Elena Gould de White - El ministerio de la bondad

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"En la providencia de Dios, los hechos han sido así ordenados para que los pobres estén siempre con nosotros, y lo es con el único propósito de que pueda haber en el corazón humano un constante ejercicio de los atributos de la misericordia y el amor. El hombre ha de cultivar la ternura y la compasión de Cristo; no ha de separarse de los dolientes, los afligidos, los necesitados y los angustiados" Elena de White, Signs of the Times, 13 de junio de 1892.

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La miseria y el sufrimiento no son necesarios. Si los hombres cumplieran con su deber como mayordomos fieles de los bienes del Señor, no habría el clamor por pan, ni el sufrimiento por la miseria, ni la desnudez y la necesidad. La infidelidad de los hombres trae el estado de sufrimiento en el que la humanidad está hundida. Si aquellos a quienes Dios ha hecho sus mayordomos tan sólo emplearan los bienes del Señor para el objeto con el cual se los dio, este estado de sufrimiento no existiría. El Señor prueba a los hombres dándoles una abundancia de cosas buenas, así como probó al hombre rico de la parábola [Luc. 12:16-21]. Si somos hallados infieles en el manejo de las riquezas mundanales, ¿cómo nos podrá confiar las verdaderas riquezas? Quienes han permanecido firmes en la prueba en el mundo, que han sido hallados fieles, que han obedecido las palabras del Señor al ser misericordiosos usando sus medios para el progreso de su reino, oirán de los labios del Maestro: “Bien, buen siervo y fiel” [Mat. 25:21] (Ibíd.).

Algunos ricos, algunos pobres. La razón por la cual Dios ha permitido que algunos miembros de la familia humana fueran tan ricos y otros tan pobres seguirá siendo un misterio para los hombres hasta la eternidad, a menos que establezcan la debida relación con Dios y ejecuten los planes divinos, en lugar de obrar de acuerdo con sus propias ideas egoístas (TM 280).

Para fomentar el amor y la misericordia. En la providencia de Dios los hechos han sido así ordenados para que los pobres estén siempre con nosotros, con el propósito de que pueda haber en el corazón humano un constante ejercicio de los atributos de la misericordia y el amor. El hombre ha de cultivar la ternura y la compasión de Cristo; no ha de separarse de los dolientes, los afligidos, los necesitados y los angustiados (ST, 13-6-1892).

Para desarrollar en el hombre un carácter semejante al de Dios. Aunque el mundo necesita simpatía, aunque necesita las oraciones y la ayuda de Dios, aunque necesita ver a Cristo en la vida de quienes le siguen, los hijos de Dios necesitan igualmente oportunidades que atraigan sus simpatías, den eficacia a sus oraciones y desarrollen en ellos un carácter semejante al modelo divino.

Para proveer estas oportunidades, Dios colocó entre nosotros a los pobres, los infortunados, los enfermos y los dolientes. Son el legado de Cristo a su iglesia, y han de ser cuidados como él los cuidaría. De esta manera, Dios elimina la escoria y purifica el oro, dándonos la cultura del corazón y el carácter que necesitamos.

El Señor podría llevar a cabo su obra sin nuestra cooperación. No depende de nosotros por nuestro dinero, nuestro tiempo, nuestro trabajo. Pero la iglesia es muy preciosa a su vista. Es el estuche que contiene sus joyas, el aprisco que encierra su rebaño, y él anhela verla sin mancha, tacha ni cosa semejante. Él siente por ella anhelos de amor indecible. Esta es la razón por la cual nos ha dado oportunidades de trabajar para él y acepta nuestras labores como prueba de nuestro amor y lealtad (JT 2:499).

Para que comprendamos la misericordia de Dios. Tanto el pobre como el rico son el objeto del especial cuidado y de la atención de Dios. Sáquese la pobreza y no tendremos cómo comprender la misericordia y el amor de Dios, no habrá forma de conocer la compasión y la simpatía del Padre celestial (Carta 83, 1902).

Dios nos da para que podamos dar a otros. Dios nos imparte su bendición para que podamos impartirla a otros. Cuando le pedimos nuestro pan cotidiano, él mira nuestro corazón para ver si queremos compartirlo con quienes lo necesitan más que nosotros. Cuando oramos: “Dios, sé propicio a mí, pecador” [Luc. 18:13], quiere ver si manifestaremos compasión hacia aquellos con quienes tratamos. Damos evidencia de nuestra relación con Dios si somos misericordiosos como lo es nuestro Padre celestial (JT 2:521).

