Elena Gould de White - El ministerio de la bondad

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"En la providencia de Dios, los hechos han sido así ordenados para que los pobres estén siempre con nosotros, y lo es con el único propósito de que pueda haber en el corazón humano un constante ejercicio de los atributos de la misericordia y el amor. El hombre ha de cultivar la ternura y la compasión de Cristo; no ha de separarse de los dolientes, los afligidos, los necesitados y los angustiados" Elena de White, Signs of the Times, 13 de junio de 1892.

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Se creía generalmente entre los judíos que el pecado era castigado en esta vida. Se consideraba que cada aflicción era castigo de alguna falta cometida por el mismo que sufría o por sus padres. Es verdad que todo sufrimiento es el resultado de la transgresión de la ley de Dios, pero esta verdad había sido falseada. Satanás, el autor del pecado y de todos sus resultados, había inducido a los hombres a considerar la enfermedad y la muerte como procedentes de Dios, como un castigo arbitrariamente infligido por causa del pecado. Por lo tanto, aquel a quien le sobrevenía una gran aflicción o calamidad debía soportar la carga adicional de ser considerado un gran pecador...

Dios había dado una lección destinada a prevenir esto. La historia de Job había mostrado que el sufrimiento es infligido por Satanás, pero que Dios predomina sobre él con fines de misericordia. Pero Israel no entendía la lección. Al rechazar a Cristo, los judíos repetían el mismo error por el cual Dios había reprobado a los amigos de Job.

Los discípulos compartían la creencia de los judíos concerniente a la relación del pecado y el sufrimiento. Al corregir Jesús el error, no explicó la causa de la aflicción del hombre, sino que les dijo cuál sería el resultado. Por causa de ello se manifestarían las obras de Dios. “Entre tanto que estoy en el mundo –dijo él–, luz soy del mundo” [Juan 9:5]. Entonces, habiendo untado los ojos del ciego, lo envió a lavarse en el estanque de Siloé, y el hombre recibió la vista. Así Jesús contestó la pregunta de los discípulos de una manera práctica, como respondía él generalmente a las preguntas que se le dirigían nacidas de la curiosidad. Los discípulos no estaban llamados a discutir la cuestión de quién había pecado o no, sino a entender el poder y la misericordia de Dios al dar vista al ciego (DTG 436, 437).

Cristo ha de ser visto y oído a través de nosotros. Dios se propone que los enfermos, los desventurados, los que están poseídos por malos espíritus, oigan su voz a través de nosotros. Por medio de sus agentes humanos, él desea ser un consolador, tal como el mundo jamás ha visto antes. Sus palabras deben ser dichas por sus seguidores: “No se turbe vuestro corazón; creéis en Dios, creed también en mí” [Juan14:1].

El Señor obrará por medio de cada alma que se entregue a sí misma para trabajar, no solamente para predicar, sino también para asistir a los desconsolados e inspirar esperanza en los corazones que no la tienen. Estamos para hacer nuestra parte en aliviar y suavizar las miserias de esta vida. Las miserias y los misterios de esta vida son tan tenebrosos y sombríos como lo fueron hace miles de años. Hay algo que debemos hacer: “Levántate, resplandece; porque ha venido tu luz, y la gloria de Jehová ha nacido sobre ti” [Isa. 60:1]. Hay necesitados cerca de nosotros; los dolientes están en nuestros propios lindes. Debemos tratar de ayudarlos. Con la gracia de Cristo, las fuentes selladas de la obra ferviente, semejante a la de Cristo, han de ser abiertas. En la fortaleza de Aquel que tiene toda la fortaleza, hemos de trabajar como jamás hemos trabajado antes (Manuscrito 65b, 1898).

CAPÍTULO

2

La compasión de Cristo hacia el sufrimiento humano

Cristo mismo sufre con la humanidad doliente. Cristo identifica su interés con el de la doliente humanidad. Condenó a su propia nación por su equivocado comportamiento con sus prójimos. El descuido o el abuso de los más débiles, de los creyentes más descarriados, él [Jesús] lo menciona como hecho a sí mismo. Los favores prodigados a ellos, los considera como conferidos a sí mismo. No nos ha dejado en tinieblas respecto a nuestro deber, sino que a menudo repite las mismas lecciones mediante diferentes ilustraciones y bajo diversos aspectos. Lleva a los actores adelante hasta el último gran día y declara que el trato dado al más pequeño de sus hermanos es alabado o condenado como si hubiera sido hecho a él mismo. Dice: “A mí lo hicisteis” o “Ni a mí lo hicisteis” [Mat. 25:40, 45].

