Claudio Rizzo - El crecimiento empieza donde la acusación termina

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Nuestra mente, como enseñó Adler, es «una red de subterfugios». Utilizando el símbolo de la red, quedan atrapados entre otros, pensamientos y sentimientos de culpa, a veces asumidos y otras no. Claro está que todo depende desde dónde los reconocemos. A veces desde la conciencia moral (podemos distinguir lo bueno de lo nocivo) y en otras ocasiones los podemos llegar a reflexionar desde la conciencia religiosa (Gaudium et Spes 16) que consiste en «escuchar la voz de Dios» básicamente manifestada en su Palabra.
Sé que es un tema complejo tratar la conciencia. Me vienen a la mente aquellas palabras que nos enseñó San Ambrosio y son «la conciencia es el primer vicario de Jesucristo», lo cual equivale a que nos representa ante Dios.
Propongo desde la Misericordia de Dios manifestada en la Escritura poder reconocer que hay una diferencia notoria entre la palabra
responsabilidad" y «culpa». Éticamente la primera eleva… en vez, la segunda hunde a un ser humano.
El Señor Jesucristo en Lc 4, 18 nos recuerda que Él vino a «dar la libertad a los oprimidos». La opresión como experiencia de oprobio que genera la culpa es realmente demoliente ya que anula la posibilidad de pensar y restituirse a la moral de la alianza con Dios. Indudablemente, se ntremezclan voces acusadoras del consciente colectivo (de la trama historial) de una persona. También irrumpen voces inculpadoras, enjuiciatorias y hasta algunos se toman la atribución de hablar en nombre de Dios utilizando argumentos tales como «Dios te va a castigar», «ya verás». Cierran, indefectiblemente la posibilidad de la conversión y hasta desean la muerte…
Además, se presentan en las personas religiosas no bien formadas, los llamados «escrúpulos» en la voz de San Ignacio de Loyola. Hoy los definimos como obsesiones que en algunos casos llegan a ser recurrentes.
Por eso, en este Libro desarrollo la complejidad de este sentimiento y las vías de sanación comenzando por sopesar
la veracidad del mismo. Cuando a la base de la personalidad existe otro sentimiento que es el de inferioridad, o bien descalificaciones,
humillaciones o acusaciones proferidas a otros o recibidas, muy simplemente resulta descubrir que las personas
que no han incorporado a su proceso de conversión este sentimiento de culpa, estén siendo asiduamente provocadas por
el mismo. Por eso, no temamos asumir para transformar…
La culpa comúnmente se entrelaza con el miedo y con la desesperación, en ambos casos: tanto aquella ocasionada
como la recibida. Los errores son exigencias propias del aprendizaje.
La mente tiene habilidades. Hay cosas que son conscientes y otras las soterramos en el inconsciente. Por tanto, se producen
represiones neuróticas que pueden llegar a sujetar la vida. Así nunca seremos felices. La mente humana es como un jardín.
Si queremos que crezcan flores, hay que arrancar las malas hierbas. Reprimir nuestras emociones no es bueno.
Apoyándome en la experiencia de décadas de atender a muchos hermanos y hermanas de la Iglesia y escuchar sus relatos
para intentar brindarles una orientación en sus asuntos desde la fe, me encuentro con actitudes que se reiteran una y otra vez
tales como los autorreproches que no pocas veces desembocan en autocastigos. Así es que podemos caer en una psiconeurosis
religiosa cuando somos apoderados por la incorrecta vivencia de la culpa. Es una experiencia muy subjetiva.
En este libro apelo a la síntesis y entiendo que nocionalmente podemos descubrir el camino para erradicar sentimientos
de estas características. Sabemos que la Palabra de Dios «ejerce poder en los creyentes» (1 Tes 2, 13). Ser creyentes implica
"estar en el camino" y «estar en el camino» nos asegura como enseña San Pablo en la Segunda Carta a los Corintios que
"somos nuevas creaturas".

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Por eso esclarezcamos amplia y detalladamente los “efectos” de la culpa, es decir, vivir atado a la culpa, tiene las siguientes garantías:

Hace que nos sintamos atacados.

Justifica nuestros sentimientos de ira hacia nosotros mismos o hacia los demás.

