombres les produce el mar negro y encrespado, ofrecen a sus santos los bienes materiales más preciados: dinero y esclavos.
«Costeábamos Biraham Batolach cuando nos sorprendió una terrible tempestad. Rezamos a Dios y amainamos todas las velas y, de repente, se nos aparecieron nuestros tres santos, que disiparon la oscuridad. San Telmo estuvo más de dos horas en el palo mayor como una antorcha, San Nicolás en el de mesana y Santa Clara sobre el trinquete. A cada uno de los tres santos le prometimos ofrecerle un esclavo y una limosna».
Se ha dicho en muchas ocasiones que los esclavos se compraban a los árabes y que eran éstos los que llevaban a cabo el tráfico. Ello, aunque no deja de ser cierto, no lo es menos que tanto los portugueses como los españoles practicaban la esclavitud de manera asidua, en cuanto se les presentaba la ocasión. Hay que tener en cuenta el momento histórico en que tenía lugar el hecho de apoderarse de un individuo por la fuerza. El código civil actual al referirse a las personas dice en el artículo 29 que, “el nacimiento determina la personalidad”. Al decir esto, está atribuyendo la condición de persona a todo aquel que tenga un cuerpo humano. No era así en el tiempo en que Enrique lleva a cabo su viaje, por cuanto que en ese momento no está equiparada la condición entre hombre y persona. Será muchos años después, siglos después, cuando desaparezca la esclavitud, que esta equiparación tomará cuerpo, pero hasta entonces los hombres y mujeres que se van encontrando los descubridores serán considerados, en su mayoría, meros objetos de intercambios.
Y esa es la suerte que corre nuestro protagonista, que junto a la mujer, han sido tomados como mera mercancía susceptible de cambio. «Dusawong, Dusawong Dugos sa nawong» repite la mujer señalando al chico mientras llora y forcejea. Dugos sa nawong está quieto. El muchacho está viviendo el momento, la aventura que supone estar a bordo de una nao, un barco negro, robusto, impresionante. Comparado con un prao, es un artefacto extraño. En la mente del chico (los esclavos también alucinan), los acontecimientos van colocándose al antojo de su imaginación. Y en su mundo de adolescente, sueña ya con un viaje tan atractivo como desconocido.
GOA, ENCUENTRO EN EL MERCADO DE ESCLAVOS
Cuando las naos del capitán Lustau llegan a Goa, son recibidas por un enjambre de personajes deseosos de comerciar con todo aquello que suponga algún valor. Trae especies de Ternate comercializadas en origen por Francisco Serrao, verdadero adelantado de Indias, que en la práctica maneja los mecanismos del comercio por esas tierras. De hecho, Serrao manda cartas con los barcos de Lustau para un tal Fernao de Magalhães, que ha participado en la conquista de Goa y este al recibirlas se fija en el adolescente y la mujer que lo acompaña.
El capitán Lustau observa la escena y no pierde la ocasión de sacar provecho. Inmediatamente pone precio a los indígenas y los oferta a Magalhães.
—Bienvenido seas señor Fidalgo de Magalhães. Si el muchacho le interesa no lo exhibiré al público, pero deberá pagarme su valor.
«¿Por qué no?» Debió pensar Magalhães. Al fin y al cabo, el origen de su linaje estaba en De Magalhãis, un cruzado francés del siglo XI, al que con frecuencia hacía referencia su padre, don Rodrigo de Magalhães. Por si fuera poco, durante la convivencia con su padre, Fernão, lo recuerda como gobernador del puerto de Aveiro, donde era bien reconocida su nobleza y donde se hacía rodear de plebeyos. Tal vez todo eso despierta el deseo de tener uno o más esclavos. Y los compra.
—Me quedo también con ella —dijo señalando a la joven que habían capturado junto al muchacho.