Él es nuestro sustituto y garantía. Él se pone en lugar de la humanidad, de modo que él mismo es afectado en la medida en que el más débil de sus seguidores es afectado. Tal es la compasión de Cristo que nunca se permite a sí mismo ser un espectador indiferente de cualquier sufrimiento ocasionado a sus hijos. Ni la más leve herida puede ser hecha de palabra, intención o hecho que no toque el corazón de Aquel que dio su vida por la humanidad caída. Recordemos que Cristo es el gran corazón del cual fluye la sangre de vida hacia cada órgano del cuerpo. Él es la cabeza, desde la cual se extiende cada nervio hacia el más diminuto y más remoto miembro del cuerpo. Cuando sufre un miembro de este cuerpo, con el cual Cristo está tan misteriosamente conectado, la vibración del dolor es sentida por nuestro Salvador.

¿Despertará la iglesia? ¿Sus miembros alcanzarán la simpatía de Cristo, de manera que tengan su misma compasión hacia las ovejas y los corderos de su redil? Por ellos la Majestad del cielo se humilló a sí misma; por ellos, él vino a un mundo agostado y estropeado con la maldición; se esforzó día y noche para enseñar, para elevar y dar eterno gozo a los ingratos y desobedientes. Por ellos él se hizo pobre, para que por medio de su pobreza ellos fueran hechos ricos [2 Cor. 8:9]. Por ellos se negó a sí mismo; por ellos soportó la privación, el escarnio, el desprecio, el sufrimiento y la muerte. Por ellos él tomó la forma de un siervo [Fil. 2:7]. Este es nuestro modelo, ¿lo imitaremos? ¿Tendremos cuidado por la heredad de Dios? ¿Fomentaremos una tierna compasión por los que yerran, los tentados y los probados? (Carta 45, 1894).

Tocado con el sentimiento de nuestras dolencias. Cristo, nuestro sustituto y fiador, fue un varón de dolores experimentado en quebrantos. Su vida humana fue un largo afán en favor de la heredad que había comprado a tan infinito costo. Fue conmovido con el sentimiento de nuestras dolencias. En vista del valor que atribuye a lo que ha comprado con su sangre, los adopta como sus hijos, haciendo de ellos el objeto de su tierno cuidado, y para que ellos puedan suplir sus necesidades temporales y espirituales, él los encomienda a su iglesia, diciendo: “En cuanto lo hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí lo hicisteis” [Mat. 25:40] (Manuscrito 40, 1899).

Cristo vino para aliviar el sufrimiento. Este mundo es un vasto lazareto, pero Cristo vino para sanar a los enfermos y proclamar liberación a los cautivos de Satanás. Él era en sí mismo la salud y la fuerza. Impartía vida a los enfermos, a los afligidos, a los poseídos de los demonios. No rechazaba a ninguno que viniese para recibir su poder sanador. Sabía que quienes le pedían ayuda habían atraído la enfermedad sobre sí mismos; sin embargo no se negaba a sanarlos. Y cuando la virtud de Cristo penetraba en estas pobres almas, quedaban convencidas de pecado, y muchos eran sanados de su enfermedad espiritual tanto como de sus dolencias físicas. El evangelio posee todavía el mismo poder, y ¿por qué no habríamos de presenciar hoy los mismos resultados?

Cristo siente los males de todo doliente. Cuando los malos espíritus desgarran un cuerpo humano, Cristo siente la maldición. Cuando la fiebre consume la corriente vital, él siente la agonía. Y está tan dispuesto a sanar a los enfermos ahora como cuando estaba personalmente en la tierra. Los siervos de Cristo son sus representantes, los conductos por los cuales ha de obrar. Él desea ejercer por ellos su poder curativo (DTG 763).

Cristo es el único que experimentó todas las penas y tentaciones que sobrevienen a los seres humanos. Nunca fue tan fieramente perseguido por la tentación otro ser nacido de mujer; nunca llevó otro la carga tan pesada de los pecados y dolores del mundo. Nunca hubo otro cuya simpatía fuese tan abarcante y tierna. Habiendo participado de todo lo que experimenta la especie humana, no sólo podía condolerse de todo el que estuviese abrumado y tentado en la lucha, sino que sentía con él (Ed 78).

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