Destruye nuestra autoestima y nuestra confianza en nosotros mismos.

Hace que nos sintamos deprimidos, huecos, vacíos…

Desmorona nuestra sensación de paz con Cristo.

Hace que nos sintamos desamparados, sin amor.

Como ocurre con la mayoría de las virtudes, la comprensión y la tolerancia comienzan por uno mismo. De un modo u otro, la gran mayoría ¿tenemos que llegar a un punto crítico de desesperación antes de dispensarnos a nosotros mismos una comprensión benévola?

Nos preguntamos, nos respondemos:

¿Cómo hacer realidad la humildad en nosotros?3 En el reconocimiento de la gracia de Dios, Rom 12, 3.3 En los esfuerzos por guardad la unidad en la comunidad, Flp 2, 1-4.3 Deponer toda actitud de autosuficiencia, Rom 12, 16.

¿Dónde estoy? ¿Con Dios o sólo?

¿He dejado de dar vueltas a mi pasado culpógeno?

¿Tolero mis fracasos y remordimientos?

¿Somos conscientes de que nuestro “viejo yo” ha enseñado muchas cosas a nuestros “nuevo yo”?

¿Qué peso tiene la divina misericordia de Cristo?

¿La pasión de Cristo implica redención, curación, liberación?

Cristo y yo, ¿somos uno?

La adhesión a Cristo implica a su amor divino que sobrepasa todo tipo de amor. Dio su vida por Amor.

¿Qué hago, en concreto, para no seguir hostigado por la culpa?

“Crea en mí, Dios mío, un corazón puro,

Y renueva la firmeza de mi espíritu”.

Salmo 51, 12

3

2ª Predicación:

“El sentimiento de culpa II”

“El hombre dispone de libertad en cada caso,

Pero no sólo la tiene para ser libre,

Sino también para dejar de serlo”.

Viktor Frankl

Todos los seres humanos tenemos libertad para elevarnos y liberarnos de la carga culpógena, o de lo contrario, también podemos dirigir nuestra voluntad para dejarnos caer en una pasividad posible. La “misma falta de libertad” cae dentro de su libertad, y está en su poder la carencia de poder. Esto equivale a que dependerá de la voluntad y verdadera esperanza en Cristo, Salvador y Sanador para no caer en una involución. Sepamos que al lado de un “humor involuntario”, existe igualmente una involuntaria sabiduría. Y Jesús, el Señor, nos dice: “Vengo a anunciar la liberación a los cautivos…”, Lc 4, 18.

¿Qué es el cautiverio?

Es lo fáctico, es una prisión. Por eso, el salmista dice: “Líbrame de la prisión y daré gracias a tu nombre”. El cautiverio de la culpa se va gestando en la medida en que no se trabaje, a la luz del Espíritu, el detonante que pone en movimiento una reacción en cadena.

El auge de la depresión y la posibilidad de convertirse en su víctima desafía a ponerse en guardia.

No es lo mismo una aflicción que una depresión. La aflicción es un estado emocional normal, es una depresión normal. Se experimenta una tristeza que será proporcional a la magnitud de la pérdida. El afligido se resigna y se prepara para encarar la vida con valor y esperanza. El deprimido, en cambio, experimenta que no puede superar su tristeza y reacciona frecuentemente en forma desproporcionada a la magnitud de la culpa.

Muchas veces, sin embargo, no se trata de una culpa real o existencial sino de una culpa neurótica. Se imbrinca en el pasado. Por eso, la culpa actual crea angustia y aflicción, pero no depresión.

Tengamos en cuenta el propósito del “ego”: “No te perdones tan fácilmente”, “acuérdate de otras cosas que hiciste y júntalas a estas otras cosas que componen una culpa cada vez más pesada”, “perdona, pero no olvides”, “cuánto te equivocaste”, “todo lo has hecho mal, por eso, todo te sale así”, “no olvides… siempre recuérdalo”. Ataduras, son sólo ataduras. Son artilugios demoníacos que intentan apagar la voz de Dios: nuestra conciencia religiosa (Cfr. Gaudium et spes nº 16: “Cuya voz suena con claridad a los oídos del corazón cuando conviene, invitándole siempre con voz apagada a amar y obrar el bien y evitar el mal”.