El retener empequeñece el crecimiento espiritual. Nada mina más rápidamente la espiritualidad del alma que el albergar en ella el egoísmo y las preocupaciones por sí mismo. Los que son indulgentes consigo mismos y negligentes en el cuidado de las almas y de los cuerpos de aquellos por quienes Cristo ha dado su vida, no están comiendo del pan de vida ni bebiendo del agua del manantial de la salvación. Están secos y sin savia, como árboles que no llevan fruto. Son enanos espirituales, que consumen para sí mismos sus recursos; pero, “todo lo que el hombre sembrare, eso también segará” [Gál. 6:7] (RH, 15-1-1895).

A causa de que los ricos descuidan hacer la obra en favor de los pobres que Dios les asignó para que hicieran, desarrollan más orgullo, más suficiencia propia, más indulgencia para sí mismos y se les endurece el corazón. Ellos [los ricos] apartan a los pobres de sí por el hecho de ser pobres, y de ese modo les dan motivo para sentirse envidiosos y celosos. Muchos llegan a la amargura y están saturados de odio hacia quienes lo tienen todo mientras ellos no tienen nada.

Dios pesa las acciones, y todo aquel que sea infiel en su mayordomía, y que no haya remediado los males que estuvo en su poder remediar, no será tenido en cuenta en las cortes del cielo. Quienes sean indiferentes a la necesidad de los pobres serán considerados administradores infieles y clasificados como enemigos de Dios y del hombre. Quienes malversan los medios que Dios les ha encomendado para ayudar precisamente a quienes necesitan su ayuda, demuestran que no tienen conexión con Cristo, porque fallan en manifestar la ternura de Cristo hacia los que son menos afortunados (Ibíd., 10-12-1895).

Si el rico camina en las pisadas de Cristo. El rico es un administrador de Dios, y si camina en las pisadas de Cristo, manteniendo una vida piadosa y humilde, llegará a través de la transformación de su carácter a tener un corazón dócil y sumiso. Se da cuenta de que sus posesiones son solamente tesoros prestados, y los siente como sagrados depósitos que le han sido confiados para ayudar a los necesitados y dolientes en lugar de Cristo. Esta obra traerá su recompensa en talentos y riquezas atesorados al lado del trono de Dios. De esta manera, el rico puede hacer que su vida tenga un éxito espiritual, como un fiel administrador de las cosas de Dios (Manuscrito 22, 1898).

El sufrimiento, un medio para el perfeccionamiento del carácter. Hay también en las palabras del Salvador un mensaje de consuelo para quienes sufren aflicción o la pérdida de un ser querido. Nuestras tristezas no brotan de la tierra. Dios “no aflige ni entristece voluntariamente a los hijos de los hombres”. Cuando él permite que suframos pruebas y aflicciones, es para “lo que nos es provechoso, para que participemos de su santidad” [Lam. 3:33; Heb. 12:10]. Si la recibimos con fe, la prueba que parece tan amarga y difícil de soportar resultará una bendición. El golpe cruel que marchita los gozos terrenales nos hará dirigir los ojos al cielo. ¡Cuántos son los que nunca habrían conocido a Jesús, si la tristeza no les hubiera movido a buscar consuelo en él!

Las pruebas de la vida son los instrumentos de Dios para eliminar de nuestro carácter toda impureza y tosquedad. Mientras nos labran, escuadran, cincelan, pulen y bruñen, el proceso resulta penoso, y es duro ser oprimido contra la muela de esmeril. Pero la piedra sale preparada para ocupar su lugar en el templo celestial. El Señor no ejecuta trabajo tan consumado y cuidadoso en material inútil. Únicamente sus piedras preciosas se labran a manera de las de un palacio.

El Señor obrará en favor de cuantos depositen su confianza en él. Los fieles ganarán victorias preciosas, aprenderán lecciones de gran valor y tendrán experiencias de gran provecho (DMJ 14, 15).

La aflicción y la calamidad no indican el desagrado de Dios. “Al pasar Jesús, vio a un ciego de nacimiento. Y le preguntaron sus discípulos, diciendo: Rabí, ¿quién pecó, éste o sus padres, para que haya nacido ciego? Respondió Jesús: No es que pecó éste, ni sus padres, sino para que las obras de Dios se manifiesten en él”... [Juan 9:1-7]

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