Inmediatamente se plantea como llamarlo. Magalhães es un hombre avispado, además de culto, así que sabe que Dusawong, esa palabra que pronuncia la mujer cuando se dirige al chico, debe ser su nombre real. Pero le llamará Enrique en honor a su admirado Infante, ya fallecido, su majestad Enrique el Navegante.
Fernão no marca a Enrique con el carimbo, un hierro candente que se aplicaba a los esclavos en el rostro. No desea estropear la belleza natural de un adolescente de piel oliva. Enrique, aunque comparado con un blanco es de piel oscura, no es negro, ni siquiera mulato. Es un nativo original de las Islas Orientales, no proviene de África y no es hijo de blanco y negra.
A partir de ese momento, Magalhães va instruyendo a su esclavo para convertirlo en criado fiel a su servicio. En los días siguientes le sigue a todas partes, mitad porque así debe de ser y mitad porque Dusawong se siente atraído por todo aquello que rodea a su señor. Aunque viene de una isla perdida al final del Pacífico, conoce lo que es la sumisión. En esa parte del mundo también hay señores a los que otros les prestan obediencia. Él no lo ha visto, pero ha oído hablar del rey de una pequeña isla cercana al que llaman Lapu-Lapu, dicen que es temible y que a veces subyuga a los que de manera voluntaria o fortuita arriban a su isla. De todas formas esos pensamientos van quedando lejos, porque ahora está conociendo la bulliciosa vida de Goa, Calicut y demás lugares que va visitando mientras acompaña a su señor. Poco a poco, va dejando de ser Dusawong para convertirse en Enrique. Al mismo tiempo y mientras se va sumergiendo en la nueva cultura que le rodea, va dejando de ser indígena para convertirse en el criado de Magalhães.
Cuando el capitán Lustau lo capturó, no recibió buen trato, pero ahora Fernão, su dueño, lo trata de forma más amable. Quiere saber si sabe algo de las especies, así que le va enseñando algunos clavos, canela, nuez moscada, etc. y observa la reacción del niño. Porque eso es lo que es en estos momentos Enrique, un niño. Más de un tripulante de la escuadra que lo capturó habría tratado de seducirlo. De no ser porque el pecado nefando está castigado con penas muy severas, Enrique ya habría pasado por esa experiencia, pero para bien o para mal lo ha comprado Fernão de Magalhães, si esa relación ha ocurrido, ocurre o si en algún momento ocurrirá, deberá ser de forma muy oculta y cuidadosa. Cuando tal relación se lleva a cabo, el capitán, los alguaciles o las autoridades religiosas, acaban por condenar a los participantes descubiertos, a durísimos castigos, incluidos la muerte.
Paralelamente, en el nuevo mundo que han descubierto los españoles, Juan Ponce de León, gobernador de la isla de Santo Domingo, ha autorizado que se lleve a cabo el reparto de los indios capturados. Como el contacto con los nativos lleva a estos a unos elevados índices de mortandad, el rey Fernando autoriza el empleo de esclavos negros. Esos esclavos los pide a la Casa de la Contratación, que se ha creado en las Atarazanas Reales de Sevilla, siete años antes. Son los funcionarios de la casa quienes se encargan de gestionar la adquisición de los esclavos y enviarlos a los nuevos territorios.
Toda esa información va corriendo como la pólvora. Han pasado cuatro años desde que un tal Américo Vespuccio, puso en marcha una escuela de navegación en dicha casa y Magalhães sabe que pronto tomará las mismas dimensiones y categoría que la de Portugal. Además, Américo Vespucio ha guiado en los primeros años del siglo una expedición portuguesa que se aproximó a las costas americanas muy cerca del Río de la Plata. Aunque Portugal lleva muy en secreto todo lo concerniente a la navegación y la geografía del momento, Magalhães sabe que pronto habrá muchos marinos dispuestos a navegar a donde sea, con tal de descubrir nuevos territorios y sus posibles riquezas. El portugués piensa que, tarde o temprano, alguno acabará descubriendo un nuevo camino para llegar a las islas de donde procede su criado.
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