En vez, cuando convivimos con la conciencia cargada de culpa neurótica, dice el Magisterio “la conciencia se pone al borde de la ceguera por la costumbre del pecado”.

Como nos podemos dar cuenta, el “ego” obstaculiza la auto aceptación en función del Amor misericordioso de Cristo.

Alguien dijo, con gran acierto, que “antes de poder buscar una solución adecuada, hay que definir el problema con claridad”. Por consiguiente, la pregunta específica a formularnos es. ¿Por qué nos resulta difícil aceptarnos? Coincidiremos en que todos tenemos complejos de inferioridad y, quienes parecen no tenerlos, están fingiendo.

Un prolegómeno fundamental es saber auscultar “la primera impresión sobre nuestra ineptitud”. Es el conjunto de argumentos desconfirmatorios que hemos tenido en la vida, por ejemplo, “cállate, he tenido un día duro”, “no servís para nada”, “siempre el mismo”, “no toques nada”, etc. La mente, a lo largo del tiempo se afecta, sobre todo al despedirse en la vida de la adolescencia e ingresar en la etapa madura de nuestro peregrinar.

También es verdad que los obstáculos a la auto aceptación son tan únicos en cada uno de nosotros como nuestras historias personales.

Para ver las causas y razones por las que yo no puedo disfrutar plenamente de ser yo mismo, vislumbremos cinco categorías generales las que consisten en intentar ver qué aspecto encontramos más difícil de aceptar:

1. El cuerpo.

2. La mente.

3. Los errores.

4. Los sentimientos o emociones y

5. La personalidad.

Desde estas categorías, vamos a incursionar en tres, en las que la culpa se suele presentar con frecuencia.

¿Aceptamos nuestra mente?

Muchos cargamos con algún doloroso recuerdo por haber sido objeto de burla o de humillación en clase o en alguna otra circunstancia en la que los demás nos miraron casi con compasión o ridiculizaron nuestros comentarios, preguntas o comportamiento. Esto conduce a la infravaloración de uno mismo.

¿Aceptamos nuestros errores?

La condición humana es débil. Todos cometemos errores. Nosotros, los hombres, aprendemos “bien” las cosas a través de un método y es el sistema de ensayo y error. Un viejo sabio dijo: “Trata de aprender de los errores de otros. No vivirás el tiempo suficiente para cometernos todos”.

El único error es aquel del que no se extraído ninguna enseñanza. Nunca olvidemos que los errores son exigencias propias del aprendizaje; por tanto, bienvenidos.

La mayoría no caemos en la cuenta de que hemos aprendido de nuestros errores pasados ni de que hemos superado algunas de nuestras muestras de inmadurez. Por tanto, ¿somos conscientes de nuestros “viejo yo” ha enseñado muchas cosas a nuestro “nuevo yo”.

La trampa que se nos presenta es nuestra mente, es decir, el autoengaño, consiste en identificarnos con el lado oscuro de nuestra persona y con los errores del pasado; en pensar que somos lo que en otro tiempo fuimos.

Tengamos presente que todo crecimiento implica una metanoia: un cambio, y todo cambio implica “desprenderse de…”. ¿Hasta qué unto te resulta fácil o difícil hacerlo? Tenemos que comenzar una inexorable honestidad, o no podremos llegar nunca a la verdad. Y sin la “verdad” no hay crecimiento ni alegría. Es lo único, como enseña el Señor Jesús, que “nos hace libres, no libera”.

¿Aceptamos nuestros sentimientos o emociones?

Los altibajos en el estado de ánimo son comunes a casi todos los hombres. En algunos momentos nos sentimos arriba y en otros abajo. Pero la programación de nuestra primera infancia hace que pongamos algunos de nuestros sentimientos en cuarentena fuera de nuestra existencia. Por ejemplo, los varones pueden haber oído de boca de sus padres: “Un varón no tiene miedo a nada ni a nadie”. Este mandato familiar puede complicar mucho, según el grado de apego, a la persona durante su caminar… Sin pensar qué mal se prepara el psiquismo de los niños…

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