Cardenal John Henry Newman - Discursos sobre la fe

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Este volumen recoge 18 discursos a grupos de católicos y protestantes, donde Newman desarrolla varias claves de la fe cristiana con la intención de promover en los lectores una mayor coherencia, e incluso una conversión. Se trata del primer volumen propiamente espiritual que el autor escribió como católico.
Con un estilo entre la conferencia y el sermón, Newman trata de responder a las preguntas de la razón acerca de los temas básicos del cristianismo, logrando un texto de valor permanente que lo convierte en una joya de la espiritualidad.

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Un primer grupo de Discursos —del primero al sexto— aborda preferentemente los aspectos ascéticos de la vida cristiana y trata del pecado, la conversión interior, la búsqueda de la voluntad de Dios, la santificación y la perseverancia.

Hay en esta primera parte del libro una continua exhortación directa e indirecta a la penitencia como virtud y como sacramento6. Se aprecia también la intención de estimular en el lector las buenas disposiciones que le permitan captar la verdad contenida en los temas que se van a exponer acto seguido; y en concreto que le permitan apreciar la originalidad y necesidad de los bienes cristianos de la fe y de la gracia, y aceptar el hecho de la Iglesia y su carácter y misión divinos.

En la segunda parte, de predominio fundamentalmente dogmático, el autor se detiene consiguientemente en las virtudes teologales, y de modo particular en el principio sobrenatural de la fe y su diferencia radical con la visión puramente terrena del hombre y del mundo.

Los misterios del Ser divino y las figuras de Cristo y María llenan las seis últimas conferencias. Exigido siempre por el curso de las ideas aparece frecuentemente el tema de la Iglesia como sociedad visible y espiritual donde se comprenden y reciben con plenitud las verdades y promesas divinas.

3. El primer grupo de discursos podría quizás en ocasiones sorprender al lector de hoy por su tono severo. Pero debe tenerse en cuenta que se trata simplemente del estilo del tiempo en que se escribieron. Es el estilo de la literatura religiosa del siglo XIX —basta recordar, por ejemplo, los espectaculares sermones de san Alfonso María de Ligorio—, que para ayudar a la conversión se esfuerza en colocar al hombre ante las verdades sobrecogedoras que determinan su destino eterno. Es por lo tanto un lenguaje inevitablemente serio, que viene condicionado por su dramático contenido y por las tendencias literarias de una época que conserva todavía huellas del exceso romántico.

Es un estilo que tiene algo de ritual. Es decir, que está en parte como fijado de antemano, porque se estima que dada la importancia del asunto no puede ser de otro modo. Estamos necesariamente en las antípodas del eufemismo.

Pero existen sobre todo razones intrínsecas que imponen la severidad de las afirmaciones. El autor busca transmitir, y lo hace hiperbólicamente, el contraste entre la desolación y amarguras del pecado y la gozosa luminosidad de la vida cristiana. La hipérbole, que no es en este caso histrionismo literario ni pesimismo religioso, sirve legítimamente al propósito de remover el alma y avivar en ella el temor de Dios.

Newman se afana en pulsar todos los resortes del espíritu cristiano, que debe movilizarse entero ante cuestiones de tanta importancia como el pecado y la conversión a Dios por Jesucristo.

Los Discursos contienen toda una teología de la elección. Las afirmaciones que se hacen vienen determinadas por el misterio de la Voluntad divina, que elige y concede la gracia según una libérrima e inescrutable disposición. Enunciado o al menos sugerido el misterio, la enseñanza tiende a inculcar en el lector la convicción de que tiene en sus manos su propio destino eterno, porque Dios es un Padre providente y misericordioso que no predestina al mal, y cuenta siempre con el hombre para salvarle. El peso abrumador del pecado no es lo decisivo ni tiene la última palabra, porque el hombre puede con la gracia de Dios convertir sus faltas en felix culpa.

Por otra parte, la elección de la que se habla no es únicamente elección para la salvación, sino que, según un hondo sentido paulino, es una elección a la santidad. Santidad y salvación son lo mismo. Ambos misterios —bajo el punto de vista divino— y ambas metas —bajo el punto de vista del hombre— coinciden. Ser santos y salvar el alma no dicen cosas distintas (cfr. pp. 134,171).

4. Nuestros Discursos constituyen un singular texto sobre la fe católica y la Iglesia que la transmite en nombre de Jesucristo. Forman grupo, por así decirlo, con otras dos obras del autor, compuestas y aparecidas en 1850 y 1851: las Conferencias dirigidas al denominado grupo anglocatólico que había militado en el Movimiento de Oxford7, y las Conferencias sobre el catolicismo en Inglaterra, pronunciadas con motivo de nuevos brotes de persecución anticatólica a raíz del restablecimiento de la Jerarquía inglesa en 18508.

Las Conferencias a los anglocatólicos se cuentan, a pesar de su tono agresivo respecto al anglicanismo, entre los textos más brillantes de Newman. Son composiciones difíciles de igualar que apuntan a demostrar el carácter no-divino de la Iglesia de Inglaterra9.

Las Conferencias de 1851 impugnan, con el fin de disolverlos o al menos debilitarlos, los arraigados prejuicios anticatólicos —de origen religioso, social y político— que habitan la sociedad y el alma inglesas. Newman apela al buen sentido de sus compatriotas para que adviertan honestamente los viciosos presupuestos de sus juicios y sentimientos contra la Iglesia romana y los católicos.

Mientras que todos los escritores católicos precedentes habían intentado el difícil e interminable método de responder a objeciones y críticas concretas, Newman procura desnudar y exponer los prejuicios generalmente irracionales que fundamentan en su país la animosidad anticatólica. Con un uso magistral de la ironía y la sátira, logra un verdadero modelo de exposición polémica que, sin entrar en asuntos dogmáticos, se centra en la defensa de la vida, las actitudes y los caracteres católicos, desfigurados por el protestantismo político-religioso10.

Los presentes Discursos contienen, a diferencia de los otros dos grupos de conferencias, una fundamentación teológica, no solo porque abordan in recto la exposición de la fe católica por sí misma en numerosos puntos básicos, sino también porque, además de establecer la credibilidad de la verdad revelada enseñada en la Iglesia —es decir, su derecho a ser creída con fe divina— procuran señalar su verdad intrínseca.

La prueba de la verdad católica tal como Newman la concibe se acompaña, por tanto, de una presentación oportuna de esa verdad, porque se piensa que la mejor defensa del Credo según el sentido católico estriba en su adecuada exposición. Para nuestro autor, la «prueba del cristianismo» es precisamente el lugar donde lo polémico y lo dogmático se encuentran como en terreno común. Este punto de vista implica en Newman un cierto distanciamiento respecto a los autores que conciben la demonstratio catholica como un mero silogismo cuya hechura ignora la eventual fuerza de las objeciones contra la fe y no admite ninguna perplejidad intelectual que no sea malévola.

La herejía y el error —opina Newman— poseen también algún poder de fascinación sobre almas buenas, «al menos en Inglaterra». Hace falta por tanto una apologética que se dirija al hombre entero sin reducirle cartesianamente a una máquina de pensar, y que le muestre de modo positivo las excelencias y atractivos de la doctrina verdadera11.

El Evangelio no depende en primer término de argumentaciones. Su mera predicación contiene una capacidad innata de persuasión que basta para llevarlo a los corazones y a las inteligencias12. La misma ley es aplicable a las realidades sobrenaturales, que son intrínsecamente aptas para arrastrar suave y fuertemente a todo el que las contempla con mirada recta.

Este es el caso de la Iglesia católica, motivo externo de credibilidad, que nuestro autor describe con las siguientes palabras: «Solamente ella ha manifestado la energía divina capaz de sujetar a la humana razón y despertar en educados e ignorantes la fe en su palabra. Incluso a muchos que son ajenos a ella y a quienes no mueve a obediencia, mueve sin embargo a respeto y admiración. Los más profundos pensadores y sagaces políticos predicen sus éxitos futuros, a ta vez que se maravillan de su pasado. Sus enemigos se amedrentan ante su vista, y no encuentran modo mejor de combatirla que ennegrecerla con calumnias, o desterrarla al desierto. Verla es reconocerla. Su imagen y aspecto evidencian su estirpe real. Es verdad que sus signos y prendas divinas podrían ser más claros. La Iglesia podría haber sido instituida en Adán y no en Pedro, y abrazado de ese modo a toda la familia humana. Podría haber sido instrumento para convertir interiormente todos los corazones. Podría haber sido protegida de escándalos e infortunios, y constituida una suerte de paraíso en la tierra. Pero la Iglesia se nos muestra en su ser de criatura tan espléndida como su Dios se nos presenta en su condición de Creador. Si Él no exhibe en la naturaleza todos los posibles signos de su presencia, ¿por qué ha de desplegarlos su mensajera en el ámbito de la gracia?».

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